Morir a los 27 (42 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Morir a los 27
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Perdomo comprendió al instante que Amanda estaba hablando de Anita, la viuda de John Winston.

59

Why did I choose you

—¡Enhorabuena, Raúl! —le dijo Tania a Perdomo por teléfono—. Acabo de saber que ya tenéis identificado al tipo que mató a John Winston.

—Es el sospechoso más claro —concedió el inspector—, aunque aún no hemos conseguido probar nada. La huella de oreja coincide en un ochenta por ciento, pero si O'Rahilly lo hizo ¿por qué empleó el revólver de Chapman para matar a Winston? ¿Y quién es ese cómplice que tiene en la prisión de Attica?

—Menudo rompecabezas, ¿no? Pero cuando yo te conocí eras capaz de acabar puzles de cinco mil piezas. Si hay alguien capaz de llegar hasta el fondo de este embrollo, ése eres tú.

—¿Y tú cómo te has enterado? —protestó el inspector.

Siempre que se filtraba información sobre una investigación en marcha, Perdomo se indignaba. En los últimos doce meses, al menos un par de sospechosos habían logrado escapar de un cerco inminente, siempre por culpa de indiscreciones cometidas por los propios Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Para algunos policías y funcionarios de juzgado, la tentación de suministrar información a la prensa (a cambio de dinero) era demasiado fuerte.

—Soy la forense del caso —respondió Tania, con altivez profesional—. Lo raro sería que no estuviese al tanto de lo que ocurre, ¿no te parece?

Se produjo un silencio. ¿Ninguna alusión a la romántica cena de la noche anterior? ¿Ninguna referencia a lo que pudo haber sido y no fue?

—Quiero que hablemos —dijo por fin la cubana. Pero no sonó como una invitación, sino como una orden. Cada vez que una mujer le hablaba en ese tono, a Perdomo se le metía en el cuerpo el miedo ancestral del colegio, cuando el profesor le anunciaba que el director quería verle en su despacho. Por si acaso había interpretado mal el subtexto de «quiero que hablemos», Perdomo se hizo el tonto.

—¿Hablar? ¿Es que tienes más información sobre la autopsia?

—No se trata de una charla profesional, Raúl —le aclaró Tania—. Te espero a las ocho esta tarde, en mi casa. ¿Puedes?

—Sí —dijo el inspector—. Pero ¿me puedes adelantar algo de eso que tiene que ser hablado?

—Prefiero exponértelo cara a cara —se justificó la mujer.

¿Eran imaginaciones de Perdomo o el tono de voz de Tania se había vuelto menos severo en esta última frase?

—¿Te sigue gustando la ropa vieja? —preguntó ella, de sopetón. Se refería al plato típico cubano, de carne mechada con arroz, pero ¿a qué venía semejante pregunta, formulada con esa voz tan cantarína y jovial? Perdomo empezó a sentirse receloso y confuso, como esos infelices a los que el prestidigitador saca al escenario para que le ayuden a realizar un truco que ni siquiera saben en qué consiste y acaban siendo el hazmerreír del público.

—Por supuesto que me sigue gustando la ropa vieja —contestó. Le tranquilizó que Tania hubiera empleado la expresión «te sigue gustando»; era una referencia afectuosa a los viejos tiempos, cuando ella cocinaba para él los sábados a mediodía y a continuación se metían en la alcoba con el pretexto de disfrutar de una película que nunca veían terminar. Animado por aquel recuerdo, adoptó una actitud coqueta y preguntó—: ¿Es que se trata de una invitación a cenar? Dímelo, porque, en ese caso, me pondré bien guapo.

—Es algo más que una invitación a cenar —le respondió Tania, con voz misteriosa—. Pero nada hay de malo en conversar mientras se cena, ¿no?

