Misteriosa Buenos Aires (9 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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El gobernador don Jacinto de Lariz surge por la puerta vecina, con unos naipes en la mano. Viene a averiguar la causa del alboroto. Trae desabrochado el jubón que decora la insignia de Santiago y que huele a vino. Detrás se encrespan, curiosas, las cabezas de los jugadores.

Y Margarita debe hacer de nuevo su reverencia. Es tal su miedo ante el ogro, que titubea y sucede lo que más puede afligirla: cae sentada en el piso de baldosas, con tal mala suerte que la campana del guardainfante muestra, como un badajo, sus piernas flacas de pilluelo.

Adelántase don Jacinto, riendo, y le tiende la mano con el anillo de escudo. Se curva a su vez en una reverencia bufona y la alza. Los jugadores —el escribano Campuzano, Cristóbal de Ahumada, un bravucón, y Miguel de Camino, quien ha bebido bastante— estallan en carcajadas sonoras. Las damas ríen su risita de pajarera, por acompañarles, por adularles. Hasta doña Inés se sonríe, desesperada.

Entra Fernán, el paje, con una bandeja de refrescos.

El gobernador, sin disfrazar su hilaridad, ofrece uno a la pequeña. Ésta se muerde los labios para no llorar; se tortura para no arrancarse las cintas rojas y echar a correr.

Doña Francisca Navarrete se apiada:

—Que Fernán te conduzca al pasadizo de ronda, para que veas el río.

Doña Inés hubiera protestado, mas no se atreve. No está bien que su sobrina pasee sola por los bastiones con el mocito.

En el misterio del atardecer, el río y la ciudad parecen hechizados. La noche se anuncia ya como un velo de neblina. Se han recostado en el parapeto, junto a un cañón herrumbroso, sin decir palabra. Llega hasta ellos, subterráneo, el parloteo de las señoras, mezclado a los juramentos del gobernador que guerrea con la baraja.

El paje hace como si mirara a las aguas quietas y a la llanura, mientras señala al azar un velamen, un campanario, pero sus ojos, disimulando, se entornan hacia la niña. Están muy próximos el uno del otro: ella, desazonada por el ridículo de lo que le ha sucedido, por la perspectiva de las reprimendas de la tía, cuando regresen a su casa; él, turbado por la presencia de la muchachita cuyo seno comienza a dibujarse entre las blondas. Poco a poco Margarita se calma y siente que una zozobra distinta la estremece y la ahoga, como cuando el gato familiar se frota contra sus brazos desnudos. Sólo que esto es más agudo y más dulce. En su inocencia no discierne el porqué de su desconcierto, mas advierte que fluye del hombre que se acoda a su vera, en la balaustrada. Nunca hasta ahora ha estado tan cerca de un hombre. Los negros no lo son. ¡Y esa torpeza, esa estupidez de la reverencia desgraciada, que el otro vio cuando avanzó con los refrescos en la bandeja de plata del Perú! No. Las cosas no pueden quedar así. Es necesario que le explique, que le diga que ella no es siempre así; que ésas son tonterías que doña Inés le impone, pero que si algún día la visita en su huerta la conocerá tal cual es, como una reina en medio de sus esclavos y de sus frutales. Si Margarita prefiere trepar a la copa del naranjo a departir inútilmente con las señoras, eso es asunto suyo. Fernán la comprenderá, porque no por nada son ambos casi niños y los niños se entienden.

Se torna hacia él y en el instante en que va a hablar algo se desprende de la muralla y revolotea sobre sus bucles.

Es un murciélago, negro, peludo, y la pequeña grita de terror. De un brinco, el paje lo espanta. La tiene en sus brazos, trémula, y aprovecha la confusión para ceñirla, para apretar como al descuido con sus manos ávidas esos pechos cuyo nacimiento se insinúa en la gracia de la curva y del hueco breve. Sólo unos segundos dura la escena, pero ello basta. Margarita rechaza a su compañero con un ademán imperioso. Por primera vez ha tenido conciencia de sus senos, de lo que ellos significan. Encendida como una manzana de su huerto, escapa hacia el estrado.

