Morir a los 27 (20 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Morir a los 27
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27

Smoke some pot

Tras comunicarle a Gregorio que tendría que cenar solo —«No importa, papá, me estoy preparando la
Chacona
de Bach y no harías más que desconcentrarme»—, Perdomo le pidió a Villanueva que le acercara al domicilio de Amanda, situado en una bocacalle de Arturo Soria.

—Esa mujer me ha insinuado por teléfono que podría conseguir la entrevista con Chapman esta misma noche, y yo quiero verla —le explicó a su subordinado. Mientras tanto, tú haz dos cosas: ponte en contacto con el FBI y averigua qué credibilidad le han dado a la confesión del asesino de Lennon y luego localiza a los músicos de la banda y habla con cada uno de ellos, a ver qué sacas en limpio.

Veinte minutos después, Amanda le abrió la puerta a Perdomo recién duchada y enfundada en un batín naranja tan provocativo que el inspector se preguntó si la reportera no albergaría intenciones sexuales hacia él. «Con semejante físico, y a sus años, debe de llevar en el dique seco desde que se inventó la pildora anticonceptiva», se dijo. Y se alegró de llevar encima su Heckler & Koch, con cargador de dieciocho balas, de la que se juró a sí mismo que haría uso, en caso de que su anfitriona osara atacarle, en un arrebato de irrefrenable concupiscencia.

—¿Lo tenemos? —preguntó nada más entrar en casa de la periodista, refiriéndose al vídeo de Chapman.


Not yet, my love, not yet
—respondió Amanda—. Pero ya no puede tardar, estoy pendiente de una llamada de Nueva York. Mientras tanto, relájate y disfruta.

—¿Eres la única vecina del barrio? —preguntó Perdomo, después de quitarse la americana y dejar al descubierto su pistola semiautomática.

—¿Por qué lo preguntas? —respondió ella, coqueta—. ¿Es que estás pensando en mudarte a esta zona?

—No, es por la mala iluminación. Tu calle parece el pasadizo de un castillo medieval.

—Pues bienvenido al final del túnel, Perdomo. Ésta es mi humilde aunque acogedora morada.

La casa de Amanda era un piso de noventa metros cuadrados cuya característica principal era que estaba decorada al estilo hippy de finales de los sesenta. Además de los obligados pufs de cuero con motivos hindúes, Perdomo se vio de pronto rodeado de juegos de té árabes, espejos tallados en relieve con soles, lunas y animales exóticos, cajas de los más variados tamaños con la hoja de marihuana en la tapa, carteles del Che y de Ho Chi Minh, percheros con forma de lagartija, pirámides de madera labrada, pipas de agua, lámparas de hierro forjado y cristales de colores, y un sinfín más de objetos que habían convertido aquella vivienda en un decorado de la película
Easy Rider
.

—Supongo,
my dear
—le espetó la reportera nada más entrar—, que no pondrás ninguna objeción a que me fume un porrito mientras esperamos a que se hornee la musaka.

En su mano derecha había aparecido, como por arte de magia, un cigarrillo de marihuana del tamaño de un Cohiba.

—¿Te gusta la comida griega? —preguntó la mujer, tras encender aquel petardo disparatado, en el que había más droga que tabaco.

Perdomo respondió que nunca la había probado y Amanda le garantizó que se iba a chupar los dedos.

—¿Quieres? —le dijo ofreciéndole el puro de marihuana, que hubiera bastado para hacer feliz al más exigente de los rastafaris jamaicanos.

El policía se sorprendió a sí mismo aceptando el porro y dándole una generosa calada, lo que tuvo consecuencias calamitosas para su sistema respiratorio.

—Estás aún muy tierno,
honey
—afirmó la mujer al oírle toser con la persistencia de un bebé—. Pero Torres va a hacer de ti un hombre hecho y derecho, además de que te va a ayudar a atrapar a ese hijo de puta. Dame dos minutos para que compruebe la temperatura del horno y estoy contigo. ¿Qué quieres de beber?

Perdomo le pidió un gin-tonic no muy cargado y decidió sentarse en un puf, mientras aguardaba a su anfitriona. Tardó tres segundos de reloj en escorarse hacia un lado y deslizarse como un ridículo fardo hasta la alfombra, lo que le llevó a ponerse en pie como un resorte, para recuperar la dignidad, y empezar a deambular por el salón, para curiosear fotos y libros.

No había estrella del rock con la que Amanda no se hubiera hecho alguna instantánea. Allí estaba la periodista con Sting, Elvis Costello, Phil Collins, Chrissie Hynde, Tina Turner… La lista de rostros mundialmente célebres era interminable. En las paredes había también poemas enmarcados y fragmentos de letras de canciones, algunas de puño y letra de sus creadores. Los libros, que eran muy numerosos, se amontonaban en el suelo y sobre las sillas, pues las dos grandes estanterías de madera que había en la casa ya no daban abasto. Perdomo cogió uno sin pensar y leyó el título:
Las raíces del azar
, de Arthur Koestler.

