Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
—Es usted muy amable, Evelyn, pero... Molly se encuentra perfectamente. Se sobrepondrá a esos trastornos de que hemos estado hablando.
Evelyn hizo un gesto de duda. Alejóse de Kendal, echando un vistazo al interior del salón. La mayor parte de los huéspedes se habían marchado a sus «bungalows». Evelyn se encaminaba lentamente hacia su mesa para comprobar si se había dejado algo en ella cuando oyó a su espalda una exclamación proferida por Tim. Volvió la cabeza rápidamente. El joven miraba fijamente en dirección a la escalinata del final de la terraza. Entonces contuvo el aliento, asombrada...
Molly subía por allí, procedente de la playa. Respiraba angustiada, entre continuos sollozos. Su cuerpo oscilaba cada vez que daba un paso, como si anduviera sin rumbo fijo... Tim gritó:
—¡Molly! ¿Qué te pasa, Molly?
Kendal echó a correr hacia ella y Evelyn le siguió. La chica se encontraba ya en la parte superior de la escalera, donde se quedó plantada señalando a lo lejos. Con voz entrecortada dijo:
—La encontré ahí... Está ahí, entre los arbustos... entre los arbustos... Mirad mis manos. Sí. Miradlas...
Tendió los brazos en dirección a Evelyn y Tim...
Observaron en seguida unas manchas extrañas, oscuras, en sus manos. Evelyn sabía muy bien que a la luz del día aquéllas hubieran aparecido rojas a sus ojos.
Tim preguntó a su esposa, atropelladamente:
—¿Qué ha sucedido, Molly?
—Ahí abajo... —la muchacha vaciló. Por un instante pareció ir a caer al suelo, desmayada—. En los arbustos...
Tim no sabía qué hacer. Miró a Evelyn. Luego obligó a Molly a que se aproximara a ella. A continuación empezó a bajar la escalera, a toda prisa.
Evelyn pasó un brazo en torno a los hombros de la joven.
—Vamos, Molly. Siéntate aquí, ¿quieres? Voy a darte algo de beber. Ya verás cómo te notas mejor.
Molly se derrumbó sobre una silla, echándose de bruces encima de la mesa, hundiendo el rostro entre sus brazos. Evelyn se abstuvo de hacerle pregunta alguna en aquellos momentos. Pensó que era más prudente dejar pasar unos minutos para que la pobre chica se recuperara.
—Vamos, Molly, no te apures —le dijo luego—. Esto no es nada.
—No sé... no sé qué sucedió —murmuró Molly—. No sé nada. No recuerdo nada. Yo... —levantó la cabeza de pronto—. ¿Qué me pasa a mí? ¿Qué me pasa?
—Tranquilízate, muchacha. Vamos, tranquilízate.
Tim subía lentamente por la escalinata de la terraza. Una mueca horrible desfiguraba su rostro. Evelyn levantó la vista, enarcando las cejas inquisitivamente.
—Se trata de una de nuestras sirvientas —manifestó—. ¿Cuál es su nombre...? Sí. Victoria. Alguien la ha apuñalado.
Molly estaba tendida en su lecho. El doctor Graham y su colega el doctor Robertson, médico de la Policía local, se habían situado a un lado de aquél. Tim se encontraba frente a ellos. Robertson había cogido una de las manos de la joven para tomarle el pulso... Hizo una seña al hombre que vestido con el uniforme de la Policía se hallaba al pie de la cama. Tratábase del inspector Weston, de las fuerzas policíacas de St. Honoré.
—Procure que el interrogatorio sea breve —dijo el doctor.
—Comprendido —contestó el otro.
A continuación, preguntó, mirando a Molly:
—¿Quiere decirnos, señora Kendal, cómo descubrió el cuerpo de esa muchacha?
Por un momento todos experimentaron la impresión de que la figura que yacía en el lecho no había oído las palabras del inspector Weston. Luego percibieron una voz débil, que parecía venir de muy lejos...
