La incorporación de ese escudo (tres fajas de gules en campo de plata) no modificó mi carácter. Aunque no participo de muchas de las ideas de mi padre, los principios democráticos que Bernardin de Saint-Pierre despliega en mi texto han terminado por convencerme. Pero es oportuno subrayar que el blasón y la corona de Dunstanville ejercieron sobre mi vida una significativa influencia, como se corroborará más adelante.
Finalizada la bibliofílica liturgia, Lord Gerald me llevó a su alcoba. Se derrumbó en el camastro que los criados habían disfrazado con pieles de marta, y empezó mi lectura a la luz de una vela. No fue más allá de la tercera página y se quedó dormido. Tiene toda la razón. ¿Cómo ofenderme? Yo me entretuve observando el juego de la llama sobre su faz, sobre sus dedos delicados, sobre la desabrochada camisa. Ya no volví a verlo hasta el siguiente mes, en Sierra Morena, porque hice el resto del viaje en el segundo coche, a donde también fue trasladado el Hermafrodito para dejar sitio a un discutible San Jerónimo del pintor Zurbarán.
Me enteré de que habíamos estado en Burgos, en Segovia, en Madrid y en Toledo, aunque lo único que de ellas alcancé fueron las estampas confusas que salpicaban nuestras ventanillas.
El Hermafrodito me hablaba de Temistocles y de Jerjes. Yo, por corresponder a su cortesía, le referí la historia de Virginia y Pablo, pero a poco advertí que una sombra de tedio cubría sus ojos.
Una tarde, muy tarde ya, después de cruzar con insoportable zangoloteo las arideces de la Mancha, nos internamos en Sierra Morena. Venía en el mismo canasto que yo un ejemplar del
Quijote
, en la vieja versión de Shelton que, seguro del terreno, se puso a discursear desaforadamente en inglés. Le hicimos callar.
Sir Clarence Trelawny, amedrentado por las noticias de asaltos y bandidos que nos comunicaban irónicamente en las postas, obtuvo de su amigo que abultara nuestra pequeña expedición con seis hombres de terrible aspecto, montados en caballos salvajes, quienes se encargarían de custodiarnos. Eso nos perdió.
Íbamos en un semisopor agravado por la charla del cocinero y de los criados, cuando de repente, en el tenebroso desfiladero de Despeñaperros, algo después de la Venta de Cárdenas, paráronse los carruajes. Oí los gritos agudos de los ingleses. La servidumbre se abalanzó sobre las pistolas, pero fue inútil. Nuestros presuntos guardianes abrían ya las portezuelas que decoraban las fajas rojas de los Dunstanville, y ordenaban a todo el mundo que abandonara los coches. Cuando nos tocó el turno a nosotros, lo hicimos en brazos de los postillones.
Mi cesto quedó junto a un precipicio, sobre el río Tamujar. En la oscuridad dramática no se veían más que alcornoques y jarales afirmados en las rocas. Los bandidos iban y venían, con unas antorchas de teatro a cuyo resplandor recortábanse sus sombreros puntiagudos y sus polainas de cuero. Mientras desuncían las yuntas, dos se pusieron a disputar ante el Hermafrodito que tiritaba bajo los vientos bramadores.
—Es hembra —sostenía el uno.
—Es macho —replicaba el otro.
—¡Hembra!
—¡Macho!
Tanto manotearon la escultura para destacar las pruebas de sus contrarias opiniones, que el más fuerte (le recuerdo exactamente, con sus patillas ásperas y la cicatriz que le torcía los labios), de un empellón precipitó la estatua en el abismo. Allí la enfocó la luna. Estaba rota en cuatro pedazos, Lord Gerald se echó a llorar. Sir Clarence se desgañitaba como un loco:
—Fools! fools! You idiots!
Los desalmados se encogieron de hombros. Se burlaron del dolor de los ingleses. Les obligaron a desnudarse, lo mismo que a sus criados. Y nadie escuchaba, allá abajo, en el barranco, el frenético piar de la paloma y las quejas del adolescente de Salamina.
