On ne meurt qu’une fois et c’est pour si longtemps
!
Maroc entra de un salto gimnástico, como un niño bailarín. Maroc, sin turbante, sin babuchas, sin la faja verde. Maroc, desnudo como un adolescente salvaje, negrísimos los ojos, erizado el pelo crespo. Se llega a ella, indeciso. Luego se inclina, se pone de rodillas, como cuando la cuidaba en la tienda anaranjada del puente. Acerca a la cara blanca la suya morena, ansiosa; acerca a los labios rojos su boca que tiembla. La besa largamente, hondamente. En medio de su pavor, desde el cepo que la tortura entre el moblaje fastuoso, Toinette siente ese beso de hombre. Es un beso distinto de los que le ha dado Monsieur de Fontenay, que hasta en el amor guarda un recato de ceremonia.
Maroc le besa el cuello; le besa la piel lisa y perfumada. De otro salto se pone de pie y toma la arqueta de joyas. Se detiene junto al cadáver de Timothée d’Osmat. Le alza la cabeza por una oreja, como si fuera un animal muerto, y le escupe en la mejilla. Luego la deja caer sobre el volumen abierto de Mademoiselle de Scudéry.
—¡Maroc! ¡Maroc!
Y ya está afuera. Ya se zambulle en el río. Ni siquiera se ha vuelto a mirar a la mujer que grita de horror.
Las llamas avanzan lentamente sobre la viga que aplasta el torso nacarado de Toinette.
M
anuel Couto regresó a Buenos Aires presa de una obsesión que le trastornó el ánimo. Había permanecido cinco años en los calabozos del Santo Oficio de Lima. Fueron cinco terribles años, durante los cuales su razón, de suyo dada a la fantasía, se extravió lentamente. Por acusaciones de una mestiza y un negro, sus criados, había sido enviado a esas crueles cárceles. Los servidores se amaban en secreto y como el imaginero comenzó a perseguir a la mocita, resolvieron deshacerse de él tachándole de hereje. El portugués no tuvo defensa. Era cierto que para terminar la escultura de Nuestra Señora de la Concepción se había sentado sobre la talla y que, ante las hipócritas recriminaciones de la mestiza, le había respondido que no se preocupara, que aquella era una perdida como ella. Golpeando el madero, añadió: «Esto no es más que un pedazo de palo». Era cierto también que en otra oportunidad, hallándose enfermo, blasfemó contra la Virgen, pues no aplacaba sus dolores. Cierto y muy cierto, para su desgracia. Los jueces y comisarios eclesiásticos de Buenos Aires se negaron a escucharle, cuando protestó de su inocencia y juró su condición de cristiano viejo. La sola circunstancia de ser portugués, natural de San Miguel de Barreros cerca de Oporto, fomentaba la sospecha de su judaísmo. De nada le valió su buena amistad con el gobernador don José Martínez de Salazar, quien en 1671 le había confiado la ejecución del Santo Cristo que donó a la Catedral de Buenos Aires. Secuestraron sus bienes y le mandaron al Perú, como un fardo. Allí le tomaron declaración muchas veces y por fin le sometieron a tormento, poniéndole en la cincha. Naturalmente, confesó cuanto quisieron y salió por las calles, a horcajadas en un burro, vistiendo el sambenito amarillo y llevando en la diestra un cirio verde. El verdugo le dio doscientos azotes. Luego le condenaron a cuatro años más de presidio, en Valdivia, pero como había pasado varios en la Ciudad de los Reyes, logró esquivar ese encierro y volverse al Río de la Plata.
Lo extraño es que no alimentaba ningún deseo de venganza hacia sus entregadores. Éstos, por lo demás, habían desaparecido. Otra preocupación le guiaba, le encendía la mirada loca.