—En los arbustos... Blanco...
—Sin duda distinguió usted algo blanco en la semioscuridad del lugar y se acercó
allí
para ver qué era... ¿Fue eso lo que ocurrió?
—Sí... blanco... estaba tendida. Intenté... intenté levantarla. Ella... sangre... sangre en mis manos...
Molly comenzó a temblar.
El doctor Graham miró expresivamente a su colega. Robertson susurró:
—No está en condiciones de declarar nada.
—¿Qué estaba usted haciendo en el camino de la playa, señora Kendal?
—Me... encontraba a gusto allí... junto al mar.
—¿Identificó en seguida a la chica?
—Sí... Era Victoria..., una chica muy agradable..., siempre reía... ¡Oh! Y ahora... No. Ya no volveremos a verla reír jamás... No podré olvidar esto nunca... nunca...
Molly levantó gradualmente la voz. Parecía ir a ser presa de un ataque de histeria.
—Tranquilízate, Molly... Vamos, querida...
Era Tim quien acababa de hablarle así.
—No hable, no hable... —le ordenó el doctor Robertson, imponiéndose dulcemente—. Descanse un poco. Ya verá qué bien se queda. Un leve pinchazo y...
El médico preparó una jeringuilla.
—No se hallará en condiciones de ser interrogada hasta que pasen veinticuatro horas, por lo menos —declaró—. Ya le avisaré a usted, inspector Weston.
El atlético negro miró, uno por uno, los rostros de los hombres que se habían sentado tras la mesa.
—Juro que eso es todo lo que sé —dijo.
Gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Daventry suspiró. El inspector Weston, de la Brigada de Investigación Criminal, que presidía la reunión, hizo un elocuente ademán. El fornido Jim Ellis salió de la habitación lentamente, arrastrando los pies.
—Desde luego, no ha declarado todo lo que sabe —sancionó Weston, que hablaba con la suave entonación peculiar de los habitantes de la isla—. Claro que no lograremos sacarle más, por muchos esfuerzos que hagamos.
—¿No le cree complicado en el suceso? —inquirió Daventry.
—No. Parece ser que los dos se llevaban bien siempre.
—No estaban casados, ¿verdad?
Los labios del inspector Weston se distendieron en una leve sonrisa.
—No, no estaban casados. Poca gente contrae matrimonio en nuestra isla. Sin embargo, bautizan a los hijos. Victoria dio dos a ese hombre.
—Sea lo que sea lo que haya tras esto, ¿estima usted que Jim Ellis estaba de acuerdo con... con su mujer?
—Es probable que no. Seguramente a él le daba miedo meterse en un lío. Y me atrevería a afirmar que Victoria no había llegado a descubrir ningún secreto trascendental.
—¿Le bastaría, quizá, para hacer chantaje?
—Yo no sé siquiera si me atrevería a emplear esa palabra. Dudo de que la joven conociese su significado. Cuando se percibe una cantidad por ser discreto no se puede hablar de chantaje propiamente dicho. Fíjese en esto: algunas de las personas que se hospedan aquí pertenecen a una categoría social definida, que no tiene más misión que vivir lo mejor posible. Su conducta, en cuanto a la moral, generalmente, deja bastante que desear, y esto se aprecia de buenas a primeras, sin otro trabajo que el de realizar una investigación superficial. Weston se expresaba en tono muy severo.
—Sí. Suele hacerse eso que usted ha señalado —manifestó Daventry—. Cuando una mujer, por ejemplo, no quiere que se divulguen sus andanzas recurre a la treta de regalar algo a la doncella que la atiende normalmente. Existe entonces un convenio tácito. Con tales atenciones se compra la discreción de la servidora.
—Exactamente.
—Ahora bien —objetó Daventry—, aquí no hubo nada de eso. Nos hallamos nada menos que ante un asesinato.
