Mirrorshades: Una antología cyberpunk (17 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Cage esperaba que Bobby Belotti se fuera, que volviera a Cornell, pero nunca lo hizo. Quizás Belotti intentaba una suerte de venganza sutil yendo al trabajo todos los días, tomando café con el hombre que le había traicionado. Cage se negó a sentirse avergonzado. Encontró modos de evitar a Belotti, enterrándolo finalmente en un proyecto menor que no tenía muchas posibilidades de éxito. Después de esto, no volvieron a hablar de nuevo.

Llamaron a la droga Deslizador y se dedicaron a lanzar una cantidad increíble al mercado. Los ejecutivos de relaciones públicas hicieron famoso a Cage incluso antes de que éste entendiera del todo qué le estaban haciendo. Los entrevistadores de la telecadena nunca tenían bastante sobre él. En muchas agencias de información apareció una saneada biografía suya: «el joven y brillante investigador», «el osado descubrimiento» «el primer paso hacia un increíble viaje psíquico». Al principio, a Cage le divertía todo esto.

Cuando por fin pudo volver al laboratorio, dedicó mucho tiempo a la búsqueda en equipo de los mecanismos disparadores del efecto psicoactivo del Deslizador. La consola de luces, que podía leer gráficos de electroencefalogramas y transformarlos en pirotecnia infográfica de alta resolución, fue el mayor de sus éxitos, pero hubo otros muchos. De hecho, su trabajo en dispositivos, tras la comercialización, benefició a la Western Amusement tanto como la propia droga. Para tenerlo a salvo de los cazadores de cabezas corporativos, la Western Amusement le dio una participación en los beneficios. Pronto se convirtió en uno de los hombres jóvenes más ricos del mundo.

La experiencia de esta droga recreativa consistía en tres partes: la química misma, el estado mental del usuario y el ambiente donde la droga se consumía, lo que a Cage gustaba denominar el «entorno». Al pasar los años, cada vez estaba menos implicado en el desarrollo de sustancias químicas. Los chicos recién licenciados eran mejores investigadores de lo que él nunca había sido. Se interesaba más por el diseño conceptual, y especialmente le gustaba soñar con entornos nuevos; del casco de aislamiento sensorial al estroboscopio alfa. Los ejecutivos hicieron todo lo que pudieron para satisfacer sus cambiantes inclinaciones. Ya no era en absoluto un investigador psicofarmacéutico; se le bautizó como el «primer artista de las drogas».

Sin embargo, la razón por la que Cage se vio forzado a acabar con su tarea en el desarrollo de drogas no tuvo nada que ver con sus anhelos artísticos. Poseía la clásica personalidad adictiva: le encantaba volarse. Durante años dejó que determinados productos químicos perniciosos clavaran sus garras en sus sinapsis. Aunque siempre se las había arreglado para desengancharse, la dirección estaba nerviosa. Habían hecho de Tony Cage un símbolo de la corporación; no podían permitirse que se derrumbara.

Cage no debería haberse sorprendido al darse cuenta de que su gusto por las drogas se reflejaba en Wynne. Ella empezó a utilizarlas cuando sólo tenía nueve años, y para cuando tuvo once, él le permitió que tomara algunos de los principales psicoactivos. Casi no había otra alternativa, si es que Wynne iba a compartir su vida. Una de las ventajas que tenía Cage era su propia bodega de drogas, que dejaba en ridículo a la mayoría de los clubs. Y su propio laboratorio estaba desarrollando un chicle canabiáceo dirigido al mercado preadolescente. A pesar de lo que predicaba la Liga de la Templanza, Cage no había creado una cultura de la droga; ésta le había creado a él. Niños de todas partes del mundo se colocaban, alcanzando el fogonazo más intenso. Aun así, el ansia de Wynne por las drogas le confundía.

Cage trató de asegurarse de que Wynne no tuviera adicción a ninguna droga concreta. Vio que la mejor manera era que sus hábitos fueran variando. Si ella comenzaba a producir una tolerancia genérica ante los alucinógenos, por ejemplo, él se iba de vacaciones con toda la familia y cambiaba a los opiáceos. Ella tampoco estaba todo el rato volada. Tomaba Juerga, que duraba desde unas pocas horas a unos pocos días. Luego, durante una semana o dos, no tomaba nada. Aun así, ella le preocupaba. Tomaba algunas dosis realmente sorprendentes.

Un verano antes de que ella conociera a Tod, volaron desde Estados Unidos al aeropuerto Da Vinci, y se alojaron en el Hilton. Aunque habían tomado el vuelo suborbital, ambos experimentaron duramente el ajuste del reloj biológico. Como Cage tenía negocios que atender en Roma al día siguiente, no podía permitirse sufrir los desajustes del vuelo. Wynne llamó al servicio de habitaciones para que les subieran un par de batidos de Placidex con sabor a fresa. Cage se tiró en la cama; la sustancia le hacía sentir como si se estuviera derritiendo en el colchón. Wynne se sentó en una silla termal y cambiaba los canales de la telecadena con lentitud. Finalmente la apagó y le preguntó si había pensado alguna vez que él había tomado demasiadas drogas.

Cage estaba a punto de desvanecerse; de pronto se puso tan alerta como pueda estarlo alguien cuyo cerebro esté siendo empapado por Placidex.

—Claro, lo pienso continuamente. Ahora creo que estoy bien. Sin embargo, en alguna ocasión sí que pensé que podía tener un problema.

Ella asintió.

—¿Cómo sabes cuándo tienes un problema?

—Una señal es cuando dejas de preocuparte.

Ella se cogió los brazos como si tuviera frío.

—Eso es demasiado. ¿Sólo estás seguro si estás preocupado?

—O si estás limpio.

—¡Venga ya! ¿Cuánto ha durado el período más largo en el que has estado limpio,
recientemente?

—Seis meses. Cuando estuve en el tanque —ambos se echaron a reír—. Ya que has sacado el tema —dijo él—, deja que te pregunte. ¿Tú crees que tomas demasiado?

Pensó en la pregunta como si la hubiera pillado por sorpresa.

—Nooo —dijo al final—. Soy joven, puedo aguantarlo.

El le contó cómo se había enganchado a las anfetaminas en Cornell. Pero la historia no pareció impresionarla.

—Pero las venciste. Es obvio —dijo ella—. Así que no pudo ser tan malo.

—Quizás tengas razón —asintió él—. Pero me parece que tuve suerte. Un par de meses más y nunca hubiera sido capaz de limpiarme.

—Me gusta mucho volarme —dijo ella—. Pero hay otras cosas que me gustan tanto como eso.

—¿Por ejemplo?

—El sexo, por si no lo sabías —se estiró—. La ausencia de gravedad en el espacio. Que me atrape un libro, una obra de teatro o un vídeo. Gastarme tu dinero —bostezó. Sus palabras se hacían cada vez más lentas—. Quedarme dormida.

—Ven a la cama entonces —le dijo—. Tú eres la que hace que estemos despiertos los dos —ella soltó el pasador de su hombro, y su túnica, suelta, cayó siseando al suelo, formando un montón. Se puso cerca de él. Su piel era fresca al tacto—. De todos modos, ¿quién inventó el Placidex? —dijo y se arrebujó junto a él. Él pudo sentir la suavidad de su vientre en su espalda—. El tío sabía lo que hacía.

—No, el tío
no
sabía lo que hacía —entonces el Placidex le hizo reír, aunque a Cage le pareció algo divertido, pero en un sentido macabro—. Un día tomó una dosis y se quedó dormido en una silla termal. Había anulado el temporizador. Asado hasta la muerte.

—Murió feliz, de todos modos —le dio un golpecito en la cadera y se dio la vuelta—. Felices sueños.