Uno de los coches, sin caballos, permaneció en el desfiladero. A nosotros nos amontonaron en el restante, que partió a escape hacia las cuevas.
Cinco días después fui vendido en el mercado de Jaén al boticario Publio Virgilio Muñoz.
Su padre, que se envanecía de cierto barniz clásico, le había bautizado así. Este Publio Virgilio fue, de todos mis dueños, el único que me leyó de la primera a la última página. No comparto su juicio generoso, pero se lo agradeceré siempre. Nada es tan desconsolador, para un libro, como morir virgen. A mí casi casi me sucedió.
Jaén tiene el gracioso perfil de una ciudad musulmana. En ella viví trece años, de 1816 a 1829. Me gusta la paz de sus azucaradas paredes, sobre las cuales las campanas se desatan a toda hora, como grandes pájaros tranquilos. La casa de mi boticario se halla en el barrio de la Plaza del Conde. El negocio ocupa en la planta baja una habitación; mi amo tiene su dormitorio en los altos: y digo «tiene» aunque ignoro si don Publio será a estas horas mezclador de filtros o ángel de Nuestro Señor.
El perfume de las cocciones y las yerbas impregnaba los aposentos. Allí aprendí muchas cosas sobre las plantas que devuelven la salud y las que apresuran la muerte. Durante un lustro fui vecino del Agua de Adormidera, que añadida al Jarabe de Acodión se recomienda a quienes sufren de los nervios. Tanto me saturó su esencia, que ello ha contribuido a serenar mi ánimo en el que la inclinación apacible se suma a ciertas indomables antipatías.
El apoticario sólo necesitó dos días para leerme. Lo hacía en el balconcillo de su casa, refrescado por los pámpanos y la hiedra. Frente al ex libris de Lord Dunstanville inscribió su nombre con letra menudita. Hoy, el enemigo que me taladra cavó un agujero en el apellido Muñoz, y el resto, el Publio Virgilio impresionante, yace bajo una gruesa raya amarilla. En la página 37, me dejó una lágrima. Este lector único no es, ciertamente, el que yo hubiera escogido; sin embargo, mi sinceridad me obliga a consignar la atención con que espié en su rostro los pucheros y las beatas sonrisas que marcaron, hasta el llanto final, su progreso en la lectura. ¡Pobre don Publio Virgilio! y ¡qué buen hombre! Le recomiendo a los libros huérfanos de lector.
En el curso de un decenio y tres años he asistido a la entrada y salida de personas de todo sexo, condición y edad, que acudían al negocio con su desesperación, su coquetería o su tozudez maniática. Fui colocado en el cuarto estante de una biblioteca, cerca de otros libros y también de frascos y almireces. Oí hablar continuamente de hinojos y mastuerzos, rudas y ninfeas, estramonios y ruibarbos. Oí críticas sobre vecinos y vecinas. Vi rehacer los planos de las batallas y las composiciones de los ministerios. El hastío de tanta menudencia me hubiera desencuadernado, de no mediar un Guzmán de Alfarache, al cual le faltaban los siete primeros capítulos, y que me distrajo con sus narraciones picarescas. Nunca osé, a pesar de su insistencia amable, agobiarle con las desazones de Pablo y Virginia y con mis celebérrimos cuadros de la naturaleza africana. Temí perder su camaradería.
Una noche de diciembre de 1829, al campaneo de la medianoche, apareció en la botica una tímida luz. El postigo suelto del piso superior quiso avisar a don Publio la presencia intrusa, pero éste (hombre al fin) lo atribuyó a una corriente de aire.
Las pociones y el alambique se alborotaron, y la palabra «ladrón» corrió por las estanterías.