Perdomo se puso el traje con el que Elena le había dicho en incontables ocasiones que estaba más atractivo y se sorprendió a sí mismo al introducir, con gesto picaro, un preservativo en el bolsillo de la americana; no fuera a ser que la clase de diálogo que Tania quería mantener con él derivase luego hacia la que él quería mantener con ella. Eligió ir en taxi, porque no descartaba la posibilidad de pasar la noche en casa de la forense, que estaba en zona de aparcamiento vigilado. Así no tendría que madrugar al día siguiente, para ocuparse de poner el tíquet correspondiente. «¿No estás yendo muy rápido, inspector? —pensó, mientras el ascensor le subía a paso de tortuga hasta el séptimo piso, donde vivía Tania—. Cuando una mujer le dice a un hombre "quiero que hablemos", la conversación suele ser tensa y no se desarrolla nunca encima de una cama. Por otro lado, se ha puesto a cocinar para mí, de manera que no puedes perder por completo la esperanza. La magia de anoche no puede haberse evaporado de repente.»

Perdomo permaneció casi un minuto, inmóvil, ante la puerta de Tania, con el dedo pulgar a un centímetro del timbre, sin atreverse a llamar. Sentía una extraña mezcla de miedo y deseo, y tan razonable le parecía salir de allí corriendo como hundir el dedo en el botón de llamada, para responder a la convocatoria de su ex. ¿Por qué no había querido decirle el motivo de aquella invitación? Arrimó el oído a la puerta —como si fuera el asesino de Winston en el Ritz—, en un último intento de percibir alguna señal que le indicase qué podía esperar de aquella cita. Escuchó música de Gershwin, y creyó reconocer el ritmo de habanera de la
Obertura cubana
, que la propia Tania le había descubierto al poco de conocerse. «Es un buen presagio», se dijo, aunque nada más pulsar el timbre, la música cesó de golpe y regresaron, con más fuerza si cabe, los deseos de darse a la fuga.

—¡Qué puntual! —le dijo con sonrisa forzada la mujer que le abrió la puerta.

La sorpresa fue de tal calibre, que Perdomo no supo qué hacer ni qué decir. Se quedó allí plantado, como si le hubieran pedido que posara para una foto, y con la mente completamente en blanco.

La persona que le había abierto la puerta no era Tania, sino Elena.

—¡Vaya encerrona! —exclamó Perdomo cuando recuperó el uso de la palabra. Lo dijo desde el umbral de la puerta, porque aún no tenía claro si estaba dispuesto a pasar a la casa, a hacer frente a aquella emboscada.

El cuerpo de Tania apareció por detrás del de Elena y de ese cuerpo emergió un brazo que le ofreció un gin-tonic bien cargado.

—Toma, lo vas a necesitar —le dijo la cubana con una sonrisa tan ambigua como la de
La Gioconda
. Y al ver que timbeaba añadió—: ¿Vas a pasar o no?

—No debería —respondió vacilante Perdomo. Pero la curiosidad pudo más que el miedo, y aceptando la copa que le ofrecía la forense, rebasó a las dos mujeres, que se habían situado a ambos lados de la puerta, y se coló hasta dentro de la casa, como un toro que entra en la plaza al final de un encierro.

Perdomo permaneció en el salón a solas, con Elena, durante un par de minutos, porque Tania tenía que ir a vigilar su guiso. ¿De verdad pretendían cenar con él, en una situación tan tensa? Aprovechando que la forense no estaba presente, empezó a interrogar a Elena.

—¿Qué es este disparate? —preguntó—. ¿Qué pretendéis conseguir con esto?

Su tono era duro, deliberadamente antipático. Superada la sorpresa inicial, comenzaba a sentir una enorme rabia por haber sido conducido hasta aquella casa con engaño.

—La otra noche, en el restaurante —respondió Elena—, fuiste cazado in fraganti por una amiga mía.

—Lo sé —dijo Perdomo—. ¿Crees que no la vi? Y me imaginé, como así ha sido, que te informaría al instante.

