Misterio de los mensajes sorprendentes (3 page)

BOOK: Misterio de los mensajes sorprendentes
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—No conocemos ninguna —dijo Daisy—, pero me consta que hay una casa llamada «Los Álamos» en nuestra calle.

—¡Bah! —replicó el señor Goon con fastidio al oír, una vez más, que le sugerían «Los Álamos».

Nadie le hizo caso.

—También existe una finca llamada «Los Abetos» —añadió Bets— y otra «Los Castaños», pero no recuerdo ninguna llamada «Las Yedras».

—¿Y este señor Smith? —preguntó Fatty mirando a una de las notas—. ¿Por qué tiene que marcharse de «Las Yedras» o lo que sea?, y, ¿por qué el señor Goon ha de preguntarle cuál es su verdadero nombre? Debe de tratarse de un nombre falso que usa con algún proyecto determinado.

—Realmente parece un misterio —dijo Pip ilusionado—, no hemos tenido ocasión de descifrar ninguno durante todas estas vacaciones y esto es excitante.

—¿Dijo que encontró estas notas en la bolsa de las pinzas, en la carbonera y en el cubo de la basura? —preguntó Fatty al señor Goon—. ¿Dónde encontró la otra?

—Lo sabes tan bien como yo —gruñó el policía—. Se hallaba en el buzón de las cartas. Lo recogió mi sirvienta. Luego, cuando me dijo que el mozo de la carnicería había venido esta mañana, precisamente a la hora en que fue encontrada la última nota, comprendí quién era el depositario de estas cartas.

—Conforme, pero el caso es que yo no soy el mozo de la carnicería —replicó Fatty—. ¿Por qué no se lo pregunta usted a él mismo? ¿O prefiere que lo haga yo? Este asunto resulta muy interesante, señor Goon, y yo creo que, detrás de todo esto, se esconde algo raro.

—Desde luego. Pero insisto en que el culpable eres tú, Federico Trotteville —dijo el señor Goon—. No lo niegues, te conozco muy bien y no permito que me cuentes más tonterías.

—Será mejor que terminemos esta discusión —dijo Fatty muy enérgico pero cortés—. Yo nunca digo mentiras. ¡Nunca! Tendría que saberlo desde hace ya mucho tiempo. He hecho diabluras de toda clase, pero no soy mentiroso, mas, puesto que usted cree lo contrario, lo mejor es que recoja esas cartas y se marche.

El señor Goon, ofendido, se levantó de su butaca, cogió las cartas que tenía Fatty y las tiró violentamente al suelo, y con airado acento, dijo:

—Te las puedes guardar. Tú las enviaste y te las puedes quedar, pero ten cuidado, si vuelvo a recibir otra, informaré al superintendente Jenks de lo que ocurre.

—De todas maneras, será mejor que lo haga —dijo Fatty—. A lo mejor detrás de todo esto se esconde algo serio. Usted me tiene manía y le repito que no sé nada de estas cartas anónimas. Ahora, le suplico, de nuevo, que me deje en paz.

—¿Por qué no buscó huellas digitales en los sobres y en las cartas, señor Goon? —insinuó Pip de repente—. Así usted sabría si fue o no Fatty quien mandó esas notas.

—Tened en cuenta que todos nosotros hemos manoseado estos papeles y, por consiguiente, hemos dejado en ellos impresas nuestras huellas —aclaró Fatty.

—Huellas digitales —dijo burlonamente el señor Goon—. ¡Bah! Eres lo suficientemente inteligente para haberte puesto guantes al enviar esos anónimos, Federico Trotteville. Bueno, ya he dado mi opinión sobre todo esto y me voy, pero acuérdate de mis palabras: otra nota y te encontrarás en un lío, tan tremendo, que «desearás no haber nacido».

«Además, debería de quemarte ese disfraz con el que has querido hacerte pasar por el mozo de la carnicería. De todos modos, estoy seguro que si no hubiera sido por ese disfraz, nunca hubiera supuesto que eras tú el que mandaba estas notas. Ya has utilizado disfraces otras veces.»

El policía abandonó la habitación, dando un fuerte portazo que asustó a «Buster» y empezó a ladrar desaforadamente.

—¡Cállate, «Buster»! —dijo Fatty, sentándose de nuevo en el diván. Y dirigiéndose a sus compañeros, preguntó—: ¿Qué opináis acerca de esas notas? Muy extraño, ¿verdad?

Mientras tanto Larry había recogido las cartas del suelo y las puso sobre la mesa.

Los cinco quedaron pensativos, contemplando los papeles.

—¿Por qué no hacemos de detectives? —dijo Larry, ilusionado—. Estoy seguro de que Goon no sacará nada en claro; ¿por qué no lo intentamos nosotros?

—¡Desde luego! —contestó Fatty—. Empieza otra nueva aventura para nosotros.

CAPÍTULO III
EL SEÑOR GOON ESTÁ PREOCUPADO

El señor Goon regresó a su casa en bicicleta y de un humor de perros.

Fatty siempre conseguía de una manera u otra llevarle la ventaja. Pero, así y todo, el policía continuaba creyendo que la razón estaba de su parte.

¡De qué modo ese muchacho gordinflón le había engañado disfrazándose de manera tal que se le confundiera con el mozo de la carnicería!

Bien, de todas maneras, Goon podía decirle a la señora Hicks que el asunto de las notas estaba solucionado y que el culpable había recibido un castigo ejemplar.

Dejó la bicicleta apoyada en la verja y entró en su casa, encontrando a la señora Hicks que estaba materialmente rodeada de agua y jabón, fregando el suelo de la cocina.

—¡Oh, ¿ya está usted de vuelta? —empezó diciendo—; a propósito, tengo que comprar unas bayetas, porque ésta ya está que no sirve para nada. Está muy vieja y así no puedo...

—Señora Hicks —interrumpió secamente el policía señor Goon—: respecto a esas notas, no encontrará ninguna. Supongo que le gustará saberlo. Estuve hablando con la persona que las mandó y le he dado un susto de muerte. Logré que lo confesara todo, pero, por esta vez, tuve consideración con él y lo dejé en libertad. Así, pues, ya no volverá a suceder esto.

—Se equivoca, señor —repuso la señora Hicks, levantándose con mucha dificultad y permaneciendo en pie delante del policía, todavía con los pertrechos de fregar en las manos—. Se equivoca usted, porque encontré otra nota, después de que usted se hubo marchado.

—¡No es posible! —exclamó el señor Goon, dando un paso atrás.

—No obstante, es verdad, señor Goon —dijo la sirvienta—; la encontré en un sitio muy raro también. Nunca me habría dado cuenta de no haber sido por le lechero, que me avisó.

—¿El lechero? ¿Dónde la encontró? —dijo el señor Goon atónito—. ¿Dónde estaba?

—En la botella de leche vacía, que estaba fuera de la casa, por la parte trasera —siguió la señora Hicks, divertida por la cara de sorpresa del policía, y añadió—: El repartidor recogió la botella vacía y entonces fue cuando se dio cuenta de ello. La nota estaba pegada al cuello de la misma.

El señor Goon se dejó caer pesadamente en una silla de la cocina y dijo:

—¿Cuándo dejaron esa nota? ¿No podía haber sido colocada, por ejemplo, en el mismo momento que el mozo de la carnicería estuvo por aquí?

—¡Oh, no señor!, porque yo puse la botella allí minutos antes de que viniera el lechero —contestó la señora Hicks—. La lavé. Yo siempre limpio las botellas vacías antes de devolverlas. No hago como mucha gente... A los cinco minutos vino Joe, que es el lechero, y dejó la botella llena y se llevó la vacía.

—¿Y la nota estaba allí, entonces? —preguntó el señor Goon con incredulidad.

—Sí, señor, el repartidor me dijo: «¡Eh!, ¿qué hace esta nota aquí? Va dirigida al señor Goon», y me la entregó. Ahora mismo se la he dejado sobre la mesa del despacho.

—Dígame exactamente cuándo le entregó ese hombre la nota —preguntó el pobre señor Goon.

—Hace unos veinte minutos, señor —contestó la señora.

Goon se quedó abatido. Veinte minutos antes estaba él con los cinco muchachos, de forma que quedaba bien claro que no podían ser ellos los que pusieron la nota en la botella y mucho menos Fatty.

—Parece desconcertado, señor —dijo la señora Hicks—. Le voy a servir una buena taza de té bien caliente. La tetera está hirviendo.

—Sí, sí; mejor será que me tome una taza de buen té caliente —dijo Goon, y arrastrando los pies, se dirigió hacia su despacho sentándose en su silla.

¿Y ahora qué iba a hacer? Evidentemente, no podía ser Fatty. Alguien más fisgoneaba la casa, escondiendo notas en los sitios más inverosímiles, cuando no había nadie por los alrededores y, ¡vaya jugada!, se había dejado las notas en casa de los niños. ¿Qué hacer? El señor Goon estuvo cavilando unos minutos y se alegró al ver entrar a la señora Hicks con una enorme taza de té. Esto le despejaría un poco.

—Le he puesto cuatro terrones de azúcar —dijo la sirvienta— y si quiere usted más, tiene aquí la azucarera. Le gusta a usted lo dulce, ¿verdad?, señor Goon? Y a propósito, ahora que estamos hablando de ello, ¿cuándo comprará las bayetas que...?

—No hablemos de eso —cortó secamente el señor Goon—. Deje la taza sobre la mesa, señora Hicks; tengo algo muy importante que hacer, de manera que procure que nadie me moleste hasta la hora de almorzar.

La señora Hicks se alejó, ofendida, cerrando ruidosamente la puerta tras de sí. Goon la llamó de nuevo cuando estaba ya en el piso bajo.

—¡Eh, señora Hicks! Un minuto, que quiero hacerle una pregunta.

La señora Hicks entró de nuevo, con aire ofendido y dijo:

—¿Qué le interesa saber?

—El mozo de la carnicería, ¿cómo era? —preguntó Goon con vana esperanza todavía de que pudiera ser Fatty, disfrazado—. Y ¿trajo en verdad la carne que usted le pidió?

—¡Desde luego! —continuó la señora Hicks—. Dos grandes chuletas, de las que a usted le gustan. Ya se lo dije antes, así como también le advertí que no le había visto, puesto que yo estaba arriba. Pero, desde luego, era él. Reconozco su silbido; además, le oí llamar al niño de los vecinos desde la verja. Sin duda alguna, era Carlos Jones. ¿Qué es todo este misterio, señor?

—¡Nada, nada! —dijo el señor Goon, desalentado.

No podía ser Fatty de ninguna manera. No quedaba otra solución que pensar que el culpable era el verdadero mozo. Era fácil deducirlo, puesto que Fatty no podía saber la clase de chuletas que normalmente compraba. ¡Oh, qué asno había sido!

El señor Goon inspeccionó nuevamente la nota que estaba encima de la mesa. El mismo sobre, de clase barata, como siempre, y de forma cuadrada también. Las mismas palabras recortadas y pegadas en el sobre:

«sr. goon»

¿Qué habrá dentro esta vez?

Abrió el sobre con cuidado. Hizo una pausa, acordándose de lo que dijo Larry sobre las huellas digitales, y podía haberlas en la nota que contenía el sobre. Goon fue a por sus guantes y se los puso, pero eran de una piel gruesa y le era difícil sacar la hoja de papel que había en el interior del sobre con aquellos guantes tan voluminosos.

Al fin lo consiguió y se dispuso a leer el mensaje. El sistema era siempre el mismo. Las mismas palabras recortadas y pegadas como de costumbre a una hoja de papel:

«¿POR QUÉ NO HACES LO QUE TE DIGO, CABEZA DE CHORLITO?», leyó, sonrojándose, furioso. ¿Quién escribía estas notas tan groseras? ¡Ah, cuando le echara el guante!

Se olvidó de su taza de té, que estaba ya frío. ¡Pobre Goon, estaba hecho un verdadero lío! ¿Por qué había ido a ver a Fatty aquella mañana y se había dejado allí las notas?

«Ahora no puedo informar al superintendente —pensó—. Si lo hago tendré que decirle que estuve con ese Trotteville y entonces él llamará al muchacho diciéndole que se cuide del asunto.»

«Ese chico siempre se cruza en mi camino, entorpeciendo mi labor. ¿Qué hacer?»

Goon estaba verdaderamente preocupado. ¡Si por lo menos pudiera echar el guante al individuo que colocaba las notas! ¡Claro, eso era lo mejor por el momento! Tan pronto como lo cazara tendría el problema resuelto. Sí, esa era lo mejor y lo que tenía que hacer. Pero, ¿cómo estar vigilando todos los minutos que tiene el día? Esto era imposible.

Entonces tuvo una idea luminosa y su faz se tornó radiante. Llamaría a su sobrino Ern. Le daría una buena propina y Ern vigilaría por él. Ern era despabilado y podía hacer el trabajo a la perfección.

Dejó su té, ya frío, y fue donde se encontraba la señora Hicks, que estaba saboreando su segunda taza de té.

—Tengo que salir —dijo—. Estaré de regreso a la hora del té. Vigile, no sea que alguien ponga alguna nota.

—Pero, ¿y sus chuletas, señor? —comenzó la señora Hicks.

Pero todo fue en vano. Goon estaba montando ya su bicicleta y pedaleaba a toda velocidad hacia la casa de Ern.

La señora Hicks le vio alejarse y se sirvió la tercera taza de té. Bueno, si el señor Goon no volviera para la hora del almuerzo, ella se almorzaría las chuletas.

Mientras tanto, Fatty y sus amigos habían estado discutiendo lo que parecía ser a simple vista un nuevo misterio. Estaban en plena conversación cuando la señora Trotteville llegó de la compra, imaginándose que los trastos del desván habían sido ya trasladados y apilados ordenadamente en el garaje. Así, pues, no le hizo ninguna gracia el comprobar que todavía quedaba mucho que hacer.

—¡Caramba! —dijo—, os comprometisteis a trasladarme todo esto mientras yo estuviera en la compra y casi está todo por hacer. ¿Qué es lo que habéis estado haciendo entonces?

Nadie dijo una palabra sobre la visita del señor Goon, pues la señora Trotteville le hubiera disgustado saber que Fatty andaba «metido en misterios» otra vez. Estaba cansada de recibir la visita del señor Goon con quejas de su hijo.

—¡Lo siento, madre! Lo terminaremos esta tarde —dijo Fatty—. Larry y los demás volverán después de comer. De todas maneras, ya hemos llevado muchas cosas al garaje, ¿verdad?

—¡Eso espero! —dijo su madre—. Tengo que repasarlo todo. Arreglar lo que tenga compostura y poner precios a cada cosa. Por cierto, Federico, tengo los nombres y direcciones de unas cuantas personas a las cuales les gustaría dar algunos trastos para la «Subasta Benéfica» y deberías ir a recogerlas en un carretón.

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