—Sting era un gran lector de ese autor —dijo Amanda al regresar de la cocina y sorprender al policía fisgando entre sus libros—. De hecho, hay dos álbumes de Pólice,
Ghost in the machine
y
Synchronicity
, que se titulan así a causa de Koestler.

—No tenía ni idea —respondió Perdomo, devolviendo el libro a su hueco en la estantería y cogiendo luego el gin-tonic que le había traído su anfitriona.


Las raíces del azar
—continuó Amanda— no sólo me interesa por eso, sino porque soy una extraordinaria jugadora de póquer. ¿Tú juegas?

—Sólo al mus. También se farolea, no te creas, y no se me da mal.

—Entonces podrías ser bueno al Texas, que es la modalidad que más me gusta. Lo llaman «el Cadillac del póquer», ¿sabes por qué?

—¿Porque se juega mucha pasta?

—No, porque es un juego perfecto. El equilibrio entre lo que se sabe y lo que no es ideal para mantener el interés de los jugadores. En el póquer cerrado, por ejemplo, la única información de la que uno dispone es el descarte del oponente. No tiene gracia. Lo mismo te puedo decir del
studpoker
, al que llaman aquí póquer abierto.

Perdomo recordó haber visto una magnífica película, protagonizada por Steve McQueen y Edward G. Robinson, en la que se jugaba al
stud
, y le comentó a Amanda que le había parecido muy emocionante.

—Tonterías, es un juego infantil —afirmó ella, muy segura de sí misma—. En el
stud
hay demasiada información, porque sólo una de las cartas de cada jugador permanece oculta hasta el lance final. En cambio, en el Texas hay dos cartas cubiertas y cinco destapadas, lo que proporciona tanto las dosis necesarias de misterio como las pistas indispensables para resolverlo, como en un buen caso policíaco. ¿Qué tal está el gin-tonic?

—Delicioso, gracias —respondió Perdomo, encantado de que Amanda hubiera tenido el detalle de servírselo con lima, que era como a él le gustaba.

Lo siguiente que llamó la atención del inspector fue un tocadiscos de vinilos, que ocupaba uno de los lugares de honor de aquel salón sesentero. Perdomo había conocido aquella época y recordó incluso haber hurtado algunos elepés de los Beatles, cuando era adolescente y los sistemas de protección electrónica de los grandes almacenes no eran tan avanzados como en la actualidad. «Y además, qué carajo, yo no podía saber que acabaría convirtiéndome en policía.»

—Me he vuelto a hacer coleccionista —le explicó Amanda—. De joven tenía una colección de vinilos impresionante, pero a comienzos de los ochenta, cuando empezaron a salir los primeros CD, me digitalicé por completo. Me convertí en una fundamentalista del nuevo formato y empecé a ver los vinilos nada más que como un estorbo en la casa, que me quitaban espacio para mis libros. Poco a poco me fui deshaciendo de ellos, unos los vendí, otros los regalé, y a comienzos de los noventa ya no me quedaba ni uno. Recuerdo perfectamente que el último,
Made in Japan
, de Deep Purple, salió de mi casa el día que Nirvana publicó
Nevermind
: 24 de septiembre del 91. No te puedes imaginar lo que me he arrepentido luego de haberme deshecho de ellos.

—Tengo entendido que algunos pueden valer una fortuna, ¿no? —comentó Perdomo.

—Pero yo no los colecciono por eso,
sugarpie
—le aclaró ella—, sino porque los vinilos hacen mucha compañía, y yo, como puedes ver, por no tener, no tengo ni perro.

—Entiendo —dijo Perdomo tratando de imaginar la clase de animal que le pegaría tener en su casa a Amanda. Llegó a la conclusión de que una boa constrictor era más adecuada a su personalidad que un chucho.

—El vinilo está vivo —dijo la reportera accionando el brazo del tocadiscos y poniendo a cero el volumen del equipo—. ¿Oyes? —Le animó a que se acercara—. He bajado por completo el volumen y aun así, se escucha la música.

Perdomo aguzó el oído y pudo efectivamente escuchar, como a través de un lejano teléfono, el
basso ostinato
de
Money
, el legendario tema de Pink Floyd.

—Y además —continuó Amanda—, estos discos me acompañan porque requieren más cuidados que un bebé. Hay que limpiarlos, quitarles la electricidad estática, vigilar que no se queden fuera de la funda para que no se rayen, tratar de que no pasen calor, de que no se aplasten. Es mejor que tener un acuario en casa. Son como los peces de ciudad, que cantaba Ana Belén.

—Tienes aún pocos ejemplares —observó Perdomo.

—Pero está a punto de llegarme un pedido muy notable que recogeré la semana que viene en La Vitrola, la mejor tienda de vinilos de Madrid. Si te portas bien, te dejaré acompañarme.

