Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
—A ella no le importa, en serio. Ni siquiera se dará cuenta.
Laila se acurrucó en el otro lado de la cama. Oía el siseo de la plancha abajo.
—Ya no se lo ponía nunca —insistió Rashid.
—No lo quiero —murmuró Laila débilmente—. Así no. Tienes que devolverlo.
—¿Devolverlo? —Una sombra de impaciencia cruzó su rostro. Sonrió—. Y he tenido que poner dinero, un buen pellizco, por cierto. Este anillo es mejor, de veintidós quilates. ¿Ves cuánto pesa? Toma, míralo tú. ¿No? —Cerró el estuche—. ¿Y qué me dices de unas flores? Eso sería bonito. ¿Te gustan las flores? ¿Tienes alguna predilección? ¿Margaritas? ¿Tulipanes? ¿Lilas? ¿Flores no? ¡Bueno! Yo tampoco veo para qué. Sólo pensaba que... Bien, conozco a un sastre aquí en Dé Mazang. He pensado que podríamos ir a verlo mañana para que te haga el vestido.
Ella negó con la cabeza.
Rashid enarcó las cejas.
—Preferiría que... —empezó Laila.
Él puso una mano sobre su cuello. La muchacha esbozó una mueca y fue incapaz de reprimir un respingo. El tacto de aquella mano era como el de un viejo suéter de lana rasposa sobre piel desnuda.
—¿Sí?
—Preferiría que lo hiciéramos cuanto antes.
Rashid abrió la boca y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes amarillentos.
—Qué ansiosa —comentó.
Antes de la visita de Abdul Sharif, Laila había decidido irse a Pakistán. Incluso después de recibir la noticia de la que Sharif era portador, podría haberse marchado a algún lugar lejos de Kabul, haber abandonado aquella ciudad en la que cada esquina era una trampa, en la que todos los callejones ocultaban un fantasma que saltaba sobre ella como un muñeco de resorte. Podría haber corrido el riesgo.
Pero de pronto esa opción ya no existía.
No podía irse porque había empezado a vomitar todos los días.
Tenía los pechos más llenos.
De pronto, en medio de tanta conmoción, había caído en la cuenta de que no le había llegado la regla.
Se imaginó en un campamento para refugiados, un campo pelado con miles de plásticos sujetos a postes, agitados por el frío viento. Bajo una de esas tiendas improvisadas, vio a su bebé, el hijo de Tariq, con las sienes hundidas, la mandíbula floja, la piel cubierta de llagas de un tono gris azulado. Imaginó su cuerpo diminuto lavado por desconocidos, envuelto en un sudario rojizo, metido en un agujero en una franja de tierra barrida por el viento, bajo la mirada decepcionada de los buitres.
¿Cómo iba a marcharse en esas circunstancias?
Hizo un lúgubre inventario de las personas que habían formado parte de su vida. Ahmad y Nur, muertos. Hasina se había ido. Giti, muerta.
Mammy,
muerta.
Babi,
muerto. Y también Tariq...
Pero, milagrosamente, conservaba algo de su antigua vida, el último vínculo con la persona que había sido antes de quedarse completamente sola. Una parte de su amado seguía viva dentro de ella, con unos brazos diminutos y unas manos translúcidas que empezaban a formarse. ¿Cómo podía poner en peligro lo único que le quedaba de él y de su antigua vida?
No tardó nada en tomar la decisión. Habían transcurrido seis semanas desde que Tariq y ella habían yacido. Si dejaba pasar más tiempo, Rashid podía sospechar algo.
Sabía que lo que hacía era una vergüenza, un deshonor, una falsedad. Y además tremendamente injusto para Mariam. Pero, aunque el bebé que crecía en su seno no era más grande que una mora, Laila era consciente ya de los sacrificios que debía hacer una madre. La virtud no era más que el primero.
Se apoyó una mano sobre el vientre y cerró los ojos.
