Su hija había oído la discusión entre Resa y él.
Involuntariamente se volvió buscando a Resa, pero no logró descubrirla por ninguna parte.
¿Qué vas a hacer ahora, Mo?
Eso, ¿qué? ¿Es que la última canción sobre Arrendajo tendría que decir así?:
Pero nunca capturaron/ al llamado Arrendajo/ por mucho que lo buscaron./ Desapareció sin dejar rastro,/ como si no hubiera existido./ Pero se dejó el libro/ que había encuadernado/ para Cabeza de Víbora,/ ese inmortal tirano.
No, ésa no podía ser la última canción. ¿Ah, no, Mortimer? Entonces, ¿cuál?
Pero un buen día, una madre/ que por sus hijos temía/ traicionó a Arrendajo/ y por esta felonía/ padeció una de las muertes/ más atroces y doloridas/ que un hombre hubiera sufrido/ en el Castillo de la Víbora.
¿Era éste un final mejor? ¿Había uno mejor?
—Ven —Baptista le pasó la mano por el hombro—. Como primera medida ante la noticia propongo que nos emborrachemos. Suponiendo que los otros hayan dejado algo del vino de Pardillo. Olvida a Pífano, a Cabeza de Víbora, a los niños de Umbra, ahoga tus penas en vino tinto.
Pero Mo no estaba de humor para beber. Pese a que el vino quizá haría enmudecer de una vez la voz que escuchaba continuamente en su interior desde la discusión con Resa: «¡No quiero volver! No. Todavía no…».
Ardacho regresó tambaleándose junto al fuego y se acomodó entre Birlabolsas y Espantaelfos. Pronto volverían a pegarse, como siempre que se emborrachaban.
—Me echaré a dormir, eso aclara las ideas más que el vino —anunció el Príncipe Negro—. Hablaremos mañana.
El oso se tumbó delante de la tienda en la que desapareció su señor, y miró a Mo.
Mañana.
¿Y ahora qué, Mortimer?
Con el paso de los días el frío aumentaba. El aliento se condensaba blanco delante de su boca cuando inspeccionó a su alrededor en busca de Resa. ¿Dónde estaba? Le había traído una flor, plana y de color azul pálido, una de las pocas que no había dibujado aún. La llamaban Espejo de las Hadas porque por las mañanas se acumulaba tanto rocío entre las hojas blandas que las hadas la utilizaban como espejo.
—Meggie, ¿has visto a tu madre?
La interpelada no contestó. Doria le había traído un trozo del jabalí que se asaba encima del fuego. Tenía pinta de ser especialmente suculento. El chico le susurró algo, y… ¿eran imaginaciones suyas o su hija acababa de ruborizarse? En cualquier caso no había oído su pregunta.
—Meggie… ¿sabes dónde está Resa? —repitió su padre esforzándose por contener la risa cuando Doria le dirigió una mirada fugaz y algo preocupada.
Era un tipo apuesto, algo más bajo pero más fuerte que Farid. Seguramente se preguntaba si era verdad lo que cantaban sobre Arrendajo: que protegía a su hija como a la niña de sus ojos. «No, más bien como al más hermoso de todos los libros», pensó Mo, «y espero que no le des tantas preocupaciones como Farid, porque si no Arrendajo te echará sin vacilar como comida al oso del Príncipe».
Por fortuna en esta ocasión Meggie no leyó sus pensamientos.
—¿Resa? —probó la carne asada y dio las gracias a Doria con una sonrisa—. Se ha marchado a caballo a ver a Roxana.
—¿A Roxana? Pero si está aquí —Mo miró hacia la tienda de los enfermos, donde uno de los ladrones se retorcía de dolor, seguramente por haber comido setas venenosas. Roxana estaba delante de la tienda hablando con las dos mujeres que se ocupaban del enfermo.
—Pues Resa dijo que tenía una cita con Roxana —repuso Meggie, confundida, mirando a la mujer.
Mo le prendió en el vestido la flor destinada a su madre.