No era un ladrón, aunque lo era. Era Blas, el sobrino de Muñoz, mozalbete aprendiz de escribano, a quien su tío utilizaba para repartir los paquetes de drogas entre sus clientes. Traía una lámpara en la diestra y avanzó sin titubear hasta lo que yo conceptuaba un osario definitivo. Sus dedos se deslizaron sobre los tejuelos. ¡Ay, cuando los sentí sobre mi lomo, advertí cuán opuesta era su calidad de aquella, aristocrática, que asomaba en la punta de las uñas de Lord Gerald! Cogió varios libros, en cuyo número me hallé, y nos depositó sobre la mesa. Luego se consagró a la tarea de examinarnos prolijamente. Nos escudriñaba, en pos de manchas de humedad y desgarraduras; nos soplaba el polvo; nos volvía del revés y del derecho. Cuando me correspondió a mí lanzó una exclamación ahogada ante el escudo de Lord Dunstanville. De inmediato tornó a ubicar los demás en sus lugares; disimuló el mío acortando espacios y, sepultándome en la faltriquera, salió con paso de zorro.
Luché buen rato para desentumecerme. No sólo se trataba de devolver su agilidad a mis tapas y hojas, pegadas y anquilosadas por el luengo plantón, sino era menester también agilizar mi espíritu, con la perspectiva de nuevas aventuras que el abandono había descartado de mis cálculos.
Conmigo en el bolsillo, ambuló hasta la madrugada por las calles de Jaén. Muy tarde, en su tabuco, me abrió, tachó con tinta el nombre de su tío y escribió debajo, cuidando la caligrafía torpe: «A Graciela, cruelísima». Luego lo enmendó y puso «crudelísima». Por fin borroneó y optó por «despiadada». Declaro que su audacia, al maltratarme, me indignó. ¿Qué se creía el infeliz?
A mediodía me condujo a una casa señorial. Se anunció y minutos después fue recibido.
Una mujer rubia, muy pálida, joven aunque no tanto como Blas, esperaba tendida en un diván de damasco verde. Había flores sobre las cómodas francesas, sobre el piano, junto al arpa. Las había en fanales sobre la chimenea. El muchacho se adelantó y besó la mano desmayada que azulaban las venas sutiles. Me acostó encima de un taburete y fui testigo de este diálogo:
—¡Ingrata! ¿Nada podrá deteneros?; ¿siempre partís mañana?
Ella no contestó y quedó ensimismada contemplando un jazmín.
—¡Ingrata! ¡Ingrata! ¿Me escribiréis al menos?
La dama giró la cabeza lentamente:
—Os he repetido, Blas, que nada debéis aguardar de mí. Es una locura vuestra. En Buenos Aires me reuniré con mi marido.
—¡Vuestro marido! ¡Ay, Graciela!
Ahorraré el resto de la conversación, cuyo tono no varió, y que evoca el popularizado por las novelas que leían el boticario, Graciela y Blas. Tuvo más bien los caracteres de un monólogo, pues la señora se limitaba a suspirar y a estudiar las pinturas del techo, y él a porfiar con frases similares a las anteriores.
Entró una criada con unos bultos.
—Agregadlos al baúl negro —murmuró Graciela.
Cuando la otra desapareció, se puso de pie:
—Adiós, Blas; me habéis querido y os lo agradezco, mas nada en mi conducta, durante este año, os autorizaba a suponer que sería infiel a mi esposo.
A la legua se notaba que estaba harta de la entrevista.
El muchacho cayó de hinojos:
—¡Juradme que no me olvidaréis!
—No, no os olvidaré.
Y le pasó la mano por el pelo.
Un resplandor de esperanza (tenía dieciocho años) iluminó los ojos de Blas:
—Os he traído —dijo el mocito recobrándose— un recuerdo. Es un libro que mi amigo Lord Dunstanville me regaló hace años.
—No sabía que fuerais amigo de un lord.
—¡Poco sabéis de mí, ingrata!
Y se retiró.