Laila no recordaría más que retazos sueltos de la triste ceremonia: las rayas crema del traje de Rashid; el intenso olor de su fijador para el pelo; el pequeño corte que se había hecho al afeitarse justo encima de la nuez; el tacto áspero de sus dedos manchados de tabaco cuando le puso el anillo; la pluma, que no funcionaba; la búsqueda de otra pluma; el contrato y la firma: él con mano firme, ella con trazo tembloroso; las plegarias; darse cuenta a través del espejo de que Rashid se había recortado las cejas.
Y Mariam observándola desde un rincón. Y la atmósfera sofocante en la que se respiraba su desaprobación.
Laila no se atrevió a mirarla a la cara.
Por la noche, bajo las frías sábanas de la cama de Rashid, la muchacha lo vio cerrar las cortinas. Temblaba incluso antes de que los dedos del hombre le desabrocharan los botones de la camisa y le desataran los pantalones. Estaba muy nervioso. Tardó una eternidad en quitarse la camisa y el pantalón. Laila vio su torso flácido, su ombligo protuberante, con una pequeña vena azulada en el centro, y el espeso vello blanco que le cubría el pecho, los hombros y los brazos. Sintió sus ojos recorriéndole el cuerpo ávidamente.
—Válgame Dios, creo que te quiero —murmuró Rashid.
Ella le pidió que apagara la luz con un castañeteo de dientes.
Más tarde, cuando estuvo segura de que él se había quedado dormido, Laila metió la mano sigilosamente bajo el colchón para sacar el cuchillo que había escondido allí antes, y se pinchó la yema del dedo índice. Luego levantó la manta y dejó que el dedo sangrara sobre las sábanas donde habían realizado el acto.
Mariam
Durante el día, la muchacha no era más que el crujido de un muelle del colchón, el ruido de pasos en el piso de arriba. Era el chapoteo del agua en el cuarto de baño, o una cucharita que tintineaba en un vaso en el dormitorio. De vez en cuando Mariam vislumbraba algo: el vuelo de un vestido cuando la chica subía rápidamente las escaleras con los brazos cruzados sobre el pecho, dejando oír el golpeteo de las sandalias.
Pero era inevitable que se encontraran. Mariam se cruzaba con ella en la escalera, en el estrecho pasillo, en la cocina o en la puerta al entrar en casa desde el patio. Cuando se producían tales encuentros, el aire se cargaba de tensión. La joven se recogía las faldas, se ruborizaba y musitaba unas palabras de disculpa, mientras Mariam pasaba rápidamente por su lado, echándole una mirada de soslayo. A veces percibía el efluvio de su piel, que olía al sudor, al tabaco, al apetito de Rashid. Por suerte, el sexo era un capítulo cerrado en la vida de Mariam. Aún se le revolvía el estómago al recordar aquellas penosas sesiones durante las que yacía inmóvil bajo el cuerpo de Rashid.
Por la noche, sin embargo, esa danza orquestada por ambas partes para evitarse mutuamente no era posible. Rashid decía que los tres formaban una familia. Insistía en ello y en que debían comer juntos, como hacían las familias.
—¿Qué es esto? —preguntó, arrancando la carne de un hueso con los dedos, pues había renunciado a la farsa de usar cubiertos una semana después de contraer matrimonio con la muchacha—. ¿Me he casado con un par de estatuas? Vamos, Mariam,
gap bezan,
dile algo. ¿Es que no tienes modales? —Sin dejar de chupar el tuétano del hueso, añadió, dirigiéndose a la joven—: Pero tú no debes molestarte con ella. Es muy callada. Una bendición en realidad, porque,
wal
á
,
si una persona no tiene gran cosa que decir, más vale que no malgaste saliva. Tú y yo somos gente de ciudad, pero ella es una
dehati.
