Morir a los 27 (24 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Morir a los 27
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—Esto que has cocinado es… ¡no tengo palabras, Amanda, de verdad! ¿Nunca has pensado en abrir tu propio restaurante?

—Lo tuve, mi amor, lo tuve. Se llamaba La Grande Bouffe; lo monté en Cadaqués con mi primer marido, Gauthier, que era francés. Todo lo que sé de cocina se lo debo al chef tunecino que contratamos, Rami. La receta de la musaka que te acabas de zampar es suya, no había plato de la cocina mediterránea que no dominara. ¡Si vieras cómo preparaba el cuscús!

—¡Brindemos por Rami! —exclamó Perdomo levantando su vaso de vino, que entrechocó con el de Amanda.

—Sí, brindemos por él —dijo la periodista—. Me pregunto qué habrá sido de él. De toda la gente con la que trataba en aquella época es al único al que me gustaría volver a ver. Pero te hablaba del restaurante: por la noche, los fines de semana, cuando se iban los comensales, montábamos una timba de póquer en la mesa más grande, donde nos sacábamos hasta las pestañas. Un día (Gauthier no estaba, si no, no me lo hubiera permitido) me jugué el restaurante con una escalera al as y me ganó un concejal de urbanismo que llevaba color. No lo vi venir, porque el as con el que él completó el color era el mismo que me daba a mí la escalera. Desde entonces sólo juego con muy poco dinero y con amigos, que sé que nunca me van a dejar que juegue ebria, como aquella noche.

—Para que te fíes de los concejales de urbanismo —dijo Perdomo.

—Para que te fíes del Baileys con Coca-Cola —apostilló Amanda.

—¿Bebes mucho? —quiso saber el inspector.

—Amanda no bebe, pero Torres sí.

—Eso me lo tienes que explicar.

—Soy ciclotímica,
mon chéri
. En realidad te diría que no hay mujer que no lo sea, porque las hembras padecemos vaivenes hormonales tan salvajes que podemos ser una persona completamente distinta de un día para otro.

—Lo sé de sobra —dijo Perdomo—. Tal vez sea lo más difícil de comprender para un hombre, cuando se está en pareja.

—Mi padre, Jacobo Torres, era alcohólico. Cuando debido a cambios hormonales predomina mi herencia paterna, Amanda desaparece y me convierto en Torres. Fue Torres la que perdió el restaurante,
my dear
, y Amanda la que se sigue sintiendo culpable por ello, al cabo de tantos años.

Perdomo lamentó en su fuero interno que el vino no estuviera a la altura de la musaka, pero no quiso hacer comentarios para no incomodar a su anfitriona, que le estaba hablando, precisamente, de su padre alcohólico. En lugar de adoptar la actitud del enólogo aficionado —un tipo de personaje que él mismo detestaba cordialmente— el inspector retomó la conversación anterior.

—Ya me ha quedado claro por qué Winston es el heredero de Lennon y por qué despreciaba a Morrison: llevaba un estilo de vida totalmente contrario a sus creencias. Porque entiendo que Winston no se metía de nada, ¿no?

—Se metía de mucho,
darling
—le contradijo la reportera—, pero, por lo que yo sé, a dosis razonables. Los Beatles también probaron todas las drogas habidas y por haber, y ninguno se convirtió en yonqui. El veneno es la dosis, Perdomo. Tú te tomas ahora conmigo medio ácido lisérgico (tengo un par de ellos en la mesilla de noche, por si te animas) y no te pasa nada. Pero prueba a ingerir una cantidad suficiente de aspirina y lo más seguro es que te vayas para el otro barrio.

—¿Por qué admiraba a Morrison entonces?

—Morrison le gustaba a Winston como poeta y como personaje rebelde. Y por supuesto, le fascinaba el hecho de que con sólo muy pocas canciones se hubiera convertido en historia de la música. Morrison es el
primus ínter pares
del 27, el presidente del club, por así decirlo.
Light my fire
, por ejemplo, está en el puesto treinta y cinco de las quinientas mejores canciones de todos los tiempos, según la revista
Rolling Stone
.
The end
está la trescientos y pico.

—¿Y Winston? ¿Tiene alguna en esa lista?

—No,
meine liebe
. Y méritos no le faltaban.

—¿Cuál está la primera en esa clasificación?


Like a Rolling Stone
, de Bob Dylan. Luego
Satisfaction
, de los Rolling Stones, y cierra el podio
Imagine
, de John Lennon.

—¿Tú estás de acuerdo con esa lista?

—Sí y no. Desde el punto de vista sociológico, es evidente que esas canciones han influido sobre decenas de generaciones. Y no se le puede negar a Dylan el mérito de haber conseguido que los singles fueran más allá de los tres minutos de duración que imponían las emisoras comerciales. Pero musicalmente,
Like a Rolling Stone
no es gran cosa, ¿sabes? ¿Y
Satisfaction
? ¿Qué es
Satisfaction
, sino un riff pegadizo y un estribillo con gancho?

—¿Qué tiene que tener una canción entonces para que merezca tu aprobación, Amanda?