En ese momento sonó el teléfono fijo de Amanda y ésta atendió la llamada, en presencia del policía. La conversación fue muy breve y se desarrolló en inglés. Perdomo tuvo ocasión de comprobar que su anfitriona lo hablaba casi sin acento. Cuando colgó el auricular, Amanda se quedó mirando a Perdomo con una cara que no dejaba lugar a dudas: había noticias frescas.

—Tal como te prometí, he conseguido la entrevista en la que Chapman reivindica el asesinato de Winston. ¿Cuánto estarías dispuesto a pagarme por verla?

28

Come taste the band

Perdomo había ordenado a Villanueva que, mientras él investigaba la pista Chapman en casa de Amanda, fuera interrogando a los tres integrantes de The Walrus que quedaban con vida. El subinspector telefoneó al hotel en el que estaban alojados los músicos, pero en recepción le dijeron que ninguno de los tres se encontraba en su habitación.

—¿Puede mirar si alguno de ellos está en el bar del hotel o en la sala de internet?

—El señor Moon ya le puedo asegurar que no —respondió el conserje con voz malhumorada—. Anoche causó destrozos en el cuarto de baño de su habitación por un importe de tres mil euros y no sólo ha dejado de ser huésped del hotel sino que le hemos declarado persona non grata en todos los establecimientos de la cadena.

—¿Y los otros dos músicos?

—No tengo ni idea de dónde pueden estar… espere, no sé qué me dice el botones.

Villanueva notó un vacío al otro lado de la línea y dedujo que el conserje había tapado el auricular con la mano mientras hablaba con el empleado. Al cabo de unos segundos, volvió a escuchar de fondo el bullicio del lobby y la voz de su interlocutor, bastante más animado por el hecho de poder ser de ayuda a la policía.

—Me dice el botones que el señor Bruce ha preguntado antes de salir (no hará ni veinte minutos) por los horarios del Museo del Prado. Cierran a las ocho, así que si va usted allí ahora no hay duda de que lo encontrará.

—¿Está seguro de que no ha dejado ningún número de móvil? El Museo del Prado es muy grande.

—Dará con él muy fácilmente, subinspector. En mi vida he visto a un tipo vestido de manera más estrafalaria. ¡Y mire que pasa gente rara por aquí al cabo del año!

Quince minutos más tarde, Villanueva llegaba al Museo del Prado y se dirigió inmediatamente a la sala 27, donde se expone el que tal vez sea el cuadro más famoso de toda la pinacoteca:
Las Meninas
, de Velázquez. Quedaba sólo una hora para el cierre y el subinspector dedujo que el bajista intentaría aprovechar el escaso tiempo del que disponía concentrándose en el cuadro más importante de la colección permanente. Para su sorpresa, no logró dar con él ni allí ni frente a ninguna de las otras grandes obras maestras del Prado, como
El caballero de la mano en el pecho
, el
Autorretrato
de Durero o el
Retrato ecuestre de Carlos V
. Probó en la cafetería, donde no encontró más que turistas orientales, y luego se dirigió a la tienda del museo, en la que uno podía adquirir desde ceras infantiles con motivos de
El jardín de las delicias
hasta costosos facsímiles con bocetos de Rubens o de Goya. Desesperado, Villanueva solicitó por fin la ayuda de una de las vigilantes y le dio la descripción física de Bruce que le habían facilitado en el hotel. La mujer le indicó que mirara en la sala 8, donde se exponían
Las alegorías de los sentidos
, una serie de tablas en las que colaboraron Jan Brueghel el Viejo y Pedro Pablo Rubens. La pista resultó ser correcta porque, extasiado frente al óleo de
El sentido del oído
, Villanueva localizó por fin al bajista, un tipo pelirrojo, de estatura mediana, que vestía como un dandi. Había acudido al museo embutido en un traje verde pistacho entallado, con chaleco del mismo color, que al subinspector le recordó el empleado por Elton John en algunos conciertos. Tenía la piel
tan
blanca que parecía un mimo, pero esa palidez no le daba un aspecto enfermizo, sino histriónico. Era imposible no verle la cara y no pensar en el
show business
. Villanueva se acercó al músico, le mostró la placa y le informó de que él era uno de los dos detectives que estaban investigando el asesinato de John Winston.

—¿Hay alguna pista? —preguntó el músico, en un inglés con fuerte acento escocés que a Villanueva le costaba entender.

—Ninguna todavía —mintió el policía—. Oiga, esto está lleno de gente y tengo que hacerle un montón de preguntas. ¿Qué le parece si vamos a un sitio más tranquilo?

Bruce le dijo que le acompañaría a donde hiciera falta, a cambio de que le concediera diez minutos de propina en la pinacoteca, para poder ver un par de cuadros más, también relacionados con la música.

—John —aclaró— dibujaba francamente bien y le prometí que le acompañaría hoy al Prado, a ver todos los cuadros relacionados con la música que hay en este museo. La verdad es que, después de lo que ha ocurrido, malditas las ganas que tenía de salir del hotel, pero he hecho un esfuerzo, porque en cierta forma siento que se lo debía a John.

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