Una aldeana. No, ni siquiera eso. Se crió en un
kolba
hecho de adobe, fuera de la aldea. Su padre la instaló allí. ¿Se lo has contado, Mariam? ¿Le has contado que eres una
haram
i
? Bueno, pues lo es. Pero no por ello deja de tener algunas cualidades. Ya lo comprobarás por ti misma, Laila
yan.
Es robusta, para empezar, buena trabajadora y sin pretensiones. Para que me entiendas mejor: si fuera un coche, sería un Volga.
Mariam tenía ya treinta y tres años, pero aquella palabra,
harami,
aún le dolía. Al oírla, seguía sintiéndose como una cucaracha o como una apestada. Recordó a Nana agarrándola por las muñecas. «Eres una
harami
torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he tenido que soportar. Una
harami
torpe que rompe reliquias.»
—Tú —dijo Rashid a la muchacha—, tú en cambio serías un Benz. Un Benz nuevo y reluciente de primera categoría.
W
á
, w
á
.
Pero... —Alzó un grasiento dedo índice—. Un Benz merece ciertos... cuidados. Por respeto a su belleza y su excelente manufactura, ¿entiendes? Oh, debes de pensar que estoy loco,
diwana,
con toda esta charla sobre automóviles. No digo que seáis coches, sólo era un ejemplo.
Rashid devolvió al plato la bola de arroz que había formado con los dedos antes de seguir hablando. Sus manos quedaron suspendidas sobre la comida, mientras él mantenía la vista baja con expresión pensativa.
—No se debe hablar mal de los muertos, y mucho menos de los
shahid.
Y ten por seguro que no pretendo faltarles al respeto al decir esto, pero no puedo evitar ciertas... reservas... sobre el modo en que tus padres, que Alá los perdone y los acoja en el paraíso, bueno, sobre la indulgencia con que te trataban. Lo siento.
La fugaz mirada de odio que la muchacha lanzó a Rashid no escapó a la atención de Mariam, pero él seguía con los ojos bajos y no se dio cuenta.
—No importa. Lo que quiero decir es que ahora soy tu marido y no sólo debo proteger tu honor, sino el nuestro, sí, nuestro
nang
y
namus.
Eso es responsabilidad del marido. Déjalo en mis manos, por favor. En cuanto a ti, eres la reina, la
malika
, y esta casa es tu palacio. Cualquier cosa que necesites, se lo dices a Mariam y ella la hará por ti. ¿No es verdad, Mariam? Si te apetece algo, yo te lo traeré. Qué le voy a hacer, yo soy así.
»A cambio, bueno, sólo pido una cosa muy sencilla. Te pido que no salgas de casa si no es en mi compañía. Eso es todo. Fácil, ¿verdad? Si no estoy y necesitas algo con urgencia, y me refiero a que lo necesites de verdad y no puedas esperar a que yo vuelva, entonces puedes enviar a Mariam a buscarlo. Aquí habrás notado una contradicción, sin duda. Bueno, uno no conduce un Volga de la misma manera que un Benz. Sería estúpido, ¿no? Ah, y también te pido que te pongas burka cuando salgas conmigo a la calle. Para protegerte, naturalmente. Es lo mejor. Ahora hay muchos hombres libidinosos por la ciudad, hombres con viles intenciones, dispuestos a deshonrar a una mujer casada incluso. En fin. Eso es todo.
Rashid tosió.
—Debería añadir que Mariam será mis ojos y mis oídos cuando yo no esté. —Lanzó a Mariam una rápida ojeada, tan dura como una patada en la cabeza con una punta de acero—. No es que desconfíe. Muy al contrario. Francamente, me parece que eres muy madura para tu edad, pero de todas formas eres una mujer joven, Laila
yan,
una
dojtar e yawan,
y las mujeres jóvenes a veces toman decisiones desafortunadas. En ocasiones tienden a hacer travesuras. En cualquier caso, Mariam responderá por ti. Y si se produjera algún descuido...
Así prosiguió durante un buen rato. Mariam observaba a la muchacha de reojo mientras Rashid dejaba caer sobre ellas sus órdenes y exigencias, igual que caían los misiles sobre Kabul.