—¿Cuánto tiempo hace que se marchó? —se esforzaba al máximo por aparentar indiferencia, pero Meggie no se dejó engañar. No por él.
—¡Partió hacia el mediodía! Si no está con Roxana, ¿dónde ha ido?
Con qué desconcierto lo miraba. Y de verdad que desconocía la respuesta. Él siempre olvidaba que Meggie conocía a Resa mucho peor que él. Un año no era un periodo demasiado largo para conocer a la propia madre.
«¿Has olvidado nuestra discusión?», intentó contestar. «Se ha ido a ver a Fenoglio.» Pero se tragó las palabras. El miedo atenazaba su pecho, y le habría encantado creer que era por Resa. Pero no se le daba bien engañarse a sí mismo, como hacía con otros. No, él no tenía miedo por su mujer, aunque desde luego le sobraban motivos para ello. Tenía miedo de que en algún lugar de Umbra alguien estuviera leyendo las palabras que lo devolverían a su viejo mundo, como el pez que capturan en un río para devolverlo a la charca de la que procede… «¡No seas ridículo, Mortimer!», pensó irritado. ¿Quién leerá las palabras, aunque Fenoglio las haya escrito para Resa? «¿Eso, quién las leerá?», susurró una voz en su interior.
Orfeo.
Meggie seguía mirándolo preocupada, mientras Doria permanecía a su lado indeciso, sin apartar los ojos del rostro de la joven.
—Regresaré pronto —dijo Mo, dando media vuelta.
—¿Adónde vas? ¡Mo!
Meggie corrió tras él al observar que se dirigía hacia los caballos, pero su padre no se volvió.
«¿A qué viene tanta prisa, Mortimer?», decía una voz burlona en su interior. «¿Crees acaso que puedes cabalgar más deprisa de lo que tarda Orfeo en pronunciar las palabras con su lengua aceitosa?» La oscuridad cayó del cielo como un paño, un paño oscuro que lo ahogaba todo, los colores, el piar de los pájaros… Resa. ¿Dónde se había metido? ¿Estaba en Umbra o venía ya de regreso? De pronto vino el otro miedo… tan terrible como el miedo a las palabras. El miedo a salteadores de caminos e íncubos, el recuerdo de mujeres que habían encontrado muertas en la espesura. ¿Se habría llevado ella siquiera a Recio? Mo profirió una ligera maldición. No, claro que no. Estaba sentado junto al fuego con Baptista y Azotacalles, tan borracho ya que comenzaba a cantar.
Tendría que haberlo adivinado. Resa se había mantenido muy silenciosa después de su discusión. ¿Había olvidado él lo que eso significaba? Mo conocía ese silencio. Pero se había ido con el Príncipe Negro en lugar de discutir con ella lo que la tornaba muda… casi tan muda como cuando había perdido la voz.
—¡Mo! Pero ¿qué haces? —en la voz de Meggie latía un débil temor.
Doria los había seguido. Meggie le dijo algo al oído y él salió corriendo hacia la tienda del Príncipe.
—¡Maldita sea, Meggie! ¿A qué viene eso? —Mo apretaba la cincha. ¡Ojalá no le temblaran tanto los dedos!
—¿Dónde pretendes buscarla? ¡No puedes irte! ¿Te has olvidado de Pífano?
Ella lo sujetó. Doria regresó con el Príncipe. Mo masculló una maldición y pasó las riendas por encima de la cabeza del caballo.
—¿Qué haces? —el Príncipe Negro se detuvo tras él, con el oso a su lado.
—Tengo que ir a Umbra.
—¿A Umbra? —el Príncipe apartó a su hija con suavidad y agarró las riendas.
¿Qué podía decirle? «Príncipe, mi mujer pretende pedirle a Fenoglio que escriba unas palabras que me hagan desaparecer delante de tus ojos, unas palabras que volverán a convertir a Arrendajo en lo que fue un día… ¿la sarta de palabras de un anciano, desaparecido tan repentinamente como apareció?»
—Eso es un suicidio. Tú no eres inmortal, como afirman las canciones. Esto es la vida real. ¿Acaso lo has olvidado?