En 1965 el astrónomo Gerald Hawkins publicó un libro con el inmodesto y directo título de
Stonehenge descifrado.
Los estudiosos anteriores siempre habían mirado más allá de Stonehenge para encontrar pruebas que apoyaran sus teorías. En ciertas épocas se hallaron en la autoridad de la Biblia y en la tradición eclesiástica, en otras en las ruinas de Roma o en los grandes historiadores de la antigüedad. Como sus predecesores, Hawkins invocó a las autoridades de su tiempo para apoyar su ingeniosa teoría. Usando el IBM 7090 del consorcio Harvard-Smithsonian para analizar patrones de los alineamientos solares y lunares de Stonehenge, Hawkins alcanzó una conclusión que electrificó al mundo. Stonehenge había sido construido como observatorio por astrónomos de la antigüedad. De hecho, afirmó que una parte de éste era un elemento de un «computador neolítico» que había sido empleado por sus constructores para predecir eclipses lunares.

La teoría de Hawkins atrapó la imaginación popular, debido en gran parte a un incomprensible interés de los antiguos medios de comunicación. Los reporteros vacilaron ante este hecho maravilloso: los científicos de Stonehenge habían construido un computador de arenisca y piedra azulada que sólo un cerebro electrónico moderno podía «descifrar». Incluso se emitió un programa especial de televisión en uno de los canales de la pretelecadena. Se habló mucho acerca de los números que Hawkins había calculado en el ordenador, a pesar de que se podían haber hecho los mismos cálculos manualmente, y además, lo que Hawkins realmente consiguió probar era completamente distinto de lo que decía haber probado. Los estudios con el computador demostraban que los Hoyos de Aubrey, un conjunto de cincuenta y seis pozos regularmente distribuidos, podían usarse para predecir los eclipses. Pero estos estudios no demostraban que los constructores de Stonehenge tuvieran tal propósito en mente. Pronto aparecieron hipótesis en conflicto con ésta y proliferaron otras interpretaciones estrictamente astronómicas sobre Stonehenge. Pronto se identificó el problema: Stonehenge tenía demasiada significación astronómica. Era un espejo donde cualquier teórico podía ver reflejadas sus ideas.

Cage no siguió inmediatamente a Tod y a Wynne a Inglaterra. En vez de eso voló de vuelta a Estados Unidos, tras sus vacaciones criogénicas, para hablar con la Western Amusement. Cage, de hecho, ya no era un empleado de la compañía. Era un contratista independiente, él mismo era una corporación. Aun así, no había puertas cerradas para él en el laboratorio que le había hecho famoso, ningún secreto que le estuviera vedado. La noticia caliente era que en los seis meses que había pasado en el tanque. Bobby Belotti había hecho un importante descubrimiento en el proyecto Compartir.

Cage había comenzado el proyecto Compartir años antes, cuando aún trabajaba en el laboratorio a tiempo completo. Había estado pensando en cómo el refuerzo social parecía dar energía al uso recreativo de las drogas. Muchos usuarios preferían volarse con otros usuarios en clubs de drogas o en fiestas privadas, antes de hacer el amor o de tomar una buena comida o de un baile en la ingravidez espacial. Si la socialización aumentaba el placer, ¿por qué no intentar buscar una manera de que los usuarios compartieran una experiencia idéntica? No sólo era crear un entorno idéntico, sino sincronizar el efecto al nivel de la sinapsis; estimulación directa del córtex sensorial, una especie de telepatía artificial.

La oficina central era un poco escéptica. La simple mención de la telepatía confería a todo el proyecto el aroma de la pseudociencia, y, además, parecía demasiado caro. En ese momento, Cage pensó que el efecto podía ser creado electroquímicamente, a través de la interacción de las drogas psicoactivas con la estimulación cerebral electrónica. Seguramente sería necesario algún tipo de implante, pero los estudios de mercado mostraban que mucha gente tenía miedo a las conexiones en el cerebro. Lo llamaban «el factor zombi».