—Sí, me llamó desde el aseo para darme la noticia. María es una buena amiga.

«No como otros», pensó él.

Perdomo se dio cuenta de que ambos estaban hablando en voz baja, como si les preocupara que les escuchara la forense.

—Lo que no me gusta un pelo —dijo, en el mismo tono desagradable con el que había empezado aquella conversación— es lo de «cazado in fraganti». Aquí nadie ha cazado a nadie. ¿Acaso no habíamos roto?

—Sí, como tantas veces —dijo la otra, con naturalidad.

—¡Pues cuando se rompe, se rompe! —replicó Perdomo—. ¡Con todas sus consecuencias! ¡Y si no, habértelo pensado antes de montar el numerito!

El tono impertinente de Perdomo estaba haciendo mella en Elena, que se preparaba ya para saltar al cuello de su ex, como una leona herida. Se lo impidió la llegada de Tania, que era la que estaba más relajada de los tres, tal vez porque jugaba en casa, porque era la menos implicada emocionalmente o porque sabía que iba a triunfar con su ropa vieja.

—Aún faltan unos diez minutos —les anunció la cubana, al tiempo que se sentaba en una de las butacas del tresillo. Y al ver que tanto Elena como Perdomo permanecían de pie, añadió—: ¿Se van a quedar ahí, como pasmarotes?

Sólo Elena optó por sentarse. Perdomo estaba tan tenso que ni siquiera dos fornidos celadores hubieran podido impedir que se quedara de pie. Quería transmitir a ambas mujeres la sensación de que, en función de lo crispadas que se pusieran las cosas, podría abandonar la casa con la misma facilidad con la que había entrado.

—Le estaba contando a Perdomo cómo hemos llegado a esto —le resumió a la otra. Luego, miró al policía—. Mi amiga me llamó, me dijo que estabas con una mujer mulata (muy atractiva, puntualizó) y como me has hablado cientos de veces de Tania, deduje que no podía ser otra.

La cubana sonrió al sentirse piropeada por su rival. Perdomo llegó a la conclusión de que entre ella y Elena se había formado una inquietante alianza, cuyo objetivo era desacreditarle moralmente, de manera que decidió pasar al ataque, para tratar de romper la coalición.

—Si te he hablado de ella —dijo— es porque siempre has exhibido una curiosidad enfermiza por mi pasado. Lo cual, dicho sea de paso, creo que es tu principal problema en las relaciones: sólo te interesan el pasado y el futuro; el presente, o sea, la felicidad del día a día, es como si no existiera.

Tania comprendió la estrategia de Perdomo y contuvo a Elena para que no entrara a la provocación.

—Eso es parte de otra conversación —afirmó la forense—. Elena, por favor, continúa con lo que estabas contando. Elena prosiguió, a regañadientes:

—Sabía que Tania es forense, así que llamé a los juzgados, le dije que era tu mujer…

—Mi ex novia —protestó Perdomo.

—Como quieras. El caso es que Tania fue tan amable como para escuchar lo que yo tenía que decirle y después de exponerle cómo veo yo las cosas, decidimos que lo mejor era tener una conversación a tres bandas.

Perdomo echó mano al bolsillo de la americana y exhibió, agitándolo en el aire, el preservativo que había cogido de casa, que dejó sobre una mesa cercana, con un golpe seco de la mano. Lo hizo como un jugador de dominó que estampa el seis doble sobre el mármol, en una partida de casino.

—¡Gracias, Tania —exclamó—, por haberme hecho creer que venía a una velada romántica!

—Te dije que te citaba para hablar —protestó la forense—. Lo de la velada romántica es cosa tuya.

—¡Pues entonces, gracias por informarme de que esto sería un
ménage á trois
!

—¡Es que si te decimos que íbamos a estar las dos, no hubieras venido! —argumentó Elena.