—No me tomes el pelo, inspector. Yo soy capaz de saltar y brincar como la que más con cualquier tema de los Stones. Pero las canciones de The Walrus no sólo eran transgresoras y provocativas por el contenido, sino por la música. Ésa es la otra razón por la que Winston es… era el nuevo Lennon.

—¿Cómo se puede ser transgresor con simples sonidos? —preguntó Perdomo totalmente desconcertado.

—Ya te avancé algo en el restaurante mexicano, pero como me caes bien y, sobre todo, me has celebrado la musaka, te daré otra clase gratis. Y ojo, que es la última que te doy
for free
. A partir de ahora, si quieres saber más cosas, tendrás que llevarme a la cama.

—Pro… metido —balbuceó Perdomo, que ya no sabía si su anfitriona estaba hablando en serio o en broma.

34

Tricks of the trade

—¿Has oído alguna vez música clásica de vanguardia? —preguntó Amanda—. Ya sabes, de esa disonante e inconexa que hace ¡PIIIIII, ZAS, RRRRRRRRRACA! y encima pretende mantener tu interés durante veinte minutos.

—Alguna vez, por la radio —dijo Perdomo—, pero la he apagado inmediatamente.

—Pues bien, ese tipo de música, que tú, yo y media humanidad nos negamos a escuchar, está en cierto modo en el origen de la cuestión. Después de la Primera Guerra Mundial, los compositores de clásica se cansaron de escribir música a la antigua usanza y empezaron a experimentar con otras técnicas, como el serialismo y la música electroacústica. El público iba a los auditorios y se encontraba con obras a las que no podía dar sentido ninguno y empezó la deserción en masa. Eso no es ser transgresor, sino dar el coñazo. El gran público empezó a refugiarse en la música popular, es decir, en las piezas de baile y en las canciones. ¿Y sabes qué? En una especie de huida hacia delante incomprensible, los compositores de clásica insistieron en seguir martirizando los oídos de la gente y siguieron dándole más de lo mismo. ¿No quieres caldo? ¡Pues toma tres tazas! La brecha se hizo abismo y el abismo se convirtió en sima oceánica, con el resultado de que, hoy en día, la música clásica está más muerta que viva.

—Eso mismo afirma el profesor de violín de mi hijo.

—Y tiene razón —dijo Amanda muy seria—. Los auditorios nacionales están llenos de vejestorios. Los jóvenes prefieren irse a disfrutar con el Boss o con The Walrus a un estadio, no sólo porque existe mucha más comunicación y espontaneidad, sino porque la música se entiende. A veces es muy básica, no digo que no, pero no tienes la sensación de que te están tomando el pelo. Y en casos excepcionales, la música está tan bien hecha que parece que estuvieras oyendo a Bach o a Beethoven.

Perdomo trataba de seguir el discurso de Amanda con la mejor voluntad del mundo, pero no podía dejar de pensar en dos asuntos que llevaban preocupándole desde hacía un rato. El primero se refería a Elena. ¿La perdería esta vez para siempre? La otra cuestión era mucho más perentoria, ya que apenas había dormido y necesitaba algo que le reanimase. ¿Tendría previsto Amanda ofrecerle un café?

Como si estuviese leyéndole el pensamiento, Amanda se levantó a preparar una cafetera y tras darle a escoger entre Jamaica Blue Mountain y Guatemala Volcán de Oro, prosiguió con su relato.

—Cuando los compositores de clásica abandonaron las técnicas tradicionales, hubo una serie de músicos populares (te estoy hablando de Colé Porter o de los Beatles) que se dijeron a sí mismos: ¡aja!, esta gente está desechando cosas que a nosotros nos pueden ser útiles para nuestras propias composiciones. Y como si fueran chamarileros, recogiendo trastos usados por la calle, se apropiaron de esos trucos abandonados, que han servido durante los últimos quinientos años para hacer que la música sea más estimulante y menos repetitiva. ¿Cuánto azúcar vas a querer?

—Lo tomo sin azúcar, gracias.

—Así es como lo toman los muy cafeteros —dijo Amanda con aprobación—. ¡Cada minuto que pasa crece mi admiración hacia ti, inspector!

—¿Qué trucos son esos a los que te refieres? —preguntó Perdomo—. Parece que estuvieras hablando de magia, no de música.

—Es que la música está muy relacionada con la magia —aseguró la periodista—. No sólo porque no hay espectáculo de prestidigitación que no tenga su banda sonora, sino porque el efecto que provoca sobre el auditorio es similar. La música nos atrapa, nos conmueve y nos hipnotiza más que ningún otro arte en el mundo: por cada persona que ha llorado delante de un cuadro de Van COG, hay cien que lo han hecho al escuchar un tema de Lennon o de Winston. Y sin embargo, el espectador no es consciente de por qué le pasa.

—¿Y por qué le pasa? —preguntó Perdomo—. ¿Por qué lloramos con una canción? ¿Tú lo sabes?