Cage siguió con la idea. Si no llegaba a más, pensó, al menos el Compartir podría ser un poderoso afrodisíaco. ¿Qué importaba lo caro que fuera si resultaba ser la última de las experiencias eróticas? Señaló que nadie se había arruinado nunca vendiendo pociones de amor y le permitieron hacer el estudio de factibilidad.

Tuvo que dirigir el estudio; había muchos huecos que sólo la investigación básica podía rellenar, pero esta investigación se había realizado, si no por la Western Amusement, sí en otro sitio. Lo único que finalmente fue capaz de venderles fue hacer un pequeño esfuerzo sobre algo ya en marcha. El lugar perfecto para enterrar a Bobby Belotti. Una pequeña apuesta a largo plazo.

Y ahora, años más tarde, Belotti tenía algo que parecía muy prometedor. Había tomado prestada una droga, la 7.2 DAPA que habían desarrollado los neuropatólogos dedicados al estudio de los desórdenes del lenguaje. Esta podía inducir una anomia eufórica, interrumpiendo el proceso de asociación de ciertos estímulos visuales con sus correspondientes palabras. Los usuarios tenían problemas para nombrar lo que veían. Los sustantivos, especialmente los abstractos, así como los nombres propios, resultaban especialmente difíciles. La gravedad de la anomia dependía no sólo del uso sino también de la complejidad del entorno visual. Por ejemplo, un usuario al que se le mostrara una rosa de largos pétalos sería incapaz de pronunciar las palabras «flor» o «rosa», incluso siendo capaz de mantener una conversación inteligente sobre floricultura. Si se le enseñaba un invernadero, podría quedarse sin palabras. Sin embargo, si cogiera una rosa y la oliera, o si simplemente oyese la palabra «rosa», haría la conexión, y en ese momento de reconocimiento, las neuronas encefálicas comenzarían a bombear como locas. El cerebro sería inundado por el placer del descubrimiento.

—El problema está —explicó Belotti a Cage— en que todavía no hay forma de predecir exactamente qué palabras se van a perder. Demasiada variación individual. Por ejemplo, puede que yo sea incapaz de decir «rosa» pero tú si puedas. En ese caso puedo alcanzar, gracias a ti, un relámpago de comprensión y tú, sin embargo, no sacar nada. Únicamente si ambos perdemos la misma palabra y luego encontramos el indicio apropiado, compartiremos el efecto.

—No parece que vaya a reemplazar al sexo —se rió Cage; Belotti se echó hacia atrás. El hombre no había cambiado. El pelo que le quedaba necesitaba un peinado. Había redecillas de venas rotas bajo su piel arrugada. Parecía muy viejo, muy acabado. A Cage le resultó difícil recordar el tiempo en que habían sido amigos.

—Bueno, el sexo compartido sería interesante —Belotti sonaba como si estuviera repitiendo las excusas que ya había presentado antes—. Pero no obtendrías un gran efecto diciendo «estoy teniendo un orgasmo». Demasiado táctil, poco que ver con el estímulo visual. Sin embargo, la encefalina suprime los impulsos visuales, y proporcionalmente se aumentaría el placer. Pero, recuerda, esto es bastante suave en las dosis que estamos estudiando. Toma mucho y habrá una tendencia a que te abandones. Tendrás alucinaciones. Es impredecible, peligroso.

—¿Se puede bloquear el efecto?

—Hasta ahora los neurolépticos son los únicos inhibidores eficaces que hemos encontrado. Y, además, actúan muy despacio —Belotti se encogió de hombros—. Las pruebas, de hecho, no han concluido aún. Realmente no les he prestado demasiada atención. Me sacaron de esto, ya sabes. Dediqué diez años a seguir las especificaciones que escribiste, y ahora estoy lanzando simulaciones por ordenador, «haciendo los deberes».

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