Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
«Pero no es el negocio lo que a él le preocupa», pensó Molly. «Sus preocupaciones se centran en mí. Y esto, ¿por qué? ¿Por qué?» No lograba dar con la explicación. Y, sin embargo, estaba segura de ello... Se lo habían dicho sus preguntas, sus rápidas miradas. «¿Por qué?», se preguntó una vez más Molly. «He obrado con todo género de precauciones.» Hizo un repaso mental de los últimos acontecimientos. No acertaba a recordar en qué punto o momento había comenzado aquello. Ni siquiera estaba segura de la naturaleza del hecho. Había empezado por sentirse atemorizada ante la gente. ¿Por qué causa? ¿Qué podían hacerle los demás?
Molly bajó la cabeza. Experimentó un fuerte sobresalto al notar que alguien le tocaba en el brazo. Dio la vuelta rápidamente, enfrentándose entonces con Gregory Dyson, levemente desconcertado, que se dirigía a ella hablándole en un tono de excusa:
—¡Te veo siempre tan abatida! ¿Te asusté, pequeña?
A Molly le disgustó profundamente que Dyson la llamara «pequeña». Se apresuró a contestarle:
—No le oí acercarse, señor Dyson, y debido a eso llegó a asustarme.
—¿«Señor Dyson»? ¡Huy, qué ceremoniosos estamos! ¿No formamos todos acaso, aquí dentro, una especie de familia, una familia dilatada y feliz? Está Ed
y yo,
Lucky, Evelyn y tú misma, Tim, Esther Walters y el viejo Rafiel... Sí, somos como una gran familia.
«Debe haber bebido mucho esta noche ya», pensó Molly, obsequiando a su huésped con una sonrisa.
—Conviene las más de las veces que los regentes del establecimiento se mantengan en su sitio, cumpliendo estrictamente con sus obligaciones —respondió Molly, restando con el gesto gravedad a sus palabras—. Tim y yo creemos que es más cortés no llamar a nuestros huéspedes por sus nombres de pila.
—¡Bah, bah! Dejemos el negocio a un lado... Ahora, Molly, querida, vamos a echar los dos un traguito.
—Invíteme más tarde, si quiere. En estos momentos tengo bastantes cosas que hacer todavía.
—No huyas —Gregory Dyson cogió a Molly del brazo—. Eres muy atractiva, muchacha. Espero que Tim sepa darse cuenta de su buena suerte.
—¡Ya me encargo yo de que sea así! —exclamó ella, de muy buen humor.
—Yo te dedicaría todo mi tiempo, querida. Sí. No me costaría ningún trabajo... Claro que no quisiera que mi mujer me oyese decir esto.
—¿Han tenido ustedes un buen viaje esta tarde?
—Me parece que sí... Entre tú y yo, Molly: a veces me canso. Los pájaros y las mariposas llegan a aburrirle a uno. ¿Qué te parece si tú y yo, por nuestra cuenta, hiciéramos una excursión cualquier día de éstos?
—Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo —declaró Molly alegremente—. Espero con ansiedad ese momento —añadió burlona. Escapó de allí con unas leves risas, regresando al bar.
—Hola, Molly —dijo Tim—. ¿Y eso, por qué corres? ¿Con quién estabas ahí fuera?
—Con Gregory Dyson.
—¿Qué quería?
—Estaba intentando conquistarme —contestó Molly, sencillamente.
—¡Maldita sea! Le voy a...
—No te preocupes, Tim. Sé muy bien lo que he de hacer para que no se atreva a pasar de unas cuantas frases sin importancia.
Cuando Tim iba a contestar a las últimas palabras de su mujer descubrió a Fernando, marchándose entonces en dirección a él al tiempo que le daba algunas instrucciones. Molly se fue a la cocina, cruzó ésta y por la escalerilla exterior descendió a la playa.