Doña Inés Romero la aguarda de pie, para despedirse. Los tahúres se han incorporado al grupo femenino. Forman un curioso tapiz de figuras, en la oscilación de las luces, con la base de los guardainfantes solemnes y la corola de las golillas.

En cuanto entra la jovencita, los contertulios se percatan de que algo ha acontecido. Es algo muy sutil, algo como un cambio en la atmósfera, como si a la atmósfera se hubiera añadido un elemento nuevo, impalpable y rico.

Margarita pone ambas manos en la armazón de su falda majestuosa y se inclina como una menina de palacio, para hacer la reverencia más perfecta del mundo. Don Jacinto de Lariz tuerce la ceja, asombrado, y chasquea la lengua. Se calza los anteojos de cuerno: ¿qué le ha pasado a la niña, a esta niña blanca y rosa, repentinamente deseable, acariciable, adorable?

El paje circula con los refrescos y los vasos se entrechocan como si quisieran bailar sobre la bandeja labrada.

XIII
TOINETTE
1658

T
oinette vuelve en sí de su desmayo y aunque quiere no logra incorporarse. Tarda un minuto en darse cuenta de que por más que se esfuerce no lo conseguirá. La viga central de su cámara, desplomada con parte del artesonado de querubes y sirenas esculpidas, le aprisiona la cintura. En torno reina la confusión. La bala española que partió el trinquete de La Maréchale fue seguida por otras del barco holandés de Isaac de Brac, que barrieron la cubierta e incendiaron la popa. Una de ellas alcanzó a la cámara de Toinette destrozando su labrada techumbre. Despatarráronse con escándalo los muebles orgullosos; rasgóse el tapiz que cubre el muro; los espejos se hicieron añicos, y Toinette creyó que había llegado su último instante. Hasta que la viga cedió. Ahora vuelve a abrir los ojos en ese aposento de pesadilla. El madero suntuoso la oprime como un cepo. En un rincón, el fuego desatado en la popa aviva una hoguera violenta.

Afuera, el estruendo no decrece. La Maréchale zozobra bajo las andanadas de sus enemigos y responde con sus baterías. Se oyen los gritos desesperados de los franceses. Pero, mon Dieu, mon Dieu! ¿dónde está Monsieur de Fontenay y cuándo vendrá a liberarla? ¿La dejarán morir allí, sola, entre sus grandes sillones volcados, sus despanzurrados cofres, sus ropas esparcidas? Toinette siente un dolor punzante en el pecho. Alarga los brazos cuanto puede, en busca de un apoyo, y no lo encuentra. Los dedos de su mano derecha rozan la arqueta de sus joyas. Gira la cabeza y la ve, al resplandor inseguro de las llamas distantes. Se estira desesperadamente, pero es inútil. Apenas si araña la tapa de bronce que encierra sus pendientes de perlas, su broche de esmeraldas, su collar de zafiros, su ancha pulsera de diamantes, todos los regalos de Monsieur de Fontenay; los regalos que la tentaron a emprender el viaje maldito.

¿Y Maroc? ¿Dónde andará Maroc en medio de este infierno? Le llama, convulsa: —¡Maroc! ¡Maroc!

El negrillo no puede haber muerto. Posee una agilidad gatuna y su cuerpo aceituna se le habrá escurrido a la Muerte entre las falanges.

—¡Maroc! ¡Maroc! ¡Timothée! ¡Timothée!

Nadie le responde: ni el africano ni el señor de Fontenay. Un sudor frío empapa la frente de Toinette. Solloza, angustiada:

—¡Maroc! ¡Maroc!

¿Por qué, por qué abandonó la calma de su casita francesa, en Béziers, para lanzarse a esta aventura loca? ¿Por qué escuchó a Timothée d’Osmat, cuando acudió a seducirla con fabulosas promesas? ¡Todo parecía tan fácil entonces, tan simple! Monsieur de Fontenay le aseguró que el viaje sería un paseo triunfal, con escolta de tritones y delfines, como en los cuadros de Rubens. Fondearían ante Buenos Aires y la ciudad se rendiría de inmediato. ¡Una aldea, apenas una aldea diminuta! Casi podrían llevársela a Luis XIV, de regreso, sobre una bandeja de plata. Y ahora…

El viaje de los tres navíos fue una maravilla. Surcaron el mar gallardamente, henchidos los velámenes, rítmicos los galeotes, danzando sobre las cofas los gallardetes azules sembrados de flores de lis. A Toinette la mimaron como a una reina. ¿Cuándo había conocido tales esplendores? No en casa de su padre, por cierto: el modesto escribano se debatía en la pobreza, cuando Timothée d’Osmat empezó a cortejar a su hija única. El señor hizo decorar el vasto alcázar de La Maréchale, para ella. Lo tendió de tapices flamencos; lo alhajó de muebles dorados y de espejos de Venecia, misteriosos, como el agua de los canales. Su lecho, cuyas colgaduras dan pena ahora, parecía el trono de una favorita, radiante, empenachado. Frente al aposento, prolongándolo sobre cubierta, Monsieur de Fontenay hizo armar un pabellón color de naranja, fijo en el frente delantero sobre dos alabardas con borlas. Allí transcurrieron las tardes de Toinette. Echada en los cojines, leía
Le Grand Cyrus
, de Mademoiselle de Scudéry, porque en su pintoresca ciudad del Hérault se las daba de mujer de letras y es un libro que no se debe ignorar. Volvía perezosamente las páginas del novelón inmenso e imaginaba que su destino se confundía con el de la heroína, para quien Ciro conquistó el Asia. Ciro era Monsieur de Fontenay, quien de tanto en tanto se aproximaba a besarle la mano, a ofrecerle un refresco. Magnífico, este Monsieur de Fontenay, a pesar de que ya es bastante maduro. ¡Y qué bien se coloca el sombrero de plumas sobre el pelucón enrulado!

En el puente, los estampidos se multiplican. La Santa Águeda de Ignacio de Males y la nao holandesa de Brac no aplacan su acometida. Un fragor terrible detiene el corazón de la muchacha. La Maréchale comienza a tumbarse sobre un costado. En la cámara ruedan los muebles; el lecho golpea contra un muro y las llamas se apoderan vivamente de él. Toinette no logra zafarse. Enloquecida, ruega:

—¡Timothée! ¡Timothée! ¡Maroc! ¡Maroc!

Maroc es un esclavo de quince años. El caballero se lo obsequió al zarpar. Un turbante escarlata le envuelve la cabeza y su única misión consiste en obedecer al ama: presentarle los frascos de perfumes; hacerle aire con un abanico de palmeras los días de calor ecuatorial; prepararle los sorbetes; acurrucarse a sus pies como un perro; sonreírle con los dientes blancos. Sus ojos no la abandonan ni un segundo. Pero ahora, cuando más lo necesita, la ha abandonado.

Ábrese la puerta de la habitación y la silueta de Timothée d’Osmat se recorta en el dintel, con un fondo de llamas. Ha perdido la peluca y el sombrero. Parece mucho más viejo así, casi un anciano. Le brilla la calva sudorosa.

Toinette se estremece de alegría. Monsieur de Fontenay da un paso hacia ella y cae pesadamente. La sangre que le mana de la boca moja los folios de
Le Grand Cyrus
.

La muchacha redobla sus esfuerzos. La espanta la vecindad del muerto. ¿El muerto? De repente cantan en su memoria los versos que oyó, dos años atrás en Béziers, cuando la compañía de Monsieur Molière estrenó
Le Dépit Amoureux
. Los decía Mascarille, el criado de Valère haciendo muecas bufonas:

Eh! monsieur mon cher maître, il est si doux de vivre!

On ne meurt qu’une fois et c’est pour si longtemps!

Pero los alejandrinos burlescos resuenan hoy en su mente en eco trágico: «¡Sólo se muere una vez y es para tanto tiempo!».