Está ahora en su taller, rodeado de imágenes. Va de la una a la otra, estudiándolas, pasando sobre las caras sus dedos trémulos. Ayer presentó a las autoridades la estatua de San Miguel que le encargaron para el Fuerte y por la cual le pagaron cien pesos redondos. Dos esculturas más, ya listas, con su policromía y sus ropas de lino y terciopelo, alzan los brazos implorantes junto a la ventana. Son dos apóstoles. Sobre un cofre hay cabezas de santos, barbadas, trágicas, las mejillas surcadas de lágrimas y de arrugas. Hay en otro el boceto de un calvario. En un rincón apílanse los troncos de cedro, de naranjo, de algarrobo, de lapacho, de urunday, que utilizará en trabajos futuros.
Da lástima verle, de tan macilento. Ha traído de Lima la costumbre de hablar solo, por lo bajo, a causa de la larga soledad. Ha traído también una mujer joven, muy blanca, que le sirve de modelo, le cocina y le limpia la habitación. Es la única que entra en el taller. Muy de tarde en tarde, anuncia a algún señorón porteño que acude con un encargo.
La mujer se llama Rosario y es hermosa.
La obsesión de Miguel Couto nació en su celda limeña. Durante un lustro, el cuitado imaginero no vio más ser viviente que los familiares del Santo Oficio. Aparecían a horas absurdas, graves, engolillados; los dominicos, de blanco y negro; precedidos por un fragor de cerrojos. Le preguntaban esto y aquello y lo anotaban minuciosamente. Luego tornaban a interrogar. Sopesaban lo declarado en balanzas celosas. Se valían de mil artimañas para arrancarle una palabra hebrea, una frase en griego. ¡Cómo si conociera algo que no fuera el portugués y un mal castellano! Y siempre le hablaban del alma, enredándose en zarzales de teología: que si el alma nos ha sido infundida por un soplo de Dios; que si el alma es inmortal, y cuando nos mudamos en un despojo miserable, vuelve al seno divino; que si queda flotando, invisible, o viaja a las moradas absolutas a recibir castigo y premio; que si el alma sí, que si el alma no… ¡El alma! El portugués creyó a veces, en su delirio, que el alma se le iba a escapar de los labios. Los apretaba entonces y juntaba las palmas en angustiada oración. O si no, en mitad de la noche oscurísima, temblando sobre el suelo duro, sentía alrededor un leve revoloteo, como de mariposas, como de silenciosos insectos. ¡Almas! La celda se llenaba de almas impalpables hasta que el amanecer asomaba en la altura de la reja.
Va a esculpir una talla nueva, pero no será un Cristo, ni un San Juan Bautista, ni una Magdalena, ni una Dolorosa. Será una talla que guardará para él. Si la vieran tendría que regresar a Lima, a la tortura, así que la ocultará como un avaro. Acaso esta obra, a diferencia de las otras, tenga alma, un alma, su alma. Después, el imaginero podrá morir.
Con el cuchillo filoso, comienza a raspar la madera blanda. Allí cerca, en cuclillas, Rosario borda. El artista no la necesita aún. Ella ni siquiera sabe qué resultará de la inspiración. Piensa que el tronco, casi tan blanco como su carne, se transformará en la Virgen de los Dolores, en la Virgen de la Paz… Y él, brillándole los ojos, hinca la hoja seguro.
Al cabo de una hora, cuando entra con el mate cebado, Rosario observa que la escultura tiene la traza de una mujer de pie, cuyos brazos se abandonan a lo largo del cuerpo. Manuel Couto da dos rápidas chupadas a la bombilla y ordena:
—Ahora desnúdate.
Enrojece la peruana. Es cosa que el maestro nunca le ha exigido. Todo se redujo a sentarse en el olear de los atavíos de pliegues geométricos, con un bulto que simulaba al Niño Jesús sobre las rodillas; o a soltarse el cabello y entornar los párpados, en la actitud de María de Magdala. ¡Pero esto! Enrojece y titubea.