—Dudo que la víctima creyese que andaba metida en algo serio. Lo más seguro es que viese algo que excitara su curiosidad, que presenciara algún chocante incidente. En el mismo, aquel frasco de tabletas desempeñaba su papel. Pertenecían al señor Dyson, tengo entendido. Será mejor que le veamos.
Gregory apareció en el cuarto con su aire cordial de siempre.
—Aquí me tienen —dijo—. ¿Puedo servirles en algo? ¡Qué desgracia lo de esa chica! Era muy simpática. A mi mujer y a mí nos agradaba mucho. Supongo que habrá reñido con el hombre con quien viviera... Me extraña esto, no obstante, porque siempre la veíamos contenta y despreocupada. Anoche mismo le gastó unas cuantas bromas...
—Señor Dyson: ¿es cierto que usted toma con regularidad un medicamento denominado «Serenite»?
—Completamente cierto. Viene preparado en forma de tabletas de un ligero color rosado.
—¿Toma usted las mismas por prescripción médica?
—Naturalmente. Puedo mostrarles recetas, si lo desean. Como tanta gente hoy en día, tengo la tensión alta.
—Pocas son las personas que saben eso de usted.
—No suelo hablar de ello. He sido siempre un hombre muy fuerte, de excelente salud. Jamás me han sido simpáticos los individuos que se pasan el día hablando de sus dolencias.
—¿Cuántas tabletas acostumbra usted tomar durante la jornada?
—Tres.
—¿Está bien provisto de ellas normalmente?
—Sí. Siempre llevo en mis maletas media docena de frascos. Los guardo bajo llave. Sólo tengo al alcance de la mano el que estoy usando.
—Ese frasco fue precisamente el que usted echó de menos no hace mucho, según me han dicho...
—Exacto.
—¿Es cierto que le preguntó a esa muchacha indígena, a Victoria Johnson, si lo había visto?
—Sí.
—¿Qué le contestó ella?
—Me contestó que la última vez que lo viera estaba en uno de los estantes de nuestro cuarto de baño. Me anunció que lo buscaría.
—¿Qué ocurrió luego?
—Más adelante fue en mi busca... Había encontrado las tabletas. «¿Son las suyas?», me preguntó.
—Y usted respondió...
—«Desde luego que sí. ¿Dónde estaban?» Declaró que en el cuarto del comandante Palgrave. Inquirí: «¿Cómo diablos fueron a parar allí?»
—¿Y qué le contestó a eso?
—Me contestó que no lo sabía. Pero...
Dyson, vacilante, se interrumpió unos instantes al llegar aquí.
—Diga, diga, señor Dyson.
—Bien... Me dio la impresión de que sabía algo más de lo que estaba diciendo. Sin embargo, no presté mucha atención al incidente. En fin de cuentas no tenía mucha importancia. Como ya he dicho, siempre dispongo de algunos frascos de repuesto. Pensé que podía haber dejado aquél en el restaurante o en otro sitio cualquiera, de donde el viejo Palgrave lo cogería por un motivo u otro. Tal vez se lo echara al bolsillo con el propósito de devolvérmelo, olvidándose de ello más adelante.
—¿Y es eso cuanto sabe acerca de este asunto, señor Dyson?
—Eso es todo lo que sé. Lamento no poder serles de más utilidad. ¿Tiene importancia lo que les he comunicado? ¿Por qué?
Weston se encogió de hombros.
—Tal como están las cosas cualquier detalle puede resultar de la máxima importancia.
—Ignoro qué papel cabría atribuir a mis tabletas. Yo me figuré que ustedes querrían saber cuáles fueron mis movimientos alrededor de la hora en que esa pobre muchacha fue apuñalada. He anotado todos aquéllos por escrito con el mayor cuidado posible.
Weston parecía pensativo.
—¿De veras? Hay que reconocer que es usted muy servicial, señor Dyson.
—Pensé que así les ahorraba trabajo —alegó Greg, tendiéndole un papel. Weston lo estudió. Daventry aproximó su silla a la de él y se puso a leer por encima de su hombro.
