Mirrorshades: Una antología cyberpunk (14 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Mientras retrocedemos, el primer niño se va reduciendo rápidamente. Un minuto antes era mayor que las colmenas. Luego apenas llena la calle. Una docena de sus compañeros la ocupan de lado a lado. Golpean con las cadenas y aúllan al cielo, sus siluetas recortadas contra las hogueras del centro de la ciudad.

Pasan por el medio de la calle, al lado de HiLo, y vienen a por nosotros. Ahora son el doble de nuestro tamaño... lo justo.

Ya puedo manejarlos.

Un Chico carga contra mí con algo malvado y curvo que no veo bien hasta que me pasa susurrando cerca de la oreja. Retrocedo al instante y llego más rápido aún, a donde él no espera. Entonces cae suave y pesadamente, muerto. La enfermiza luz roja sale al exterior, palpitando con su sangre, y se extingue en la calle.

Me giro para ver a Jade derribado por un Chico con un hacha. No puedo hacer más que ver la negra hoja subir alto...

Silbido agudo.

Ruedas chirriando.

Un cuerpo vuela hasta el Chico y lo derriba con su pie lleno de cuchillas y su ristra de bolas. Un moño púrpura y rubio y una gran carcajada.

La Galrog salta por encima y clava la mano del hacha en el cemento, cortando sus dedos que salen rodando entre una masa verdosa de sangre y huesos.

Shell se ríe de Jade y sale a toda velocidad.

Corro hacia él y lo pongo en pie. Atrás, dos Chicos retroceden por el oscuro callejón que va iluminándose a medida que pasan. Comenzamos a perseguirlos, pero ya se han encargado de ellos los Quazis y los Drummers, que estaban al acecho. Jade y yo nos damos la vuelta.

HiLo todavía mira la calle. Un Chico ha permanecido grande, más fuerte que el resto y más resistente a nuestro poder. Agita un enorme garrote en su mano.

—Ven, embaucador —le llama HiLo—. ¿Me recuerdas?

El mayor de los Chicos viene, aplastando las calles. Nos concentramos para agotarle, pero se reduce más lentamente que los otros.

Su garrote golpea el suelo; bum, bum, bum. Algunas Garlogs y yo nos caemos de culo por los golpes. El garrote alcanza una colmena y nos cae una lluvia de cemento y silbante cristal.

HiLo no se mueve. Espera con sus relampagueantes luces, rojas y negras, sereno, con las manos vacías.

El enorme embaucador se gira, pero ahora su cabeza sólo alcanza el quinto piso de una colmena. HiLo retrocede cuando el garrote golpea y pulveriza la entrada de una tienda.

El escalpelo del Soooooot brilla en su mano. Se arroja al tobillo del Chico y lo agarra con fuerza.

Lo acuchilla dos veces. El Chico grita como un gato. El mejor corte de tendones que he visto nunca.

El Chico, aullando, se tambalea y patalea con tanta fuerza que lanza a HiLo al otro lado de la calle, contra la persiana metálica de una tienda, dejándola completamente abollada. HiLo aterriza en un caos de ángulos imposibles y ya no se mueve.

Slash grita. Pero su pistola aúlla más fuerte. Su bala plateada y ensangrentada sale disparada. Dibuja una línea de luz en el aire lleno de humo.

El Chico se retuerce y araña el cemento hasta que sus dedos sangran. Su boca se abre hasta alcanzar el tamaño de un hombre y sus ojos, tan grandes como los rotos escaparates de alrededor, nos miran. Sus pupilas se reducen como las de una serpiente venenosa, su cara grande y oscura tiene la nariz partida.

Cinco Drummers escalan por el cadáver preparando el próximo asalto, pero con su embaucador muerto, los Chicos ya no quieren seguir. Los volcanes se apagan como si también abandonaran.

Los supervivientes permanecen brillando en medio de su territorio. Unos pocos empiezan a llorar, y éste es un sonido que no puedo imitar. Hacen que Crybaby rompa a llorar también. Se sienta en el cemento, lloriqueando entre sus manos. Sus lágrimas son del color de la gasolina sobre el asfalto.

Seguimos absorbiendo el fuego de la fiebre, enterrándolo todo bajo el suelo. Los Chicos, corriendo en círculos, comienzan a derribarse entre sí, y algunos caen en la lava que baja desde las pirámides.

Ese resplandor salta, fuera de control, fuera de nuestras manos, escondiéndose entre los Chicos con su último aliento, listo para atacar.

Como una ardiente serpiente silbando entre las nubes, salta hacia delante.

Los Chicos caen muertos y ya no vuelven a moverse.

Se abre un agujero en el techo de humo. En la oscuridad, el cielo azul se asoma, volviéndose más claro conforme el humo se disipa. El último grito de los Chicos muere al amanecer.

El sol parece estar herido, pero todavía está en su sitio. ¡Hola!

—Vamos a empezar —dice Slash—. Hay mucho que limpiar por aquí —ha llorado, torciendo su boca gris. Supongo que amaba a HiLo como a un hermano. Me gustaría poder decir algo.