Couto clava el cuchillo en la madera y repite, en un tono que no admite contestación:
—Desnúdate, mujer.
Rosario obedece con un suspiro y la presencia de su piel suavísima, surcada de venas celestes, torna más lúgubres las cabezas de los santos apóstoles, como si aquellas pupilas pintadas no resistieran la luz que despide su torso.
¿Eva? ¿Querrá el maestro labrar la imagen de Eva, madre de los mortales?
Rosario está de pie, desnuda, en el centro del taller. A lo largo de sus flancos reposan los brazos armoniosos. Tiemblan sus pechos gráciles.
Manuel Couto hunde el cuchillo en el leño elástico, cuyas vetas son como sutiles ríos de sangre azul.
Avanza la obra febrilmente. El escultor no descansa. A medianoche despierta a la muchacha, enciende unos gruesos cirios en el taller y reanuda la labor. Lo aguija la idea de no poder terminarla. Hasta entonces no dormirá tranquilo. Ha sido una semana de locura, pero falta poco. Ya se yergue en el aposento la figura de Rosario, con la boca entreabierta, con los brazos caídos en ofertorio, con el pecho breve y punzante. Jamás soñó Manuel que realizaría algo tan hermoso, tan verdadero.
Titilan las velas alrededor. Ahora, con sumo cuidado, el artista acuesta la estatua. Ha llegado el momento de policromarla. Mezcla los colores y, minuto a minuto, las fibras de la madera desaparecen bajo el pálido rosa, bajo el rojo que aviva los senos y los labios, bajo el verde que ilumina los ojos. Rosario contempla fascinada la operación. Detrás, en el chisporroteo de los pabilos, parece que los santos barbudos se inclinaran también.
Manuel Couto se ha sentado sobre el pecho de la escultura, para pintar el rostro.
Dice Rosario:
—¿Cómo os sentáis así sobre el cuerpo de nuestra madre Eva? ¿No es éste un gran pecado?
—¿Eva? ¿Y quién os ha contado que ésta es Eva? Ésta es sólo una perdida como vos.
El pincel queda inmóvil en el aire. De repente atraviesa la memoria del loco una escena idéntica a la que está viviendo. Es la que le precipitó en las mazmorras de Lima y le hizo sufrir las torturas de la Inquisición. La otra mujer, la mestiza, le había recriminado también que usara de la suerte, sin miramientos, de una talla…
El escultor se levanta de un brinco. En su puño relampaguea el cuchillo agudo con el cual fue arrancando las frágiles astillas. ¿Se propondrá esta hembra mandarle a presidio, como la otra? Pero, ¿por qué le persiguen así, por qué no le dejan en paz, si no busca guerra a nadie?
Rosario retrocede, asustada. En el ángulo de la habitación, los dos grandes apóstoles le cierran el paso. Grita de dolor, porque siente, entre los pechos, la hoja de metal que penetra y la sangre que mana a borbotones. Jadea desesperadamente, en el terror de la agonía.
El loco continúa de pie, saltándosele de las órbitas los ojos enormes. A un lado yace la mujer convulsa; al otro la que él esculpió, serena, con los brazos caídos que acompañan la línea del cuerpo.
Manuel no se demuda por el horror de su crimen. Su antigua obsesión se apodera de él. ¡El alma! ¡El alma de Rosario! No debe dejarla escapar. Debe cazarla al vuelo, como si fuera un pájaro, antes de que huya. Arrastra el madero tallado junto a la muchacha que casi no se mueve. Lo hace girar despacio, tomándolo por los hombros, hasta que la estatua cubre por completo a la moribunda y la desnudez viviente cede bajo el peso de la otra desnudez, ganada al tronco liso. Las bocas abiertas se rozan. No podrá seguir otro camino el alma volandera de Rosario.