—¡Por supuesto que no hubiera venido! —Perdomo estaba indignado. Se sentía ridículo después de haber mostrado el preservativo del bolsillo, como si fuera un adolescente frustrado—. ¡Pero ya que estoy aquí, estoy deseando saber lo que te ha contado Elena!

Hubo un cruce de miradas entre las dos mujeres, para establecer quién de ellas debía tomar la palabra. Cada una quería que fuera la otra la que hablara, y al final fue Tania la que lo hizo.

—Elena me ha contado que ustedes dos tienen una relación tipo Guadiana. Lo que los gringos llaman
on-off relationships
. Me explicó que en este momento están en una fase
off
pero que, a su entender, la relación no se ha roto y que ella te sigue considerando su pareja.

—¡Ja! —exclamó Perdomo—. ¡El perro del hortelano, que ni come ni deja comer!

—Sabes que es así —afirmó Elena, exagerando un tono maternal de paciencia que a Perdomo le sacaba de quicio—. ¿Cuántas rupturas hemos tenido desde que nos conocemos? ¡Y ni una sola vez se nos ha pasado por la cabeza acostarnos con otra persona!

—¡Estoy harto de estas idas y venidas! —aulló Perdomo—. ¡Harto! ¡Harto de tus ordagos y de tus «te echo de menos» al cabo de unas semanas o unos meses! ¡Si no quieres que salga de tu vida, lo mejor es que te lo pienses bien antes de echarme de ella! Pero tú, cada vez que yo no me comporto como esperas, adoptas una actitud tan… tan…

—¿Tan qué? —gritó Elena, desafiante—. ¡No sabes ni lo que vas a decir, te inventas los argumentos según te vas calentando!

—¡Tan profesional! —Perdomo encontró al fin la palabra que andaba buscando—. Cada vez que me dices eso tan agradable de «no quiero volver a verte», no es como si me dejaras, ¡es como si me despidieras! «Señor Perdomo —cambió la voz para imitar a un jefe de personal—, la empresa no está satisfecha con el modo en que viene desempeñando la labor que le hemos encomendado. Lamentándolo mucho, nos vemos obligados a prescindir de sus servicios.»

La parodia hizo sonreír a Tania que, sin embargo, prefirió ocultar su boca con la mano, para no ser vista por Elena. Era esencial que la coalición no presentara fisuras.

—¡Y encima —continuó Perdomo—, ahora exiges que mantenga la abstinencia, hasta que a ti se te pase el enfado! ¿Pues sabes lo que te digo? Que ya no me sale de los cojones. ¡NO-ME-SALE-DE-LOS-CO-JO-NES!

—¡Yo nunca he pretendido nada, Perdomo! —dijo Elena elevando también el tono de voz—. ¡Me limito a constatar que nunca te has acostado con otras mujeres durante nuestros períodos de alejamiento! ¡Por algo será, digo yo! ¡A menos que me hayas ocultado cosas, claro está!

El ambiente empezaba a caldearse por momentos y Tania se dio cuenta de que tenía que hacer algo para que aquello no se convirtiera en una batalla campal a dos bandas.

—¡Si me dejan intervenir —protestó la forense—, no tengo la menor intención de ser una convidada de piedra en esta reunión! —Se encaró con Perdomo—. A mí no me dijiste nada de esto, y fue por lo que, la otra noche, acepté la invitación a cenar. Te lo aclaro, Raúl: no tengo la menor intención de convertirme en una especie de compás de espera, en tu relación con Elena. Si quieres reanudar la relación conmigo, de acuerdo. Pero no quiero ser un mero aperitivo sexual, que te tomas mientras aguardas a que te sirvan el plato principal. Yo ya fui tu mujer en el pasado, creo que te hice feliz, o al menos lo intenté, durante una época en la que no eras precisamente la alegría de la huerta y no era fácil estar contigo. Creo que me merezco un poco de respeto, ¿no te parece?

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