—Esto está muy claro —manifestó Weston un minuto o dos después—. Hasta las nueve menos diez minutos usted y su esposa estuvieron en su «bungalow», vistiéndose. A continuación se marcharon a la terraza, donde en compañía de la señora Caspearo bebieron algo. A las nueve y cuarto se unieron a ustedes los señores Hillingdon, entrando seguidamente todos al comedor. Por lo que usted recuerda, debieron acostarse a las once y media.
Se calló, esperando la contestación.
—Así es —dijo Greg—. No sé en realidad a qué hora fue asesinada esa joven...
Por la entonación, las palabras de aquél parecían más bien una pregunta. El inspector Weston, sin embargo, hizo como si no lo hubiera advertido.
—Tengo entendido que encontró el cadáver la señora Kendal. ¡Qué impresión tan terrible debió experimentar!
—Efectivamente. El doctor Robertson tuvo que administrarle un calmante.
—Eso ocurrió a una hora avanzada ya, ¿no?; es decir, cuando la mayor parte de los huéspedes se habían ido a la cama...
—Sí.
—¿Habían transcurrido muchas horas desde el momento de su fallecimiento? Me refiero al espacio de tiempo que medió entre el momento del asesinato y el macabro hallazgo de la señora Kendal.
—No sabemos exactamente a qué hora se produjo —declaró sencillamente el inspector.
—¡Pobre Molly! ¡Qué experiencia tan desagradable le ha tocado vivir! La verdad es que anoche la eché de menos entre nosotros. Me figuré que la habría retenido en sus habitaciones alguna jaqueca o cualquier indisposición por el estilo.
—¿Cuándo vio usted por última vez a la señora Kendal?
—¡Oh! Muy temprano. Antes de regresar a mi «bungalow» para cambiarme de ropa. Estaba echando un vistazo a las mesas, dándoles los toques definitivos. Arreglaba los cubiertos, ponía un cuchillo en su sitio, etcétera.
—Ya, ya...
—La vi muy animada —señaló Greg—. Bromeó, incluso... Es una gran muchacha Molly. Todos la queremos. Tim es un hombre afortunado.
—Bueno, hemos de darle las gracias, señor Dyson. ¿No recuerda nada nuevo referente a la declaración de Victoria cuando le devolvió sus tabletas?
—No recuerdo más de lo que le he contado. Habiéndole preguntado a esa chica dónde había hallado mi frasco de «Serenite», me contestó que en la habitación de Palgrave.
—¿Quién lo pondría allí? ¿No tenía ella ninguna idea acerca de eso?
—No creo... En realidad, no recuerdo.
—Muchas gracias, señor Dyson. Gregory se marchó.
—¡Qué previsor! —exclamó Weston, tabaleando con las uñas de sus dedos índice y anular sobre el papel que tenía delante—. Ese hombre ha demostrado ciertamente un gran interés por darnos a conocer con toda exactitud lo que hizo anoche.
—Demasiado interés, ¿no le parece? —comentó Daventry.
—No sé qué decirle... Usted sabe que hay gente que vive en una perpetua inquietud, temiendo verse complicada en cualquier asunto sucio... Y no es porque sean culpables de algo quienes así sienten.
—Bueno, ¿y no pudo darse una oportunidad ideal, que el asesino aprovechara? Aquí casi nadie puede presentar una coartada perfecta, impecable, si pensamos en la existencia de la ruidosa orquesta y las entradas y salidas constantes del salón efectuadas por los que allí se encuentran. La gente se levanta, abandona las mesas, regresa. Los hombres salen a estirar las piernas. Dyson pudo haberse escabullido un momento. Cualquier otra persona dispuso de una ocasión semejante. Aquél parece empeñado en probar de una manera contundente que no salió —Daventry bajó la vista, fijándola pensativamente en el papel—. Tenemos a la señora Kendal ordenando los cuchillos en ésta o en aquella mesa... Yo me pregunto si ese hombre cogería uno de ellos con un propósito determinado.