Gregory Dyson lanzó un juramento. Después echó a andar lentamente hacia su «bungalow». Cerca ya de éste oyó una voz que le hablaba desde las sombras de unos arbustos. Volvió la cabeza, sobresaltado. Pensó hallarse frente a un fantasma. Luego se echó a reír. En la figura que descubriera a unos pasos de él, no se descubría a primera vista el rostro porque era negro, destacando, en cambio, la blancura inmaculada del atuendo.
Victoria abandonó el escondrijo de los arbustos, saliéndole al paso.
—Por favor... ¿Es usted el señor Dyson? —preguntó la joven.
—Sí. ¿Qué ocurre?
Avergonzado por un instintivo sobresalto, Dyson hablaba con cierto tono de impaciencia.
—Le he traído esto, señor —Victoria le tendía un frasco de tabletas—Es suyo, ¿verdad?
—¡Oh! Mi frasco de tabletas de «Serenite». Naturalmente que es mío. ¿Dónde lo has encontrado, muchacha?
—Lo encontré donde alguien Io colocó: en la habitación del caballero.
—¿La habitación del caballero? ¿Y eso qué es lo que quiere decir?
—Me refiero al caballero que murió —añadió la joven gravemente—. No creo que el pobre señor descanse muy bien en su tumba.
—¿Y por qué diablos piensas así?
Victoria guardó silencio, permaneciendo con la mirada fija en el rostro del señor Dyson.
—Todavía no he comprendido bien lo que me has dicho. Tú aseguras haber hallado este frasco de tabletas en las habitaciones del comandante Palgrave, ¿no es así?
—Sí, señor. Cuando el doctor y los hombres de Jamestown se hubieron marchado me encargaron que recogiese las cosas del comandante para tirarlas, esto es: los polvos para los dientes, las lociones... Todo eso.
—¿Y por qué no tiraste esto también?
—Porque esto era suyo. Usted lo echó de menos. ¿No recuerda que me preguntó por el frasco?
—Sí... pues... sí, es verdad. Creí... creí haberlo extraviado.
—No; no lo extravió. Esas tabletas se las quitaron a usted para ponerlas entre las cosas del comandante Palgrave.
—¿Cómo sabes tú eso? —inquirió Dyson agriamente.
—Lo sé, porque lo vi. —Victoria sonrió. Hubo un blanquísimo centelleo en sus labios—. Alguien puso la botellita en la habitación del caballero. Ahora yo se la devuelvo.
—Un momento... Espera. ¿Qué has querido decir? ¿Qué es... qué es lo que tú viste?
Victoria se alejó por donde había llegado, perdiéndose entre las sombras de los arbustos cercanos. El primer impulso de Greg fue echar a correr tras ella. Se detuvo inmediatamente. Quedóse en actitud pensativa, rascándose la barbilla.
—¿Qué te pasa, Greg? ¿Has visto algún duende? —le preguntó su mujer, avanzando por el camino, procedente del «bungalow» que ocupaban.
—Durante unos segundos eso fue precisamente lo que creí, aunque te rías.
—¿Con quién estabas hablando?
—Con esa chica nativa que limpia el «bungalow». Se llama Victoria, ¿verdad?
—¿Qué quería? ¿Hacerte la rueda?
—No seas tonta, Lucky. A esa muchacha se le ha metido en la cabeza una idea estúpida.
—Explícate.
—¿No te acuerdas de que el otro día no lograba encontrar mis tabletas de «Serenite»?
—Eso me dijiste.
—¿Qué quieres darme a entender con esa frasecita? «¡Eso me dijiste!»
—¡Oh, Greg! ¿Vas a dedicarte a analizar ahora cada una de las palabras que pronuncie?
—Lo siento, Lucky —repuso Greg—. Todos andamos nerviosos estos días. —A continuación le mostró el frasquito—. Esa chica me lo ha traído.
—¿Te lo había quitado?
—No. Lo encontró en no sé dónde...
—¿Y qué? ¿Qué hay de particular, de misterioso, en todo ello?
—¡Oh, nada! —declaró Greg—. Es que la muchacha consiguió irritarme.
