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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (25 page)

BOOK: Misión de honor
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Añadió que Bond atinaba en su propuesta, y que debían proporcionarle la frecuencia COPE. Junto con un aparato emisor de señales, que permitiese seguir a distancia sus movimientos, un par de las piezas más selectas de las incluidas en el catálogo del armero, y un buen equipo de vigilancia.

—Y a continuación puede usted volver a su punto de procedencia, 007. El equipo de seguimiento le localizará durante el trayecto, y ya no le perderemos la pista. Siempre y cuando el equipo mantenga la debida distancia, por ese lado no hay nada que temer.

A falta de otros asuntos que tratar, se dio por concluida la reunión y llevaron a Bond a una sala anexa, donde el comandante Boothroyd instaló en sus ropas tres de los mecanismos emisores, añadiendo, para que le diese suerte, un cuarto, escondido en el tacón del zapato derecho. A continuación el armero entregó al agente especial dos pequeñas armas, hecho lo cual le dejaron pasar cinco minutos a solas con Percy.

Abrazada a él, y después de besarle, ella le pidió que fuese prudente. Bond respondió que tenía la certeza de que en lo sucesivo dispondrían de tiempo en abundancia, y de que la estación del cortejo duraría ese año todo el verano. Percy correspondió a eso con la clase de sonrisa que las mujeres sagaces del mundo entero componen cuando han conseguido lo que de veras deseaban.

Al regresar Bond a la sala de conferencias, le facilitaron la frecuencia COPE que había empezado a regir a partir de la medianoche. Era ya la una de la madrugada, por lo que Bill Tanner le dio apresuradamente las últimas instrucciones.

—Dos de esos dispositivos de detección están parpadeando ya en nuestras pantallas. No se preocupe, James: tienen un alcance de por lo menos quince kilómetros. El coche que le siga se mantendrá a un par de kilómetros de distancia. El que lleva la señal fija, ya está en camino. Como conocemos el itinerario, si le desvían a usted entraremos en acción. Un equipo del SAS está al acecho. Se situará donde usted quiera en cuestión de minutos: los helicópteros pueden cubrir distancias en línea recta. Buena suerte.

El tráfico comenzaba a escasear incluso en el centro de Londres. Bond puso el Bentley en el paso elevado de Hammersmith, camino de la M4, en menos de doce minutos. En el cuartel general habían estimado que Holy y Rahani no tomarían ninguna iniciativa hasta que Bond llevase ya un buen rato en carretera.

Ocurrió inmediatamente después del desvío del aeropuerto de Heathrow.

Primeramente dos coches que circulaban a gran velocidad obligaron al Bentley a abandonar el carril exterior. Bond maldijo a aquellos dos locos y se situó en el carril central. Antes de que pudiera percatarse de lo que estaba ocurriendo, los dos coches redujeron la marcha y se colocaron junto a él, uno a cada lado, mientras en el canal destinado a los vehículos lentos aparecían dos camiones pesados.

El agente especial trató de escapar del carril de en medio acelerando, pero los dos coches avanzaban muy bien sincronizados con los camiones y, tarde ya, Bond se dio cuenta de que un voluminoso camión frigorífico que circulaba despacio, le cerraba el paso al frente.

Frenó y, en ese momento, para estupor suyo, las puertas traseras del vehículo frigorífico se abrieron, y del interior de la caja surgió una rampa que, sustentada por ruedas amortiguadoras, fue a posarse con gran precisión en el firme.

Los automóviles por la derecha, y los camiones por el lado contrario, se apiñaron a su alrededor cual perros pastores que actuasen coordinados, reduciendo a una sola sus opciones de movimiento. Con una leve sacudida, las ruedas delanteras del Bentley tocaron la rampa tendida ante él. Bond, el volante vibrándole entre las manos, aumentó una pizca el régimen del motor y penetró suavemente en el blanco, espacioso interior de aquel garaje rodante.

Las puertas se cerraron tras de él con metálico estrépito. Se iluminó la caja del vehículo y abrióse la portezuela del Bentley. Junto a ella apareció Simon, que llevaba una Uzi sujeta bajo el brazo.

—Perfecto, James. Siento que no pudiéramos prevenirte. Disponemos de poco tiempo. Baja y quítate esa ropa. Hemos traído la que tenias de recambio. Fuera todo, incluidos los zapatos. Por si, sospechándose algo, te hubiesen instalado algún aparato de detección.

Una tras otra le fueron arrebatadas las prendas de vestir y revisadas pieza por pieza: calcetines, ropa interior, los pantalones grises, la camisa blanca, la corbata, la chaqueta cruzada, los mocasines de flexible piel…

Al darse la vuelta, vio a su espalda a Simon, inopinadamente vestido con un uniforme de chófer. El camión, a todo eso, había reducido la marcha, y en ese momento parecía enfilar una salida. Le fue devuelta la ASP… ¿En señal de buena disposición? Le habría gustado saber si estaba cargada.