•••
Un día, Mariam se hallaba en la sala de estar doblando unas camisas de Rashid que había recogido del tendedero del patio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí la muchacha, pero al coger una camisa y darse la vuelta, la encontró de pie en el umbral, con una taza de té en las manos.
—No pretendía asustarte —dijo la muchacha—. Lo siento.
Mariam se limitó a mirarla.
A la muchacha le daba el sol en la cara, en los grandes ojos verdes y la lisa frente, en los altos pómulos y las atractivas cejas, que eran gruesas y no se parecían en nada a las de Mariam, finas y anodinas. La muchacha no se había peinado esa mañana y su pelo claro le caía a ambos lados de la cara.
Mariam percibió la rigidez con que la muchacha aferraba la taza, los hombros tensos, su nerviosismo. La imaginó sentada en la cama, armándose de valor.
—Empiezan a caer las hojas —comentó la muchacha en tono amigable—. ¿Te has fijado? El otoño es mi estación favorita. Me gusta el olor de la hojarasca que quema la gente en el jardín. Mi madre prefería la primavera. ¿Conocías a mi madre?
—No.
La joven ahuecó la mano alrededor de la oreja.
—¿Perdón?
—He dicho que no —repitió Mariam, alzando la voz—. No conocía a tu madre.
—Oh.
—¿Quieres algo?
—Mariam
ya,
quisiera... Sobre lo que dijo él la otra noche...
—Sí, tenía intención de hablar contigo sobre eso —la interrumpió Mariam.
—Claro, por favor —dijo la muchacha con seriedad, casi con vehemencia, y avanzó un paso. Parecía aliviada.
Fuera trinaba una oropéndola. Alguien tiraba de una carreta. Mariam oyó el crujido de sus goznes, el traqueteo de sus ruedas de hierro. No muy lejos sonó un disparo, uno solo, seguido de tres más; luego nada.
—No pienso ser tu criada —declaró Mariam—. Ni hablar.
—No —convino la muchacha, dando un respingo—. ¡Por supuesto que no!
—Puede que seas la
malika
del palacio y yo una
dehati,
pero no aceptaré órdenes de ti. Puedes quejarte a él y que venga a degollarme, pero no pienso aceptar tus órdenes. ¿Me oyes? No voy a ser tu criada.
—¡No! Yo no esperaba...
—Y si crees que puedes usar tu atractivo para librarte de mí, estás muy equivocada. Yo llegué aquí primero. No permitiré que me eches. No voy a terminar en la calle por tu culpa.
—Yo no quiero eso —replicó la muchacha con un hilo de voz.
—Y ahora ya se ve que tus heridas se han curado, así que puedes empezar a encargarte de tu parte del trabajo en la casa...
Ella asintió rápidamente. Se le derramó un poco de té, pero no se dio cuenta.
—Sí, ésa es la otra razón por la que he bajado, para darte las gracias por cuidar de mí...
—Bueno, pues no lo habría hecho —le espetó Mariam—. No te habría alimentado, lavado y atendido de haber sabido que ibas a volverte contra mí y a robarme el marido.
—Robar...
—Seguiré cocinando y lavando los platos. Tú harás la colada y barrerás. Para el resto nos turnaremos cada día. Y una cosa más. No necesito tu compañía. No la quiero. Lo único que deseo es estar sola. Tú me dejas tranquila y yo te devuelvo el favor. Así serán las cosas. Ésas son las reglas.
Cuando terminó de hablar, el corazón le latía con fuerza y notaba la boca seca. Mariam jamás había hablado de esa manera, jamás había expresado su voluntad con tanta fuerza. Debería haberse sentido eufórica, pero los ojos de la joven se habían llenado de lágrimas y tenía una expresión compungida, y la escasa satisfacción que Mariam halló en su arrebato se convirtió en un sentimiento ilícito.