«La vida real. ¿Eso qué es, Príncipe?»
—Resa ha marchado a Umbra. Ya hace horas. Está sola, y anochece. He de seguirla.
«…y averiguar si las palabras han sido escritas y leídas.»
—¡Pero si allí está Pífano! ¿Quieres convertirte en un regalo para él? Déjame que envíe a un par de hombres tras ella.
—¿Quiénes? Están todos borrachos.
Mo aguzó los oídos. Creía oír las palabras que lo enviarían de regreso… tan poderosas como las que en su día le habían protegido de las Mujeres Blancas. Por encima de su cabeza el viento murmuraba en las hojas marchitas, y desde la fogata le llegaban las voces de los bandidos. El aire olía a resina, a follaje otoñal y al musgo aromático que crecía en el bosque de Fenoglio. Incluso en otoño seguía cubierto de diminutas flores blancas que sabían a miel si las aplastabas entre los dedos. «Yo no quiero volver, Resa.»
Un lobo aulló en las montañas. Meggie giró la cabeza, asustada. Tenía miedo de los lobos, igual que su madre. «Ojalá se haya quedado en Umbra», pensó Mo. Aunque eso significaba que tendría que sortear a los centinelas.
¡Volvamos, Mo, te lo suplico!
Subió a su montura. Antes de que pudiera impedirlo, su hija se sentó a la grupa. Tan decidida como su madre… Lo ciñó tan fuerte con sus brazos que ni siquiera intentó convencerla de que se quedase.
—¿Ves esto, oso? —preguntó el Príncipe—. ¿Sabes qué significa? Que pronto se oirá una nueva canción… sobre la testarudez de Arrendajo y la necesidad del Príncipe Negro de protegerlo a veces de sí mismo.
Aún había dos hombres lo bastante sobrios para cabalgar. Doria los acompañó. Sin decir palabra, montó a caballo detrás del Príncipe Negro. Llevaba una espada demasiado grande para él, pero la manejaba muy bien, y era tan arrojado como Farid. Llegarían a Umbra antes del amanecer, aunque la luna ya estuviese alta.
Pero las palabras eran mucho más veloces que un caballo.
Durante todo el día sudaba obediencia; muy inteligente; sin embargo ciertos tics oscuros, algunos rasgos suyos ponían al descubierto acres hipocresías. A la sombra de los pasillos de enmohecidas colgaduras sacaba la lengua al pasar (…).
Arthur Rimbaud
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Los poetas de siete años
Farid acababa de servir a Orfeo la segunda botella de vino cuando llegó Resa. Cabeza de Queso lo celebraba. Se celebraba a sí mismo y su genialidad, según su propia denominación.
—¡Un unicornio! ¡Un unicornio perfecto, resollando y escarbando con los cascos, dispuesto a depositar en cualquier momento su estúpida cabeza en el regazo de una virgen! ¿Por qué crees que no había ninguno en este mundo, Oss? ¡Porque Fenoglio no supo escribirlos! Hadas aladas, duendes peludos, hombres de cristal, sí. Pero ni rastro de unicornios.
A Farid le habría encantado derramarle el vino encima de la camisa blanca, para que ésta se tiñera de rojo igual que la piel del unicornio que Orfeo había traído a este mundo únicamente para que Pardillo se diera el gusto de matarlo. Oh, sí, Farid lo había visto. Se dirigía a casa del sastre de Orfeo, para arreglar los pantalones de Cabeza de Queso, que se le habían vuelto a quedar estrechos. Tuvo que acuclillarse en el umbral de una puerta cuando pasaron con el unicornio, tan mal se sintió al contemplar los ojos vidriosos. Asesino.
Farid había escuchado con suma atención cuando Orfeo lo trajo con su lectura, con palabras tan maravillosas que se quedó petrificado a la puerta del escritorio. «.