Fue tal la rapidez y la eficiencia con que actuó el equipo, que Bond apenas tuvo tiempo de percatarse de nada. Al detenerse el camión con un estremecimiento, Simon abrió la portezuela trasera del Bentley y, casi de un empellón, hizo subir a Bond por aquel lado. Un segundo más tarde, y abiertas de nuevo las puertas de la caja, abandonaban el camión marcha atrás. Simon iba al volante.

—Buen trabajo, James —oyó Bond que decía Jay Autem Holy a su espalda—. Supongo que tiene la frecuencia, ¿no?

—La tengo —repuso él con voz que no le parecía la suya.

—Estaba seguro de que la conseguiría. Muy bien ¿A qué espera? Démela.

Bond recitó como un papagayo la serie de números y su punto decimal.

—¿Adónde nos dirigimos?

Por toda respuesta, Holy repitió las cifras de la frecuencia y pidió a Bond que se la confirmase. El Bentley, entretanto, regresaba suavemente hacia la autopista.

—¿Qué adónde nos dirigimos? —dijo Holy por fin—. No se preocupe, James. Nos disponemos a protagonizar un importante momento histórico. Nuestro primer destino es el aeropuerto de Heathrow. Todas las formalidades han sido cumplimentadas ya. Como llevamos algún retraso, nos darán vía libre hacia nuestro reactor particular. Salimos hacia Suiza. Estaremos allí dentro de un par de horas. A eso seguirá otro corto viaje en coche. Y después un segundo vuelo, aunque de otra clase. Más tarde se lo explicaré todo. Pero puedo anticiparle que ayer, muy de mañana, mucho antes de que despertara usted y desayunase, nuestro equipo de Erewhon llevó a cabo con mucho éxito cierta operación. Consistía en apoderarse de una pista de aterrizaje y de un dirigible. Hoy todos nosotros viajaremos a bordo de esa máquina, a fin de cambiar el curso de la historia.

En la carretera, a un par de kilómetros de distancia, el observador que viajaba en el coche de cola asignado al seguimiento de Bond, creyó advertir que el objetivo abandonaba por unos minutos la autopista.

—Nos estamos acercando, pero no lo distingo bien —le dijo al chófer—. ¿Quieres que llame y pida instrucciones?

—Espera un par de minutos —respondió su interlocutor, cambiando de postura en el asiento.

—Ah. No —agregó el otro, fija la mirada en la señal luminosa móvil que emitía el instrumento de localización de Bond—. Parece que todo está en orden: sigue avanzando en dirección Oeste. Seguro que esa pandilla le saldrá al paso entre Oxford y Banbury.

Pero la realidad del caso era que el Bentley acababa de cruzarse con el coche de vigilancia en dirección inversa, y se encaminaba velozmente a Heathrow, donde un reactor particular permanecía en espera de los viajeros.

18. La alfombra mágica

El reactor particular exhibía repetidamente en su superficie la bota alada que la marca Goodyear usaba como distintivo comercial. Podía apreciarse también su matrícula, que era británica.

Bond contuvo el impulso de echar a correr hacia el aparato, llamar la atención o causar un alboroto. Se lo desaconsejó el darse cuenta de que, en inferioridad numérica y de armas, su situación era desventajosa en extremo. Quienquiera que hubiese organizado aquella fase de la operación —Holy, Rahani o el propio consejo interno de SPECTRA—, lo había hecho cuidando admirablemente los detalles. No le hubiese extrañado en absoluto que todos los tripulantes del avión dispusieran de auténticas credenciales de la Goodyear. Por otra parte, ni tan siquiera le constaba que la ASP estuviese cargada. De momento, existía aún cierto grado de confianza entre él y los protagonistas de aquella aventura. «Explota a fondo esa confianza —se recomendó a sí mismo— y limítate a seguirles en el viaje».

Terminada la operación de despegue, una agraciada azafata sirvió café y licores. Bond, que no deseaba embotarse con el alcohol, sólo tomó café. Luego, y tras pedir que le disculpasen, se dirigió al minúsculo lavabo en la parte trasera del aparato.

Siempre vigilante, Simon se instaló junto a la puerta, y aunque le dirigió una mirada de recelo, nada hizo por limitar sus movimientos.

Una vez en el interior del cubículo, Bond sacó la ASP y extrajo el cargador alojado en la culata. Como imaginara, estaba vacío. Prescindiendo de todo lo demás, le urgía hacerse con municiones o con otra arma.

De regreso a su asiento, Bond examinó la situación. La toma de la base aérea de la Goodyear y de su dirigible se había producido horas antes de que Bill Tanner efectuara su comprobación. Y aunque era cierto que la policía suiza estaba ahora sobre aviso, lo único que conseguiría manteniendo alejados a los posibles intrusos, era simplificarle a SPECTRA el trabajo. Su sola esperanza de que el Servicio cobrara conciencia de lo ocurrido, estaba en que los coches de seguimiento descubriesen que les habían burlado; pero era imposible decir cuánto tardarían en percatarse de ello. La gente que le acompañaba no había dejado nada al azar. Obligándolo a entregarles su ropa, conjuraban toda posibilidad de ser seguidos. El equipo de vigilancia podía recorrer todo el país tras las señales acústicas de unos detectores metidos en un revoltijo de ropas en un camión o en un coche.