—Bueno, Greg. Olvidemos eso... ¿Te parece bien que bebamos algo antes de sentarnos a la mesa?
Molly había bajado a la playa. Cogió uno de los viejos sillones de mimbre, uno de los más estropeados, que casi nadie utilizaba ya. Permaneció sentada, inmóvil, frente al mar unos minutos. De pronto bajó la cabeza y tapándose el rostro con ambas manos estalló en sollozos. Luego oyó un rumor de pasos y al levantar la vista se encontró con la figura de la señora Hillingdon, quien la miraba en silencio.
—Hola, Evelyn. Perdone. No la oí llegar.
—¿Qué te pasa, criatura? —le preguntó Evelyn—. ¿Hay algo que marcha mal? —Tomando otro sillón, se sentó a su lado—. Vamos, cuéntame.
—No, no es nada...
—¿Dejará de pasarte algo, hija? No se busca la soledad para llorar sin un motivo justificado. ¿Es que no puedes contármelo? ¿Ha ocurrido algo entre tú y Tim?
—¡Oh, no!
—Me alegro de que así sea. Vosotros dais la impresión de ser una pareja perfecta, feliz.
—Igual que usted y su marido —repuso Molly—. Tim y yo siempre hemos comentado que es un espectáculo maravilloso el que ofrecen los dos... He ahí lo difícil: sentirse feliz tras muchos años de matrimonio.
—¡Oh!
Evelyn pronunció esta exclamación casi involuntariamente. Molly no supo interpretar su significado.
—Son muy frecuentes la disidencias entre marido y mujer, de modo especial andando el tiempo. Hay parejas que se quieren mucho y, sin embargo, discuten por cualquier cosa y, lo que es más lamentable, lo hacen en público incluso.
—Cierta clase de gente disfruta así, al parecer —manifestó Evelyn.
—Yo creo que eso es horrible.
—Lo es, por supuesto.
—Ahora, que al verla a usted con Edward...
—Mira, Molly... No consiento que te figures algo que no es. Edward y yo... —Evelyn hizo una pausa—. Si quieres saber la verdad te diré que apenas hemos cruzado unas palabras en privado en estos últimos tres años.
—¿Qué? —Molly miró a su interlocutora, aterrada—. No... no puedo creerlo.
—Claro. Es que los dos somos buenos actores. No. No se nos puede incluir entre esas parejas que riñen en público, ciertamente. Aparte de que en realidad no tenemos por qué llegar a eso.
—Pero, ¿qué es lo que les ha sucedido a ustedes?
—En nuestro caso ha sucedido lo de siempre.
—¿Lo de siempre? ¿Otra...?
—Sí, otra mujer. Y creo que no te será muy difícil averiguar quién es...
—¿Se está usted refiriendo a la señora Dyson? ¿A Lucky?
Evelyn asintió.
—Ya me di cuenta hace tiempo de que siempre andaban flirteando
—declaró Molly—, pero juzgué que no se trataba de nada...
—De nada importante, ¿verdad? Pensaste que no habría nada de censurable en su actitud...
—Bien. ¿Y por qué...? —Molly hizo una pausa, intentando expresar su pensamiento con toda frialdad—. ¿Y usted no...? Me parece que no debiera hacerle ninguna pregunta.
—Puedes preguntar lo que quieras —dijo Evelyn—. Estoy cansada de callar siempre, de aparecer a los ojos de todos como lo que no soy: una esposa mimada y feliz. Lucky es la culpable de que Edward haya perdido la cabeza. Fue tan estúpido como para ir en mi busca y contarme lo que pasaba. Me imagino que pensaría que esto haría que yo me sintiera mejor. Un hombre sincero, honorable. Sí. Todo lo que él quería, pero ni por un momento se le ocurrió pensar que aquel hecho podía ser para mí un golpe tremendo.
—¿Quiso dejarla?
Evelyn movió la cabeza, denegando.