—Claro que lo sé,
my darling
, llevo escribiendo sobre el tema desde los dieciséis años. La música nos emociona por la manera en que engendra tensión y relajación por medio de sonidos. Actúa directamente sobre nuestro magma emocional, ese conjunto de sensaciones psíquico-corpóreas que constituyen nuestro estado de ánimo. Pero tensar y destensar a un oyente sensible no es tarea fácil, de la misma manera que ya no es suficiente con sacar un conejo de la chistera para sorprender a un público aficionado a los espectáculos de magia. El otro día estuve viendo a un prestidigitador que no se limita a adivinar cartas: consigue que una persona a la que un espectador llama por teléfono adivine su carta desde casa. Eso se llama rizar el rizo. Los buenos compositores de canciones hacen lo mismo. En vez de escribir un tema con los tres acordes manidos del bajes y del rock and roll, los Beatles empezaron a escribir canciones en las que había entre diez y veinte acordes diferentes.
I am the walrus
, la canción de la que Winston sacó el nombre para su grupo, tiene dieciséis acordes. Sólo en la introducción ya hay ocho. Se trata de música sofisticada en las dos acepciones que tiene este adjetivo. Por un lado es refinada y elegante y por otro es música compleja.

Perdomo llevaba ya un tiempo fascinado con el caudal de conocimientos que parecía atesorar aquella mujer tan menuda.

—No tenía ni idea de todo esto, Amanda —dijo—. Pensé que, en el rock, la comunicación se lograba a base de decibelios y de dar saltos en el escenario. Entonces, ¿The Walrus hace música sofisticada?

—¡Claro! Por eso son tan grandes. ¿Pensabas que habían cimentado su fama en el truco de Winston volando? Eso es para el directo,
honey
, pero llevo años escribiendo en mi periódico que John Winston es uno de los genios musicales de las última décadas.

—¿Es posible, como me comentó alguien el otro día, que fuera tan genio como para inspirarse en Gustad Mahler?

—Alguien te ha hablado de
Ocean Child
, ¿no? El arpa y las cuerdas, igual que en el
adagietto
. Y luego esa ambigüedad tonal del comienzo, donde no sabemos si estamos en fa mayor o en la menor, hasta que por fin irrumpe la tercera nota del acorde y estalla, luminosa, la tonalidad mayor. No te quepa duda: Winston se inspiró en Mahler, igual que Lennon lo hizo en Beethoven para escribir
Becadse
.

Perdomo permaneció unos segundos pensativo y después preguntó:

—¿Y cómo un genio de este calibre no tiene ninguna canción en el Olimpo que mencionaste antes?

—Porque los críticos son muy puñeteros, Perdomo —respondió la periodista—. Muchos afirman que Winston no había inventado nada, que sólo era un neoBeatle. Al revés, le acusaban de retrógrado porque lo que hizo fue volver atrás, a las esencias beatlelianas. Pero ésa fue, en cierta forma, su gran revolución, sacar al pop del marasmo en que se hallaba.

—¿Después de los Beatles hubo una involución?

—Absolutamente. Yo creo que la buena música pop empezó a agonizar en una fecha muy concreta: el 1 de agosto de 1981, día en que nació la MTV. ¿Sabes lo que es?

—Una cadena de vídeos musicales, ¿no?

—Que siempre ha hecho hincapié en el aspecto visual de la música, y que ha logrado que las delirantes historias que se narran en los videoclips (a veces brillantes, no digo que no) primen sobre el valor intrínseco de las canciones que se cantan en ellos. La MTV también ha conseguido que las letras de los temas se vuelvan más mojigatas, con la excusa de que la cadena tiene una gran responsabilidad hacia los jóvenes que constituyen su audiencia, a los que no se puede pervertir hablando de temas políticamente incorrectos o haciéndoles escuchar palabras malsonantes. Entonces llegó Winston y dijo: «Pero ¿qué cono es esto? Lo importante es la música, no la mujer que sale enseñando las domingas en el videoclip». Y empezó a sofisticar la música, no los vídeos, que ya han llegado a un grado de absurdo parecido al de los spots publicitarios. Se trata de llamar la atención, no importa cómo. Winston dijo: «Lo esencial es conmover al oyente, no aturullarlo con un vendaval de imágenes sin sentido». Muchos críticos y revistas especializadas alaban su musicalidad, pero le acusan de no haber inventado nada nuevo.

Amanda fue en busca de su ordenador portátil y lo colocó frente a Perdomo.

—Quiero mostrarte un artículo concreto en el que se dicen tantas estupideces acerca de The Walrus que dan ganas de coger firmas para que clausuren la revista. ¿Eh? —exclamó al encontrarse con una página web que no esperaba—. ¿Qué es esto? ¡Menudos cabrones!

35

Like a Rolling Stone

Perdomo miró la pantalla del ordenador y no alcanzó a entender qué era lo que acababa de indignar tanto a Amanda.

—¡Es la lista de
Rolling Stone
! —le aclaró su anfitriona—. ¡La canción de Winston
Ocean Child
ya está en el Olimpo de las mejores canciones de todos los tiempos, por delante de
Satisfaction
y de
Imagine
! ¡Esto sí que es de denuncia!

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