Aunque no era la primera vez que le ocurría a lo largo de su carrera, Bond se encontraba realmente solo y sin medio alguno de advertir a sus superiores. Así las cosas, era bien poco lo que podía hacer para impedir que el dirigible efectuase su previsto vuelo sobre Ginebra y que, durante su transcurso, se empleara el código de emergencia norteamericano o su equivalente ruso. El propio carácter extraordinariamente secreto de aquellas consignas era un nuevo factor en contra. Si M acertaba en su suposición de que SPECTRA se proponía utilizar la opción Reja de Arado estadounidense o su contrapartida soviética, lo peor habría ocurrido sin que se produjese alerta mundial alguna y mientras los líderes rusos y norteamericanos seguían encerrados en su sala de conferencias, ignorantes de la crítica situación.

Instalado en su asiento, junto a Jay Autem Holy, Bond reflexionaba sobre la sutileza de aquel plan, por cuya intervención ambas superpotencias iban a verse privadas de las armas en que descansaba realmente su equilibrio de poder. El aparente resultado respondía sin duda a lo que durante años había sido el objeto de los sueños, las protestas y las discusiones de muchos. Así lo había señalado M durante la reunión celebrada en el edificio de Northumberland Avenue. Pero si bien el superior jerárquico de Bond estaba convencido de que un desmantelamiento escalonado de los arsenales atómicos ofrecería una solución razonable a aquel problema, también se daba cuenta de que proceder drásticamente a esa iniciativa, daría al traste con la tenue estabilidad que mantenían las dos superpotencias desde el fin de la segunda guerra mundial. El nombre de Operación Desescalador, tomado en préstamo de la idea de la «desescalada» nuclear por la cual venían abogando por igual políticos y manifestantes pacifistas, se había elegido, pensó Bond, con mucho acierto.

El agente especial, aunque evitando ceder al sueño, se entregó a un estado de duermevela que le permitiese conservar energía y facultades para cuando hubiera de recurrir a ellas. Aun así, por su mente seguían desfilando imágenes de lo que, según la descripción de M podían ser las consecuencias de la Operación Desescalador. Perdida toda confianza en ambas superpotencias, el mundo entraría en una crisis económica global seguida por un formidable desmoronamiento de los mercados. Cualquier economista o sociólogo podía presentar un esbozo de los acontecimientos que traería aparejados un desplome de la estabilidad financiera. Los Estados Unidos y la Unión Soviética quedarían a merced de cualquier país, por más pequeño que fuese, que dispusiera de armas nucleares propias. Conforme iba absorbiendo las imágenes expuestas por M más determinado se sentía Bond a frustrar la Operación Desescalador, sin importarle las consecuencias que ello pudiera tener para su persona. «Se impondrá la anarquía —había dicho M—. El mundo se fragmentará en dudosas alianzas, y el ciudadano común, prescindiendo de cuáles sean sus derechos de nacimiento, su nacionalidad y sus opiniones políticas, se verá sometido a condiciones de vida que le sumirán en un negro pozo de amargo infortunio. La libertad, incluso la libertad negociada de que ahora disfrutamos, desaparecerá de nuestra existencia», concluyó el jefe del Servicio, en un arranque de oratoria casi churchilliana.

—El cinturón, James —Bond abrió los ojos. Jay Autem Holy le estaba sacudiendo por un hombro—. Vamos a aterrizar.

Bond le sonrió confuso, como si de veras se hubiese quedado profundamente dormido.

—¿Aterrizar? ¿Dónde?

Quizás en el aeropuerto de Ginebra se le ofreciese la oportunidad de escapar y dar la alarma.

—En Berna. ¿Ha olvidado que nos dirigíamos a Suiza?

Estaba claro: de ningún modo se les habría ocurrido acercarse a Ginebra, donde las medidas de seguridad serían rigurosísimas ¡Berna! Bond sonrió para sus adentros. Aquella gente lo había previsto todo. Un aeropuerto en otro cantón, coches, un rápido desplazamiento hacia el lago Léman y, de ahí, a la pista de aterrizaje de la Goodyear. Todas las formalidades se habrían tramitado ya bajo los auspicios de la gigantesca compañía internacional que pasaban por representar.

Echó una ojeada a su reloj. Las cuatro de la madrugada. Según el aparato se ladeaba sobre un costado, para emprender la maniobra de acercamiento, Bond vio por la ventanilla el resplandor que comenzaba a colorear el cielo, convirtiéndolo en una acuarela de tonos grises oscuros moteados de luz.

No; tenía que jugar la partida hasta el final, y tratar de desbaratar el plan desde el interior, a medida que lo ponían en práctica.

—Bonito lugar, Berna —observó con naturalidad. Holy asintió, y a continuación dijo:

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