Nos ayudamos a levantarnos. Nos damos palmadas en la espalda y miramos salir el sol dorado y naranja y de un blanco cegador.

Bandas, no tengo que deciros que me parece estupendo.

[1]
El autor utiliza distintos nombres para las bandas. Algunos se entienden directamente, pero otros pertenecen a la jerga inventada por él mismo. Hemos optado por mantenerlos en el original, a excepción de la banda de los protagonistas, los Brothers. (N. de los T.)

SOLSTICIO

- James Patrick Kelly -

La primera publicación de James Patrick Kelly apareció en 1975. Su carrera se aceleró a comienzos de los años ochenta; ha escrito casi dos docenas de cuentos cortos y dos novelas. Su segundo libro, Freedom Beach, escrito en colaboración con John Kessel, recibió elogios por su vívida inventiva y su traviesa erudición literaria.

Como Kessel, Kelly ha sido asociado a un amplio grupo de escritores de ciencia ficción de los ochenta, generalmente conocidos como «la nueva ala» de la ciencia ficción, opuestos (teóricamente) a los intereses fuertemente tecnológicos de los ciberpunks.

En 1985, Kelly complicó alegremente las cosas al publicar la siguiente historia, una extravagancia «hightech» de una visionaria e impetuosa osadía. Continuó con dos historias más, igualmente imaginativas y originales en su autoproclamada trilogía ciberpunk. Con su ejemplo, Kelly ha demostrado la verdad de un lugar común en ciencia ficción: donde los críticos dividen y analizan, los escritores unen y sintetizan.

Una vez al año lo abren al público. Algunos dedican casi una vida para planear este día. Otros llegan por casualidad, afortunados mirones que salen por enjambres de los autobuses para turistas. Lo filman todo pero raramente entienden qué están viendo. Años después, unos pocos de esos discos salen para reanimar fiestas agonizantes. La mayoría caerá en el olvido.

Sucede durante el solsticio de verano. Uno de los dos puntos de la eclíptica donde la distancia respecto al ecuador celeste es mayor: el día más largo del año, un momento de cambio.

Llegaron al atardecer, cuando las masas comenzaban a dispersarse. Un hombre alto, al comienzo de los cuarenta, y una chica adolescente. Tenían los mismos ojos grises. El pelo pajizo de ella había comenzado a oscurecerse, como el de él cuando llegó a los diecisiete. Había un parecido imposible de ignorar en la manera en que se murmuraban bromas entre sí y cuando se reían de la gente a su alrededor. Ninguno de los dos llevaba cámara.

Habían venido a vagar entre las piedras de arenisca de lo que Tony Cage consideraba la más extraordinaria antigüedad del mundo. Sí, las pirámides eran más viejas y grandes, pero hacía tiempo que habían entregado sus misterios. Alguna vez el Partenón había sido más bello, pero la corrosión de la historia lo había deformado hasta hacerlo irreconocible. Pero Stonehenge... Stonehenge era único. Esencial. Era un espejo en el que cada época podía observar la calidad de su imaginación, en el que todo hombre podía medir su altura.

Se unieron a la cola que esperaba entrar en la cúpula. Aullidos ocasionales de música de sintetizador atravesaban el murmullo de las masas; el Festival Libre que se celebraba en un campo cercano estaba alcanzando su mayor estadio de locura. Quizás más tarde explorarían sus delicias, pero ahora habían llegado a la entrada de la cubierta exterior de la cúpula. La chica rió cuando entró por la membrana de la burbuja.

—Es como si te besara un gigante —dijo.

Se encontraban en el espacio entre las cubiertas exterior e interior de la cúpula. Cualquier otro día, éste hubiera sido el sitio más cercano al círculo de piedras que habrían alcanzado. La cúpula estaba hecha de plástico óptico endurecido, con un nivel de baja refracción. Las escaleras ascendían por el hueco entre ambas cubiertas; a los turistas que subían por ellas se les ofrecía una vista de pájaro sobre Stonehenge.

Entraron en la cubierta interior. Allí se encontraba un reportero que, portando una microcámara, estaba cerca de la Piedra del Talón; los vio y comenzó a hacerles señas.

—¡Perdón, señor, perdón! —Cage empujó a la chica fuera del flujo de la masa y esperó; no quería que ese idiota le llamara por su nombre delante de toda esa gente—. Usted es el artista de las drogas —el reportero los llevó a un lado. Una sonrisa bobalicona apareció en su cara de obsidiana—. Case Cane... —introdujo el enchufe craneal detrás de su oído, como si quisiera desconectar su propia memoria de la de los implantes.

—Cage.

—¿Y ella? —su sonrisa comenzó a resultar afectada—. ¿Su adorable hija?

Cage pensó en golpear al hombre. Pensó en largarse. La chica rió.

—Soy Wynne —y estrechó la mano del reportero.

—Mi nombre es Zomboy. El reportero de Wiltshire para
Sonic.
¿Habían visto antes estas viejas piedras? Se las puedo enseñar —Cage esperaba que apareciera la luz roja de la microcámara, pero el reportero parecía extrañamente dubitativo—. ¿No llevará por casualidad unas muestras gratuitas para uno de sus mayores admiradores?