—Tenemos dos hijos, ¿sabes? Les queremos mucho. Están, como internos, en un colegio de Inglaterra. No quisimos deshacer nuestra casa. Además, Lucky tampoco aceptaba divorciarse de su marido. Greg es un hombre muy rico. Su primera esposa le dejó una gran cantidad de dinero. Convinimos en vivir y dejar vivir... Edward y Lucky en su feliz inmoralidad, y Greg en su ciega ignorancia. Edward y yo quedamos como amigos.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por Evelyn con un claro acento de amargura.
—Pero... ¿Puede usted soportar una vida semejante?
—Una se acostumbra a todo. Sin embargo, a veces...
—Siga, siga usted, Evelyn.
—A veces siento deseos de matar a esa mujer.
Molly se asustó al observar la pasión con que Evelyn pronunció aquella frase.
—No hablemos más de mí —propuso Evelyn—. Ocupémonos ahora de ti. Quiero saber cuál es la causa de tus preocupaciones.
Molly calló un momento antes de responder:
—Pues no se trata más que de... Bueno, creo que no me encuentro muy bien.
—¿Que no te encuentras bien? A ver, a ver, explícate mejor. Molly hizo un gesto de angustia.
—Estoy asustada, terriblemente asustada...
—Asustada... ¿por qué?
—Lo ignoro —repuso Molly—. Lo único que sé es que tengo miedo, un miedo terrible, cada vez más... Cualquier cosa me produce un gran sobresalto, un rumor en la arboleda, unos pasos... Me inquietan algunas frases de la gente que está a mi alrededor, empeñándome en hallar en las mismas sentidos que no tienen. Experimento en algunas ocasiones la sensación de que alguien me vigila, de que soy observada... Yo pienso que debe de haber una persona que me odia. En esto acabo afirmándome siempre.
—¡Pobre criatura! —exclamó Evelyn apenada—. ¿Desde cuándo te ocurre todo eso?
—No recuerdo... Ha sido una cosa gradual. Y paso por otras pruebas también.
—¿Qué clase de pruebas?
—Hay ocasiones en que no me acuerdo de nada por unos momentos.
—Es decir, sufres algo así como una amnesia temporal, ¿verdad?
—Sí, eso debe ser. En tales instantes no me es posible recordar qué hice una hora o dos antes.
—¿Cuándo suelen pasarte esas cosas?
—A cualquier hora del día. Siento como si hubiera estado en otros sitios, diciendo o haciendo algo que no consigo recordar, en compañía de otras personas.
Evelyn estaba verdaderamente impresionada.
—Querida Molly: debieras ir a ver cuanto antes a un médico.
—No, no. No quiero ver a ningún médico. ¡Ni hablar de eso, Evelyn! Ésta escrutó el rostro de la joven, tomando afectuosamente una de sus manos entre las suyas.
—Es probable que todo lo que te asusta no sean más que figuraciones tuyas, Molly. Ya sabes que existen trastornos nerviosos que no encierran gravedad alguna. El médico a quien consultaras te fijaría un tratamiento adecuado y podrías recuperarte en seguida.
—Tal vez todo no fuera tan sencillo como asegura usted. Quizá me dijera que lo que a mí me pasa es algo muy grave, lo cual aún me descorazonaría más.
—Pero, criatura, ¿en qué te fundas para pensar así?
Molly guardó silencio de nuevo, respondiendo, de una manera más vacilante que nunca:
—Sí, ya sé que no hay en mi caso un motivo que justifique tal suposición...
—¿Tienes familia? ¿Vive tu madre? ¿Dispones de alguna hermana? ¿No podrían venir aquí para atenderte durante una temporada?
—No puede contar con mi madre. Nunca me entendí bien con ella. Tengo hermanas, sí. Están casadas, pero me imagino que vendrían aquí si yo las llamara, si tuviese necesidad de ellas. No es mi propósito, sin embargo. No quiero saber nada de nadie... de nadie que no sea Tim.
Evelyn inquirió curiosa: