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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (2 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—¡Un escritor! —exclamó él riendo, y me detuve en seco con la cara como el granito. Así es como se comportan todos los caballeros. Pueden parecer amistosos cuando hablan contigo, pero intenta expresar el deseo de llegar a ser algo mejor, quizá algún día incluso un caballero, y te tomarán por estúpido—. Discúlpame —dijo entonces, observando mi expresión de desaprobación—. No pretendía burlarme, te lo aseguro. De hecho, celebro tu ambición. Ha supuesto una sorpresa, eso es todo. Un escritor —repitió al ver que yo seguía en silencio, sin aceptar ni rechazar su disculpa—. Bueno, pues te deseo buena suerte, señor…

—Turnstile, señor —apunté, y volví a inclinarme por pura costumbre; costumbre que, por cierto, trataba de abandonar, pues a mi espalda no le convenía aquel ejercicio, de igual manera que a los caballeros no les convenía la adulación—. John Jacob Turnstile.

—Entonces te deseo buena suerte en tu empresa, John Jacob Turnstile —dijo en lo que pretendía ser, supongo, un tono agradable—. Pues las artes son una actividad admirable para cualquier joven dispuesto a mejorar. De hecho, dedico mi vida a estudiarlas y apoyarlas. No me importa admitir que he sido un bibliófilo desde la cuna y que eso ha enriquecido mi vida y proporcionado a mis veladas la más soberbia compañía. El mundo necesita buenos narradores y quizá tú serás uno de ellos si perseveras en tu propósito. ¿Conoces bien las letras? —añadió ladeando la cabeza, casi como un maestro de escuela que esperase una respuesta.

—A, B, C —declamé con toda la elegancia que pude—, seguidas por sus compatriotas de la D a la Z.

—¿Y escribes con buena letra?

—Quien cuida de mí dice que mi escritura le recuerda la de su propia madre, y era un ama de cría, nada menos.

—Entonces sugiero que te hagas con todo el papel y la tinta que puedas permitirte, jovencito —me aconsejó—. Y que pongas manos a la obra de inmediato, pues es un arte lento que requiere grandes dosis de concentración y revisión. Supongo que confías en hacer fortuna con ello, ¿no?

—En efecto, señor —aseguré, y ¡qué extraña cosa me ocurrió entonces!: resulta que ya no me estaba burlando de él, sino que realmente se me antojaba algo estupendo. De hecho, había disfrutado con las historias sobre China y era verdad que me pasaba la mayor parte del tiempo entre los puestos de libros, cuando todo el mundo sabe que deambulan más pardillos en torno a las tiendas de telas y las cervecerías.

El caballero pareció haber terminado conmigo y volvió a ajustarse los anteojos en la nariz, pero antes de que se diera la vuelta fui lo bastante audaz como para hacerle una pregunta.

—Señor —dije, y los nervios asomaron a mi voz, de modo que traté de disimularlos volviéndola más grave—. Si me lo permite, señor…

—¿Sí?

—Si fuera a convertirme en escritor —continué, eligiendo las palabras con cautela, pues deseaba que me diera una respuesta sensata—, si me decidiera a intentarlo, sabiendo que he aprendido bien el abecedario y que escribo con buena letra, ¿por dónde debería empezar exactamente?

Soltó una risita y se encogió de hombros.

—Bueno, admito que nunca he tenido el toque creativo —respondió al fin—. Soy más un mecenas que un artista. Pero si tuviese que contar una historia, supongo que trataría de establecer el instante preciso, el punto singular de mi relato que desencadenara todo el asunto. Encontraría ese momento y empezaría mi narración desde ahí.

Asintió con la cabeza, despachándome, y volvió a sus lecturas, dejándome con mis cavilaciones.

El instante preciso. El momento que desencadenara todo el asunto.

Menciono esto aquí y ahora porque el instante preciso que desencadenó mi asunto particular fue ese encuentro dos mañanas antes del día de Navidad con aquel caballero francés, sin el cual nunca habría conocido los días espléndidos o sombríos que habrían de seguir. De hecho, de no haber estado él allí aquella mañana en Portsmouth, y de no haber permitido que su reloj abandonara el bolsillo del chaleco y asomara de forma tan tentadora del abrigo, yo nunca habría procedido a trasladar el mencionado artilugio del cálido lujo de su forro a la fría comodidad del mío. Y es poco probable que me hubiese alejado entonces de él con cautela tal como había aprendido a hacer, silbando una sencilla melodía para ilustrar la actitud tranquila de quien no tiene una sola preocupación en el mundo y se dedica a sus honrados asuntos. Y, desde luego, jamás me habría dirigido a la entrada del mercado, satisfecho de saber que había conseguido ya el dinero de una mañana y así tendría con qué pagar al señor Lewis, y pensando que al cabo de dos días me haría sin duda con una buena comida navideña.

Y de no haber hecho eso, se me habría negado sin duda el placer de oír el sonido penetrante de un silbato azul y de ver una multitud volverse hacia mí con ojos airados y puños bien dispuestos, o de sentir el rechinar de mi cabeza al golpear contra los adoquines cuando algún torpón hizo su buena obra del día al abalanzarse sobre mí para hacerme perder el equilibrio y derribarme al suelo.

Nada de eso habría sucedido y nunca habría tenido una historia que contar.

Pero sucedió. Y la tengo. Y he aquí cuál es.

2

¡A rastras me llevaron! A rastras como a un perro, para sacudirme como una alfombra. Son momentos en que tu vida no te pertenece, en que otros te agarran y te zarandean y te obligan a ir a donde no te interesa en absoluto ir. Y bien que lo sabía yo, pues había pasado por más momentos de esa clase de los que me correspondían por mis catorce años. Pero una vez que oyes ese silbato y la multitud que te rodea se vuelve para fijar sus feos ojillos en ti, dispuesta a acusarte y juzgarte, harás bien en dejarte caer de rodillas con la esperanza de evaporarte en el aire como único medio de huir sin una nariz sangrante o un ojo a la funerala.

—¡Eh, apartaos! —gritó alguien de fuera del tumulto, pero no pude saber quién era, atrapado como estaba por el peso de cuatro comerciantes y una mujer simplona, que se había instalado encima de todos y chillaba de risa y aplaudía como si no hubiese deporte mejor—. ¡Eh, apartaos, o vais a aplastar al chico!

Fue muy extraño oír algo así, a un tipo que se ponía de parte de un joven villano como yo, y resolví dedicar una apreciativa reverencia a quienquiera que hubiese pronunciado esas palabras, eso si alguna vez volvía a encontrarme parpadeando a la luz del día. Sin embargo, sabedor de qué vejaciones podían hallarse en mi horizonte, me contenté con pasar unos ociosos instantes más tendido sobre los adoquines, con una piel de naranja contra las narices, el corazón de una manzana podrida junto a los labios y un trasero condenadamente grande trabando amistad con mi oreja derecha.

No mucho después, una rendija de luz se abrió entre la masa de cuerpos que me aplastaba y se fueron incorporando uno por uno, librándome del peso de forma gradual, y cuando el del trasero condenadamente grande se levantó de mi cabeza, permanecí en el suelo unos instantes más, alzando la vista mientras consideraba mis opciones, sólo para ver la mano de un guardia de azul que se tendía para agarrarme, sin cortesía alguna, de las solapas.

—Bueno, arriba, muchacho —dijo, poniéndome en pie de un tirón; para mi bochorno, me balanceé un poco al recobrar el equilibrio, y los mirones se burlaron de mí.

—Está borracho —exclamó uno, lo cual era una calumnia, porque nunca bebo antes de la hora de almorzar.

—Un ladronzuelo, ¿eh? —preguntó el guardia, haciendo caso omiso de la falsa acusación.

—Pues sí, era un ladronzuelo —intervine, tratando de zafarme y preguntándome hasta dónde llegaría si el tipo me soltaba un instante y echaba a correr—. Ha intentado largarse con el reloj del caballero, y de no haberlo agarrado yo y llamado a los guardias, lo habría conseguido. Un héroe es lo que soy, sólo que toda esta gente se me ha echado encima y a punto ha estado de matarme. El ladrón —añadí entonces señalando en una dirección que hizo volverse a todos fugazmente— ha escapado corriendo por ahí.

Miré alrededor, tratando de calcular la reacción de la multitud, aunque en el fondo ya sabía que no eran tan tontos como para creer semejante embuste. Pero intentaba improvisar, y eso fue lo que se me ocurrió.

—Era un irlandés —añadí, pues en Portsmouth se odiaba a los irlandeses por sus sucias costumbres y por el vicio de procrear con sus hermanas, de forma que se hacía fácil culparlos de cualquier cosa que se saliera de lo correcto y legal—. Parloteaba en una lengua que no entendí, y también tenía el pelo rojizo y grandes ojos saltones.

—En ese caso —replicó el guardia cerniéndose sobre mí, tan alto que parecía a punto de echar a volar—, ¿qué es esto, entonces? —Hurgó en mi bolsillo y extrajo el reloj del caballero francés, y yo me quedé mirándolo con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¡El muy granuja! —exclamé con un dejo de ultraje en la voz—. ¡El muy vándalo y bellaco! ¡Oh, estoy perdido! Ha sido él quien lo ha metido ahí, palabra; lo ha metido ahí antes de salir corriendo. Es lo que hacen siempre cuando saben que no pueden escapar. Tratan de culpar a otro. Además, ¿para qué iba a necesitar yo un reloj? ¡Soy dueño de mi propio tiempo!

—Ahórrate tus mentiras —contestó el guardia, zarandeándome de nuevo para potenciar el efecto y toqueteándome de tal forma que el tipo se estaba excitando, palabra—. Echemos un vistazo, a ver qué otras cosas escondes en tu pícara persona. Apostaría a que llevas robando toda la mañana.

—Ni un solo segundo —exclamé—. Esto es una calumnia. ¡Escuchadme! —pedí a la multitud que me rodeaba, y a que no saben qué pasó entonces: pues que la mujer simplona se acercó y me metió la lengua en la oreja. Me aparté de un brinco, pues sólo Dios sabía dónde había andado metida esa lengua y no quería que me pegara la gonorrea.

—Déjalo, Nancy —ordenó el guardia, y la mujer retrocedió para sacarme aquella sucia lengua suya con aire de desafío. Lo que habría dado por tener un cuchillo afilado en ese momento; la habría deslenguado en un periquete.

—Habrá que colgarlo —opinó un hombre, un tipo de quien sabía de buena tinta que se gastaba en ginebra hasta el último penique que ganaba en su puesto de fruta y que no tenía por qué acusarme de nada.

—Déjenoslo a nosotros, señor —propuso otro, un chico que había estado un par de veces a la sombra y que por tanto debería haberse puesto de mi lado—. Déjenoslo y le enseñaremos un par de cosas sobre qué le pertenece a él y qué nos pertenece a los demás.

—Señor agente, por favor… ¿me permite? —intervino una voz más refinada, y quién se abrió paso entonces entre la multitud sino el caballero francés, nada menos, el hombre que tenía todo el derecho a condenarme al castigo eterno, pero a quien reconocí al instante como mi benefactor, el que no hacía ni cinco minutos había tratado de impedir mi aniquilación bajo aquel montón de cuerpos apestosos.

La muchedumbre, percibiendo que era un caballero, se abrió como si él fuera Moisés y ellos el mar Rojo. Hasta el guardia aflojó la presa y se quedó mirando. Eso es lo que una voz elegante y un buen abrigo pueden lograr, y en ese preciso instante resolví llegar a poseer ambas cosas algún día.

—Buenos días, señor —saludó el guardia tratando de que su tono sonara más refinado que el del sucio perro que intenta equipararse al caballero—. ¿Es usted la víctima de este bellaco?

—Agente, me parece que puedo responder por el chico —adujo él, y dio la impresión de que todo aquel lío era en realidad culpa suya, no mía—. Mi reloj de bolsillo se ha visto peligrosamente desplazado de mi persona y en inminente peligro de caer al suelo, de manera que ningún maestro artesano habría logrado reparar los desperfectos resultantes. Estoy seguro de que el chico sólo lo ha cogido para evitar ese funesto resultado y que pensaba devolvérmelo. Estábamos enfrascados en una conversación sobre literatura.

Hubo un momentáneo silencio y debo admitir que yo mismo me sentí inclinado a creer sus palabras. ¿No podía ser yo víctima de circunstancias desafortunadas como cualquier otro? ¿Debían liberarme sin mayores asaltos a mi persona y mi buen nombre, y quizá con una carta de encomio de alguien en un puesto de autoridad? Miré al guardia, que lo consideró unos instantes, pero la multitud, advirtiendo que la diversión tocaba a su fin y se le negaba el castigo adecuado, hizo suya la causa en su lugar.

—¡Es una farsa, agente! —exclamó uno, escupiendo con tal fuerza las palabras que hube de apartarme de su repugnante salivazo—. Con mis propios ojos he visto que se metía el reloj en el bolsillo.

—¿Lo has visto hacerlo?

—Y no es la primera vez, además —bramó otro—. No hace ni cuatro días me birló cinco manzanas.

—Yo no me comería tus manzanas —repliqué, pues era una horrible mentira. Sólo había cogido cuatro manzanas y una granada para un budín—. Tienen gorgojos, todas y cada una de ellas.

—¡Oh, no permitáis que hable así! —exclamó la mujer que estaba a su lado, la vieja bruja que tenía por esposa y que ponía una cara capaz de dejar bizco al más pintado—. El nuestro es un negocio próspero —añadió, apelando a la comprensión de la muchedumbre con los brazos extendidos—. ¡Un negocio próspero!

—¡Ese chico es un mal bicho! —gritó otro; se olían que correría la sangre, y eso buscaban. Nadie querría tener a una multitud en contra en un momento así. En realidad, casi me alegré de que estuviese allí el guardia, pues de lo contrario podrían haberme descuartizado, con caballero francés o sin él.

—Agente, por favor —dijo entonces el susodicho, acercándose para recuperar el reloj, pues sin duda el guardia lo habría escamoteado en un periquete—. Estoy seguro de que puede liberar al chico si reconoce su error. ¿Te arrepientes de tus actos, niño? —me preguntó, y en esa ocasión no me molesté en corregirlo.

—¿Que si me arrepiento? —repuse—. Pongo a Dios por testigo de que me arrepiento de todo. Os juro que no sé qué me ha ocurrido. Ha sido el demonio, sin duda. Pero lo lamento muchísimo, en honor del día de Navidad. Me arrepiento de todos mis pecados y palabra que me marcharé de este lugar y no volveré a pecar. Lo que Dios ha unido, que no lo desgarre el hombre —añadí, recordando las pocas buenas palabras que había oído en mi vida y juntándolas para que todos fuesen testigos de mi devoción.

—Se arrepiente, agente —insistió el caballero francés en tono suplicante, extendiendo las palmas abiertas en un gesto de magnanimidad.

—¡Pero ha admitido el robo! —exclamó un hombre con una panza tan grande que un gato bien podría haberse echado una siestecita en ella—. ¡Llévenselo! ¡Enciérrenlo! ¡Azótenlo! ¡Ha confesado el crimen!

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