Graciela me acercó a su seno, me trastornó con su fragancia, curvó una asombrada ceja al advertir en mi tapa las armas de Lord Gerald, y se dirigió conmigo a su dormitorio.
—Este libro irá en la maleta pequeña —dispuso.
Así me lanzó la fortuna veleidosa a viajar de nuevo, rumbo a El Havre de Gracia. El agotador secuestro de la biblioteca había embotado tanto mis facultades, que no pude gozar ni una vez del paisaje patrio. Viajé dormido.
Zarpamos de EI Havre el 31 de diciembre de 1829 a las dos de la tarde, a bordo del brick La Herminia, con doce hombres de tripulación y veinticuatro pasajeros. Durante los primeros días, el mareo aletargó por igual a los últimos. Luego se arriesgaron a aparecer en la cubierta, tímidamente. Yo hice mi primera salida de la mano de Graciela el 5 de enero. ¿Describiré el milagro espumoso de las olas, del cielo azul, del velamen balanceado, de los delfines? Si fuera Bernardin de Saint-Pierre, lo haría. La experiencia que he almacenado en lo que a descripciones atañe, como depositario de Pablo y Virginia, me señala como el más atrayente el camino de la sobriedad.
Graciela vestía siempre de gris. Me acariciaba con sus guantes grises, con sus velos grises. Me llevaba a la toldilla, donde los señores eternizaban las partidas de
whist
; me abandonaba en su falda de tibieza sensual… Pero no me leía.
El 7 de enero, después de hojearme con desgano, resolvió enterarse de mi contenido. Leyó nueve páginas: seis más que Lord Dunstanville, y bostezó. En ese instante se le aproximó Monsieur Gérôme, segundo de a bordo.
Era un hombre curtido por el sol, con una barba rojiza, que caminaba hamacándose. Tenía un elefante tatuado en el dorso de la mano izquierda. Cambiaron frases corteses. A la media hora, Monsieur Gérôme estaba enamorado de Graciela. La cortejó sin éxito durante la travesía. Ella suspiraba y miraba el horizonte o las estrellas palpitantes. Yo había sido relegado al camarote enano, pero la sombrilla de Graciela me tuvo al tanto de los acontecimientos. Me informó de que mi dueña y el marino habían descendido juntos en la escala de Cabo Verde, pero cuando quiso extenderse en pormenores sobre la naturaleza de la isla, no la dejé proseguir. ¡Para islas me basta y sobra con mi Isla de Francia, en el Océano Índico, me sobran sus mangos, sus guayabos, sus arrozales, sus mirlos, sus loros, sus bengalíes!
La sombrilla ahuecó los encajes el 27 de febrero y me anunció que surcábamos el Río de la Plata y que al día siguiente fondearíamos en Montevideo. El 28, al crepúsculo, Graciela me sacó a tomar aire. El río me impresionó por feo y barroso. Parece que está infestado de bancos de arena.
Mi ama se acodó a proa. Sus velos jugaban con la brisa. Ascendía la luna. El espectáculo me puso triste. Se unió a nosotros el ineludible Monsieur Gérôme.
—El viaje termina —susurró.
Las manos de Graciela, enguantadas de gris, descansaban sobre mi página 123. Sobre ella avanzaron también, peludas, las manos del francés. Me inquietó el elefante, macizo, obsceno. Graciela permitió que sus dedos se rozaran, como distraída, como si lo único que le interesara fueran las nubes que tajeaban al satélite. Debajo, me estremecí como si me atravesara una corriente eléctrica. Me sobrecogió la sensación singular de ser un lecho negro y blanco sobre el cual se debatían diez seres indefinibles: cinco de ellos desnudos, locos de fiebre.
—No me queréis —se angustió el marino—, me odiáis.
Ella esbozó una sonrisa melancólica:
—No os odio. Habéis sido muy bueno conmigo.
Tornó a mirar al cielo.
La barba roja de Monsieur Gérôme echaba chispas: