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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (21 page)

BOOK: Misión de honor
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—Tenemos amigos en el exterior —le confió por fin a la muchacha—. Cerca. Y debí haberlo pensado antes… No; tú no vas a ninguna parte. Nadie, excepto yo, debe tratar de salir de la casa —se dio la vuelta y, dejándose caer en un sillón, le invitó a ella, con un ademán, a tomar asiento a su vez. Indicando el armario con un movimiento de cabeza, prosiguió—: No podemos permitirnos riesgos con eso. Es como una bomba de relojería.

—Entonces, ¿qué? ¿Cruzarnos de brazos y esperar a que venga en nuestra ayuda la caballería?

Sentada en el borde de la cama, se le había subido la falda, que dejaba al descubierto una fascinante porción de suave muslo.

—Mas o menos.

Trataba Bond de calcular de cuánto tiempo disponían. Suponiendo que el equipo de vigilancia, con sus cámaras, sus aparatos de escucha y sus micrófonos direccionales, hubiera descubierto que algo importante se estaba cociendo en Endor y dado parte de ello a M ¿qué haría el jefe del Servicio? ¿Dejar que se las compusiera buenamente? Quizá. No era la primera vez que aquel viejo ladino, diplomático e intrigante, esperaba hasta el último momento para intervenir.

—Quiero que me des una opinión bien meditada, Cindy, teniendo en cuenta que tú estabas ya aquí cuando planearon los golpes anteriores.

Respondió la muchacha que en esas ocasiones recibían la visita de los hombres duros, que se reunían en los sótanos y pasaban allí horas adiestrándose.

—Y la reunión de ahora, ¿es la más concurrida que recuerdas?

Lo era, en efecto.

—Queda la cuestión del plazo, Cindy. ¿De cuánto tiempo crees que disponemos antes de que pongan en marcha la operación?

Lo que Bond estaba pensando realmente era: «¿Cuánto tardarán en pedirme que birle la frecuencia COPE?».

—Es sólo una conjetura, pero yo diría que no más de cuarenta y ocho horas.

—¿Y qué ocurre con tu amiguito, el tal Peter?

Cindy salió en su defensa como la chica que, a menudo indispuesta con un hermano, no vacila en sacar la cara por él cuando la ocasión lo requiere.

—De Peter no hay nada que decir. Es brillante, trabajador, esforzado…

—Pero ¿confiarías en él, confiarías de veras en él en un momento decisivo?

Cindy se mordió el labio superior.

—Sólo en caso de verdadera emergencia. No es que tenga nada en contra de él. No puede ver ni en pintura a St. John-Finnes ni a Dazzle. Lleva tiempo buscando otro empleo. Dice que esta casa le da claustrofobia.

—Pues creo que dentro de poco se le va a agudizar esa sensación. Algo me dice que tú, Peter y yo estamos destinados al olvido…, en particular vosotros dos. Lo está cualquiera que no les inspire ciega confianza.

De nuevo guardó silencio. Repasaba mentalmente toda la información de que disponía. Según Autem Holy, la conjura de SPECTRA tenía por objeto cambiar la historia. Conseguido su propósito, aquella gente no querría a su alrededor testigos que pudieran dar nombres o describir rostros. Y mucho menos en la etapa inmediatamente posterior a la consumación de lo que estuvieran planeando.

—¡Mi coche! —exclamó súbitamente.

—¿El Bentley? ¿Qué pasa con él?

—¿Cómo conseguiste sacar mi equipo del maletero?

—Fue antes de que llegase la pandilla que tenemos ahora por aquí. Encontrándome en las cocinas advertí que estaban almacenando montañas de comida en los congeladores. También sorprendí conversaciones telefónicas de
la Águila Calva
. Me di cuenta de que te iban a traer de regreso… Por cierto, ¿qué te ocurrió? Dijeron que estabas en el hospital.

Impaciente, Bond le pidió que siguiese con su relato.

Sabiendo que habían depositado el coche en el garaje, Cindy se preguntó qué habría sido del microordenador y el resto del equipo que utilizara Bond en el hotel. Las llaves del Bentley se encontraban en un armario de seguridad, junto con las del resto de los coches. Como no era la primera vez que trasteaba en el armario en cuestión, se limitó a esperar el momento oportuno…

—Era peligroso, pero no retuve las llaves más de cinco minutos. Aprovechando el trajín general, vacié el portamaletas y escondí en el garaje lo que contenía. El lugar no era seguro, pero no había alternativa. Ya corrí bastante riesgo con eso; no era cuestión de tentar la suerte tratando de llevar más lejos el equipo.

—¿Y el coche? ¿Lo han registrado? ¿Le han hecho algo?

Negó, como siempre, ladeando la cabeza.

—No han tenido tiempo. Ni gente para hacerlo. Andan locos de trabajo.

—¿Dónde están las llaves?

—Las tendrá Jason.

—Pero el Bentley ¿sigue allí, en el garaje?

—Que yo sepa, sí. ¿Por qué?

—¿No podríamos…?

—Ni se te ocurra, James. ¿Salir de aquí en coche y en una pieza? Imposible.

—Me propongo hacerlo con permiso oficial. Pero si no han estado husmeando en el Bentley, no me importaría pasar un cuarto de hora en su interior. ¿Se te ocurre algún medio?

—¿De conseguir las llaves? Cielo santo, no…

—Olvida las llaves. Lo que quieto saber es si podríamos entrar en el garaje.

—Bueno, yo sí —le explicó que una de las ventanas de su cuarto daba al tejado del garaje—. No hay más que saltar. Existe allí una claraboya que se abre hacia arriba. La cosa es fácil.

—¿Lo tienen vigilado?

—¡Maldita sea, sí! Hay un par de tipos jóvenes de guardia en la puerta.

Pasó a explicarle la disposición del local. El garaje propiamente dicho, con capacidad para cuatro coches, era de hecho una prolongación del ala norte de la casa. La habitación de ella formaba ángulo, con una ventana por el lado del cobertizo y otras dos por el de la fachada.

—Que es donde montan guardia los vigilantes, ¿no? Su única tarea ¿consiste en vigilar el garaje?

—Tienen otras. En general, custodiar la parte norte del recinto. Podríamos… Espera. Si dejo descorridas las cortinas ven todo lo que ocurre en mi habitación. Anoche les sorprendí en eso. Se alejan un poco camino abajo y tienen vista panorámica. ¿Y si les alegrara las pajaritas…?

Bond sonrió entonces por primera vez.

—Vaya… Me harías un verdadero favor.

Cindy se dejó caer en la cama.

—Eres un cerdo machista, James. Tienes mis favores a tu disposición en cualquier momento que los desees. Y hablo en serio.

—Me encantará tomarte la palabra, Cindy. Pero ahora tenemos quehacer. Veamos lo agudos que han sido con mi equipaje.

Tomó su maleta de fin de semana y la dejó caer en la cama, junto a la chica. Arrodillándose entonces, examinó de cerca los cierres. Unos segundos más tarde movió afirmativamente la cabeza, echó mano de la estilográfica de metal pavonado que llevaba prendida detrás del jersey y, desenroscando el extremo opuesto al plumín, extrajo de él un juego de minúsculos destornilladores cuyo fileteado se adaptaba al capuchón, de esta forma convertido en mango.

—Instrumento indispensable para todo viajero —comentó, antes de elegir una de las herramientas y ajustarla debidamente.

Se aplicó a retirar cuidadosamente los tornillos del cierre derecho de la maleta. Cedieron con facilidad, y desprendida la cerradura en una sola pieza, apareció una cavidad rectangular que contenía un juego de recambio de las llaves del Mulsanne Turbo. Bond se las guardó en el bolsillo, repuso el cierre y recogió el equipo de herramientas en miniatura.

Planearon rápidamente la maniobra de divertimento de Cindy y la forma en que se deslizaría Bond por la ventana.

—Mi papel no ofrece dificultades —aseguró ella con una caída de ojos—. Tengo debajo de la falda argumentos pero que muy convincentes —dijo. Y haciendo un puchero, agregó—: Pensé que podría excitarte incluso a ti…

Habiéndole descrito la disposición del cuarto, propuso entrar ella a oscuras, abrir la ventana lateral y descorrer las cortinas antes de encender la luz.

—Desde allí puedo ver en qué lugar exacto se han situado los vigilantes. Tú no tendrás más que reptar hasta la otra ventana.

—¿Cuánto tiempo crees que podrás tenerlos… encandilados?

Si ejecutaba el número completo, repuso Cindy con voz gutural, una media hora.

—Pero para curarnos en salud, reduzcámoslo a la mitad, con un margen de cinco minutos de más o de menos.

Bond le dedicó la clase de mirada que solía reservar a cierta descarada joven de vestido sin mangas y collar de perlas destacada en el cuartel general de Regent's Park. Comprobó que estuviese en orden la ASP y señaló la conveniencia de poner manos a la obra cuanto antes. Se percataba de que, si no lo habían hecho aún, los hombres de Holy no dejarían de ocuparse del Bentley antes de que le permitiesen a él utilizarlo…, suponiendo que se lo permitieran.

La casa parecía en calma. Cuando cruzaban de puntillas el descansillo, vieron que aún había hombres en el vestíbulo, pero por lo demás no se advertía movimiento, y el largo corredor que llevaba a la habitación de Cindy, situada al otro extremo de la casa, estaba a oscuras. La suave mano de la muchacha rozó la de él, y entrelazaron un instante los dedos mientras ella le guiaba hacia su puerta.

Cindy era joven, juncal, muy atractiva y manifiestamente accesible…, al menos para él. Se preguntó por un momento hasta qué punto era digna de confianza. Pero la oportunidad de dudar había quedado ya muy atrás. Y a nadie más podía recurrir.

La muchacha abrió la puerta y susurró:

—Listo. Al suelo, muchacho.

Bond se echó a tierra y se dispuso a cruzar el cuarto serpeando. Ella, que había empezado a canturrear una tonadilla interrumpía sus melódicos compases con sabor a blues, para insertar susurrados comentarios.

—Por este lado no hay nadie… Voy a correr las cortinas… Hecho; me dirijo a las ventanas de la fachada… Sí, allí están… Rápido, James; voy a encender la luz…

Su vivo resplandor sorprendió a Bond a mitad del recorrido, en rápido avance hacia la ventana lateral, cuyos visillos ondeaban ahuecados como velas romanas.

Al alcanzar su punto de destino, Bond vio a Cindy en pie junto a la ventana más distante, con las manos en la camisa y cimbreándose suavemente mientras cantaba en voz queda:

Me atiza el fuego, me corta el hielo,

me pinta el techo, me mulle el lecho…

¡Mi hombre es un «manitas»…!

Me hace la masa, me limpia la casa,

me pone el brasero, me toca el pandero…

¡Mi hombre es un «manitas»…!

Las últimas palabras apenas le resultaron audibles a Bond que, salvando ya el antepecho de la ventana, se había dejado caer en el tejado del garaje. Pero como tenía un disco de
El manitas
, grabado en 1920 por la que llamaron la
Reina
Victoria Spivey, sabía de qué iba la letra.

Tendido de bruces en la techumbre como para formar un solo cuerpo con ella, esperó en silencio a que los ojos se le habituasen a la oscuridad. Y entonces, al oír primero pasos en la gravilla y luego voces, se paralizó. Los guardianes eran dos, como había dicho Cindy, y hablaban con marcado acento extranjero. Uno de ellos pidió silencio con un susurro sibilante.

—¿Qué pasa?

—¿El tejado? ¿No has oído?

—¿El qué?

—Un ruido, como si hubiese alguien en el techo del garaje.

Bond se apretó aún más contra la plancha de la superficie, vuelta la cabeza y sintiendo latir la sangre en los oídos.

—¿En el techo? No.

—Desanda unos pasos y echa un vistazo. Ya sabes lo que dijo el jefe: que era nuestra última oportunidad.

Nuevo crujir de pisadas en la gravilla.

—Yo no veo nada…

—¿No tendríamos que acercarnos y…?

Bond deslizó sigilosamente una mano hacia la pequeña pero terrible ASP.

—Ahí no hay nadie. Sería un gato… Eh, Hans, mira eso…

Audible zigzagueo de pasos en el engravillado.

Vuelta la cabeza, Bond distinguió netamente las siluetas de los dos guardias frente a la casa. Muy cerca el uno del otro, miraban hacia lo alto, como astrónomos que estudiasen un planeta nuevo, fijos los ojos en la invisible ventana de la derecha.

Emprendió un cauteloso avance hacia la parte central de la techumbre, donde sabía que se encontraba la claraboya. Y entonces, de improviso, bajó de nuevo el cuerpo, pues los vigilantes se habían movido a su vez. Su propia respiración le parecía tan estruendosa, que no podía sino alertar a los centinelas. Pero éstos se apartaban en ese momento de la casa, ladeada la cabeza a fin de ver mejor lo que ocurría en la iluminada ventana de Cindy.

El agente especial reemprendió su avance con toda la rapidez que permitía la prudencia, consciente del rápido transcurso de los minutos.

Aunque probablemente no invirtió más allá de uno en alcanzar la claraboya, le pareció que se le había ido en ello una eternidad. El batiente cedió al primer intento. Lo levantó con gran cuidado, escrutando la oscuridad que rodeaba a los guardianes.

Para simplificarle las cosas, le habían estacionado el Mercedes blanco debajo mismo de la abertura. Con un solo movimiento se situó en el techo del automóvil, la cabeza a menos de palmo y medio de la claraboya.

Agachado ya, desenfundó la ASP. Si habían puesto un tercer guardián en el interior del garaje, no habría más remedio que modificar los planes. De nuevo esperó en perfecta inmovilidad, a que la visión se le adaptase a las tinieblas del recinto. Sólo alcanzaba a oír los latidos de su corazón. Por fin distinguió la larga silueta del Mulsanne, estacionado a su derecha.

Saltó a tierra, con la ASP en una mano, y en la otra las llaves del Bentley, y rodeó la cola del Mercedes.

La portezuela del Mulsanne cedió a la presión del pulgar en la cerradura y retrocedió con la agradable sensación de seguridad que confería su peso. El interior del coche se iluminó simultáneamente, y Bond se deslizó en el asiento del conductor, dejando abierta la portezuela a fin de inspeccionar las conexiones del teléfono Super 1000 de largo alcance que la Communications Control Systems (CCS) había confiado para su instalación a los magos electrónicos de la Rolls-Royce. Cerrando por fin, descolgó el auricular. Suspiró aliviado al ver que se encendía la roja luz indicadora de que el teléfono estaba en funcionamiento. Su mayor preocupación era que los hombres de Holy hubiesen cortado los cables. Lo único que le restaba ya era confiar en que no hubiese escuchas en la banda de ondas.

Pulsó rápidamente el número, y antes de que al lejano extremo de la línea pudieran responderle «Transworld Exports», se anunció a sí mismo con un «¡Depredador! ¡Confundan!», y apretando al mismo tiempo el botón que ponía en marcha la defensa de interferencias, contó a veinte y esperó a que la distante voz hablase de nuevo.

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