Wynne se mordió el labio para impedir una risita y buscó en su bolsillo.

—Dudo que puedas decirle a Tony algo nuevo sobre Stonehenge. Creo que vive para este lugar —sacó un bote de plástico, puso unas cuantas cápsulas verdes en su mano y se las ofreció al reportero.

El cogió una y la inspeccionó cuidadosamente.

—No hay etiqueta en el envase —dijo, sospechando de Cage—. ¿Está seguro de que no son peligrosas?

—Mierda, no —dijo Wynne, y se metió dos cápsulas en su boca—. Muy experimental. Te convierte los sesos en un pudín sanguinolento —ofreció una a Cage y éste se la tomó. Cage deseaba que Wynne dejase de practicar esos juegos retorcidos—. Hemos estado tomándolas durante todo el día —dijo Wynne—. ¿No se nota?

Despreocupadamente, el reportero se metió una cápsula en su boca. Entonces apareció la luz roja.

—Así que, señor Cage, usted es un devoto de Stonehenge, ¿no?

—Oh, sí —balbució Wynne—. Viene aquí todo el rato. Da conferencias a todo el que le escuche. Dice que existe una suerte de magia en este lugar.

—¿Magia? —el objetivo enfocó más de cerca a Cage, nunca lo había dejado de enfocar.

—No la clase de magia en la que está pensando, me temo —Cage odiaba mirar a una cámara cuando estaba volado—. No de magos o de sacrificios humanos o relámpagos. Una forma sutil de magia, la única posible en este mundo absolutamente explicado —las palabras se deslizaron sin obstáculos, quizás porque las había dicho antes muchas veces—. Tiene que ver con la forma en la que un misterio atrapa la imaginación y se vuelve obsesivo. Una magia que sólo opera en la mente.

—¿Y quién mejor para contemplar la magia de la mente que el celebrado artista de las drogas, el señor Tony Cage? —el reportero no se dirigía a él sino a una audiencia invisible.

Cage sonrió a la cámara.

En el 1130. Henry de Huntingdon, un archidiácono de Lincoln, fue encargado por su obispo para que escribiera una historia de Inglaterra. El suyo fue el primer testimonio de un lugar llamado «Stanenges, donde piedras de impresionante tamaño habían sido erigidas a modo de dinteles, y donde al parecer otros umbrales habían sido levantados sobre los primeros; y nadie podía concebir cómo unas piedras tan enormes habían sido levantadas en su conjunto, o para qué se había construido allí». El nombre deriva del inglés antiguo
stan,
«piedra», y
hengen,
«horcas». Las horcas medievales consistían en dos postes y una pieza de madera cruzada. No hay testimonios de ejecuciones en Stonehenge, aunque Geoffrey de Monmouth, seis años después, describe la masacre de cuatrocientos sesenta señores británicos a manos de los traicioneros sajones. Geoffrey afirma que Uther Pendragon y Merlín robaron los sagrados megalitos conocidos como la «Danza de los gigantes» de Irlanda, con magia y por la fuerza de las armas, y los reerigieron en la llanura de Wiltshire como monumento de guerra. La «teoría de Merlín» de la construcción de Stonehenge, aunque fiel reflejo de las relaciones entre ingleses e irlandeses, fue un motivo más en el tapiz artúrico de Geoffrey; un chauvinista cuento de hadas.

—Levanta.

Cage había estado soñando con ovejas. Un extenso pasto sin árboles, olas verdes meciéndose hacia el horizonte. Los animales se apartaban mientras él paseaba entre ellos. Estaba perdido.

—Tony.

Los criogenistas afirmaban que los congelados no soñaban. En sentido estricto era cierto, pero mientras lo estaban descongelando en el tanque, sus sinapsis comenzaron a dispararse y empezó de nuevo a soñar.

—Despierta, Tony.

Sus párpados se movieron.

—Sal fuera —se sintió como un alfiletero. Abrió los ojos y miró. Por un momento pensó que todavía soñaba. Wynne se había afeitado el pelo, excepto en una franja en cresta, multicoloreada, que iba de oreja a oreja. Por su apariencia, parecía que se había hecho otro teñido corporal, en azul.

—Me voy, Tony. Sólo me quedé para estar segura de que te descongelaron bien. Ya he hecho el equipaje.

Murmuró algo sarcástico. No tenía sentido, ni siquiera para él, pero el tono de su voz era el adecuado. Supo que ella no era tan fuerte como se creía. Si no, no habría intentado sacar el tema cuando todavía estaba grogui. Se sentó en el tanque.

—Vete entonces —dijo—. Pero ayúdame a salir.

Se aovilló sobre el sillón del estudio e intentó no sentirse tan helado, como cuando estuvo entre la niebla, cérea de la bahía de Galway. No había horizonte; tanto el cielo como el agua tenían el color de la paja vieja. Había hecho exactamente el mismo tipo de día que cuando subió al tanque. Nunca le había gustado mucho Irlanda. Pero cuando la República extendió los privilegios fiscales a los artistas de drogas, sus contables le habían forzado a adoptar esa nacionalidad.

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