«Pour si longtemps!, pour si longtemps!». ¿Tendrá que morir ella también? ¡Maroc! ¡Maroc! ¡Qué miedo, qué miedo atroz de morir para siempre! El terror le ciñe la garganta. ¿Morirá allí a los veintidós años, con su frescura de flor, con sus labios rojos? ¡Ay! ¿por qué, por qué escuchó a Timothée y se dejó raptar en el sonoro coche que les arrastró a través de Francia hacia el puerto del demonio? Monsieur de Fontenay le puso al cuello los zafiros; le colgó de los lóbulos, con mil coqueterías, los pendientes de perlas de su madre; le juró que a su regreso el superintendente Fouquet le nombraría virrey del Río de la Plata. Se casarían. La presentaría en la Corte. Toinette haría su reverencia delante de Luis XIV que sólo cuenta veinte años y es bello como un Apolo de mármol. ¿Por qué escuchó al cortesano insinuante?

—¡Maroc! ¡Maroc!

Las otras dos naves de Timothée d’Osmat habrán emprendido la fuga, y alrededor de La Maréchale tumbada, flamígera, estrecharán el cerco las embarcaciones de los españoles y de los holandeses.

Toinette aguza el oído. En la costa retumban los alaridos victoriosos de los guaraníes que los padres jesuitas enviaron desde el norte, velozmente, para ayudar a proteger la ciudad.

¡Buenos Aires! ¡Cuánto, cuánto la odia! Al fondear frente a ella, en el estuario, Timothée se la mostró con un largo ademán, revoleando los puños de encajes de Malinas:

—¡He aquí vuestra capital, Marquesa de Buenos Aires!

Ella, con una sonrisa, había tomado el catalejo y no pudo contener un mohín decepcionado. Apenas cuatrocientas casas de barro forman la aldea, sin muro, sin foso, ni más baluarte que un fuerte pequeño. En la redondez del cristal de su anteojo, Toinette vio, como una miniatura, la frágil construcción, con sus cañoncitos. Detrás, en la llanura, apiñábanse los patios y las huertas, con la gracia de los naranjos, de los limoneros, de los perales, de los manzanos, de las higueras.

Debieron atacar en seguida pero no lo quiso Timothée. Antes recorrerían el río. Le gustaba jugar con la presa que no se podría defender. Por eso yace ahora de bruces, en el alcázar, con el rostro aquilino hundido en las páginas de
Le Grand Cyrus
.

—¡Maroc! ¡Maroc!

¿Dónde se esconderá Maroc, Maroc que permanecía de hinojos durante horas, junto al sillón de damasco de su ama, como ante una imagen, acariciándola con los ojos ardientes? ¿Habrá huido en alguna de las otras naves? El africano nada como un pez…

La torpeza de Monsieur de Fontenay dio tiempo a la ciudad para pertrecharse; para apremiar a los indios fieles; para requerir el socorro de la flota de mercaderes de Holanda que cargaban cueros de toro. Y ahora… Ya no habrá virreinato para Toinette, ni fiestas en el castillo de Vaux, donde triunfa la gloria del superintendente Fouquet y las fuentes dibujan palacios de vidrio sobre las copas de los árboles. Ya no habrá reverencias delante del monarca que, por un momento, deja a su adorada María Mancini, sobrina del Cardenal Mazarino, para admirar a la muchacha de labios rojos. Ya no habrá nada…

—¡Maroc! ¡Maroc!

La lucha ha cesado casi por completo. Sólo algunos disparos de mosquetería la prolongan. El fuego cubre como otro tapiz crepitante un muro entero de la cámara. Pronto lamerá la viga que aprieta el pecho joven y la cintura de Toinette. Entonces… Pero no hay que pensar en eso; es imposible. Hay que pensar en
Le Grand Cyrus
y en Monsieur Molière, con sus extraños bigotes y su peluca, cuando representaba en Béziers delante de los Estados. ¿Qué papel era el suyo? ¡Ah sí!, el del padre, el de Albert, en
Le Dépit Amoureux
, ¡y con qué osada elegancia! Pero no, no debe recordarlo, porque entonces:

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