…apareció entre los árboles, blanco como las flores del jazmín silvestre. Y las hadas lo rodearon revoloteando en nutridas bandadas, como si esperasen ansiosas su llegada…»
La voz de Orfeo hizo ver a Farid el cuerno, las crines onduladas, oír los resoplidos del unicornio y el escarbar de sus cascos en la hierba helada. Durante tres días había creído de verdad que acaso hubiese sido una buena idea traer a Orfeo. Tres días, si no había contado mal, eso es lo que había vivido el unicornio antes de que los perros de Pardillo lo hostigaran para conducirlo hasta las lanzas. ¿O había acontecido como Brianna había relatado en la cocina: que una amante de Pájaro Tiznado lo había atraído con una sonrisa?
Oss abrió la puerta a Resa. Cuando Farid atisbo más allá de él, picado por la curiosidad de averiguar quién llamaba a la puerta a horas tan intempestivas, en un primer momento creyó que la cara pálida que surgió de la oscuridad era la de Meggie, tanto se parecía por entonces a su madre.
—¿Está Orfeo en casa?
Resa habló muy bajo, como si se avergonzase, y al descubrir a Farid detrás de Montaña de Carne agachó la cabeza igual que un niño sorprendido en falta.
¿Qué quería ella de Cabeza de Queso?
—Por favor, dile que la mujer de Lengua de Brujo necesita hablarle.
Cuando Oss le indicó con una señal que pasara al vestíbulo, Resa dirigió una leve sonrisa a Farid, pero evitó mirarle. Montaña de Carne le indicó con un gesto que aguardase y subió las escaleras con torpeza. La actitud huidiza de Resa informó a Farid de que no le contaría una palabra sobre el motivo de su visita, así que siguió a Oss con la esperanza de enterarse de algo más en el cuarto de Orfeo.
Cabeza de Queso no estaba solo cuando su guardaespaldas le anunció a la visitante nocturna. Le acompañaban tres jovencitas un poco mayores que Meggie, que desde hacía horas regalaban los oídos a Orfeo diciéndole lo listo, importante e irresistible que era. La más joven se sentaba sobre sus toscas rodillas, y Orfeo la besaba y manoseaba con tanto detenimiento que a Farid le habría encantado retorcerle los dedos. Continuamente le encargaba traer a las chicas más bonitas de Umbra.
—¿A qué vienen tantos remilgos? —había replicado, enfurecido, a Farid cuando éste se negó en principio a cumplir su encargo—. Ellas me inspiran. ¿No has oído hablar de las musas? ¡Vamos, ve de una vez, o no hallaré jamás las palabras que con tanta añoranza ansias!
Y Farid obedecía y traía a casa de Orfeo a las chicas que se lo comían con los ojos en el mercado y en las calles. Le miraban muchas. Al fin y al cabo, prácticamente todos los jóvenes de Umbra estaban muertos o servían a Violante. La mayoría se marchaban con él por unas monedas. Todas ellas tenían hermanos hambrientos y madres necesitadas de dinero. Algunas deseaban, sencillamente, comprarse por fin un vestido nuevo.
—¿La esposa de Lengua de Brujo?
Por el tono de voz se notaba que Orfeo había trasegado una botella entera de vino tinto, pero sus ojos seguían asombrosamente atentos tras los cristales redondos de sus gafas. Una de las chicas rozó las copas con el dedo, con exquisita cautela, como si temiera verse convertida en el acto en cristal.
—Interesante. Haz que pase. Y vosotras tres, largaos.
Orfeo apartó a la joven de sus rodillas y se alisó la ropa. «¡Sapo vanidoso!», pensó Farid, y simuló que tenía problemas con el corcho de la botella de vino para que Orfeo no lo obligara a abandonar la estancia.
Cuando Oss condujo a Resa al interior, las tres chicas se apiñaron al pasar junto a ella, como si su madre las hubiera pillado en el regazo de Orfeo.
—Caramba, esto es lo que yo llamo una sorpresa. Toma asiento, por favor —Orfeo señaló una de las sillas con sus iniciales, encargadas ex profeso, y enarcó las cejas para acentuar aún más su sorpresa. Ensayaba ese gesto… y algunos más. Farid lo había sorprendido con frecuencia fingiendo expresiones ante el espejo.