La peruana esboza un rictus postrero y se estremece toda. El demente da un paso atrás y se seca el sudor frío que le baña las mejillas. Agitadas por el parpadeo de los cirios, las cabezas truncas de los santos le miran, amenazadoras, y los dos apóstoles oscilan como si se adelantaran hacia él, flotantes los ropajes bermejos. Empuja la mesa, para colocarla como un parapeto entre él y sus enemigos de madera y derriba los candelabros que caen con estrépito. ¿Y su última obra? ¿Acaso no se mueve también, en el suelo?
El fuego se adhiere a los mantos rojos y corre hacia la ventana. Manuel Couto vocifera y se golpea contra las paredes. Crepitan en torno, coléricos, los sacros personajes.
A la madrugada, los vecinos le hallaron, carbonizado, bajo las ruinas de su taller. Costó trabajo desembarazarle de los fragmentos de una estatua de mujer desnuda. Le tenía ceñido con los brazos de madera pulida; los brazos curvos, entreabiertos, alzados.
E
l arzobispo de Samos camina a grandes trancos por la celda del convento de Santo Domingo que le sirve de prisión. Walter ha escapado llevándose lo único que al griego le quedaba: su grueso anillo de oro cuya esmeralda ostenta labrado el mochuelo grato a Minerva. Mientras va y viene, colérico, el arzobispo se tortura pensando cómo habrá conseguido robarle la sortija. Los dedos de su mano derecha acarician incesantemente el anular izquierdo, como si esa fricción mecánica pudiera hacer surgir, bajo las yemas, la lisura familiar de la piedra preciosa.
Walter, su paje, desapareció hace quince horas con el anillo. ¡El anillo merced al cual Fray Joseph Georgerini proyectaba comprar su evasión a los carceleros! Y ahora no le resta nada, ni siquiera la esperanza. Él también parece un mochuelo, un enorme mochuelo absurdo, con sus ojos redondos y crueles, su nariz corva, su cara amarilla y sus ropas talares pardas y sucias, cuyas mangas flotantes se agitan como alas en la celda conventual.
¡Adiós, pues, a los planes de huida! El gobernador del Río de la Plata, el obispo y los comisarios de la Inquisición se salieron con la suya, y el arzobispo de Samos deberá emprender el camino de Lima, donde le aguardan los señores del Santo Oficio. Todo por culpa de Walter, por culpa de ese condenado inglés, hijo de mala madre, que sin duda se estará riendo ahora, rumbo al norte o al sur, lejos de los dominicos, de los interrogatorios, de los tribunales del Perú.
Fray Joseph Georgerini no teme el encuentro con los inquisidores. Otros careos más graves ha soportado en el curso de su vida azarosa y es hombre de mucho ingenio para que puedan hacerle trastrabillar las zancadillas de unos pequeños eclesiásticos coloniales. En cambio Walter sí lo temía. ¡Había que verle palidecer y demudarse, cuando se hablaba de los tormentos! Pero el arzobispo, con toda su ciencia sutil, no quiere enfrentarse con los agentes romanos. Prefiere que en Roma olviden su existencia. Y va y viene, rabioso, en tanto que las campanas del convento llaman a la primera misa.
Su cólera sube de punto. Hay en sus ojos de mochuelo un brillo peligroso. Desata el largo cordón que le ciñe la cintura y lo coloca en el piso, dibujando un triángulo. Luego se descalza, penetra en él, alza las palmas y comienza su invocación, implorando a Satán, Leviatán, Elioni, Astarot, Baalberit…
Las fórmulas mágicas de los grimorios, las del Libro de San Cipriano, las de la Clavícula de Salomón, resuenan en la celda de Buenos Aires. El arzobispo de Samos es ante todo un hechicero. Ahora no semeja un mochuelo sino un macho cabrío, temblorosa la barba, las cejas juntas, revuelto el pelo como una cornamenta, mientras repite por lo bajo los conjuros que otorgan la alianza del Demonio:
—Belfegor, Tanín, Belial, Alastor, Baal…