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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (23 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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En Italia, la ambición se considera una enfermedad y nadie se quiere contagiar o, como mínimo, nadie quiere que los demás se enteren de que la ha contraído. «Si los santos y los ángeles quisieran que uno fuese rico, a estas alturas ya lo sería», dicen. Por lo tanto, los trabajadores italianos no son menos dignos de confianza, menos eficientes ni más ingeniosos que los trabajadores de cualquier otro lugar, sino que, por el contrario, son trabajadores italianos y trabajan según un ritmo y unas actitudes perfectamente aceptables en Italia. Somos los que venimos de fuera los que nos negamos a aceptarlo. Cuando un italiano pone los ojos en blanco, ridiculizando el horror que le produce la despreocupación con que se enfrenta a su trabajo otro italiano, también hay algo de orgullo en su mirada, como diciendo: «Algunas cosas, gracias a Dios, no van a cambiar nunca».

Fernando se queda encantado cuando por la noche le cuento mis últimas experiencias con sus compatriotas y me cuenta sus propias anécdotas sobre el funcionamiento interno del sistema bancario italiano y sus farsas, espléndidamente representadas. Se ríe, pero, cuando calla, persiste un poquito de rencor. No le hago preguntas al respecto, porque parece haber logrado una paz provisional en sus crisis no resueltas.

Hemos escogido grandes azulejos de mármol blancos y negros para cubrir las paredes y el suelo. Fernando quiere que los pongan derechos, pero yo pienso que sería interesante poner algunos en diagonal. Hago un bosquejo, pero él me estruja el papel y dice que quedará demasiado contemporáneo. Lo llevo a rastras a la Accademia y al Correr para que vea cómo quedan el blanco y negro clásico y desgastado en diagonal y lo acepta. Sin embargo, no cede con respecto a la lavadora nueva, que quiere colocar en el lugar exacto en el que estaba la vieja, manteniendo así la tradición de chocar con ella cada vez que abrimos la puerta. Yo quiero una de esas maravillas del diseño milanés, una máquina estrecha como una maleta, que va dentro de un armario muy bonito, pero, según él, esos aparatos solo lavan dos pares de calcetines por vez, sus ciclos duran tres horas y no son nada prácticos. Quiero destacar la forma antes que la función, pero él dice que siempre puedo envolver la lavadora con alguna tela, como lo hago con todo, de modo que encargamos la lavadora grande.

Estoy leyendo una biografía de Aldo Moro, el primer ministro italiano, que, en las décadas de 1960 y 1970, predicaba, entre otras cosas, un «compromiso histórico» entre la Iglesia y los comunistas. Él pretendía una
coincidenza
de las virtudes de la autoridad y la reforma, lo que él llamaba «convergencias paralelas». Lo italiano llevado al grado máximo: civilizado y, al mismo tiempo, social y matemáticamente imposible. Cada facción sigue rodando hacia delante, al lado de la otra, y dialogan entre ellas por encima del vacío intermedio acerca de su inminente coexistencia, aunque saben que no se producirá jamás. Igualito que en un matrimonio.

Recorro Venecia de cabo a rabo y miro amorosamente y acaricio montones de rollos de tela, pero, como todo buen
lidense
, me tengo que conformar con la selección de mercaderías que se apilan en el garaje contiguo al laboratorio de la Tappezzeria Giuseppe Mattesco, en la Via Dandolo. Todo el inventario parece reducirse a algodones puros o bruñidos de color blanco, hueso, crema, amarillo claro o verde menta, aunque tienen algunos percales floreados en tonos lilas, rojos y rosados y algún que otro rollo de tapicería poco convencional. Como solo tenemos unas pocas ventanas y tres muebles que requieren fundas, quiero algo a rayas opulento, en raso y terciopelo, canela, bronce. Quiero saber por qué no puedo comprar los tejidos en otro sitio y encargarle al
signor
Mattesco que nos haga las cortinas y las fundas y Fernando me dice que es porque, hace años, Mattesco compró los excedentes de una fábrica de tejidos de algodón en Treviso —eran cientos y cientos de rollos de las mismas telas— y que, desde entonces, ha venido midiendo, cortando y cosiendo, a muy buen precio, las mismas cortinas y fundas para todos los habitantes de la isla. Dice que trabajar con Mattesco según sus condiciones es una especie de norma local.

La historia me parece fantástica, pero resulta que es casi real y por eso no me siento tan mal de que ninguno de los vecinos me haya invitado a su casa: seguro que en todas ondean las mismas cortinas de batista blanca con una cenefa de bolitas color vino. Al menos eso es lo que Mattesco trata de venderme. Rebusco en su garaje durante días hasta que encuentro una partida de brocado color marfil. Es pesado y suntuoso y huele mucho a moho. Está muy contento de deshacerse de aquella mercancía olvidada y dice que dos días al sol le quitarán el mal olor y así es, casi, o al menos lo suficiente para poder usarla.

La
signora
Mattesco es la costurera. Tiene la piel blanca y el cabello blanco y, con su bata blanca inmaculada, está sentada delante de su máquina de coser, envuelta en un mar de tela blanca. Tiene aspecto de ángel y se queda perpleja cuando le digo que no quiero la cenefa de bolitas color vino.

En San Lio hay una
bottega
en la cual un hombre y su hijo golpean, esculpen y retuercen láminas de metal para hacer arañas, lámparas y candeleros y después frotan aquellas preciosidades con una tela de lana empapada en pintura dorada. Los observamos trabajar a través del escaparate y les hacemos una visita para charlar una o dos veces por semana durante meses, antes de empezar siquiera a averiguar qué nos gustaría que nos hicieran. A ellos y a nosotros nos agrada nuestra mutua compañía y todos sabemos que no hay ninguna prisa por decidir nada. A los venecianos les gusta prolongar algunos encuentros hasta dejarlos tan finos como el ala de una avispa, desenrollarlos
pian, piano
, muy, muy lentamente. ¿Para qué correr, para qué decidir algo antes de que sea necesario decidirlo? Si transcurre suficiente tiempo entre la decisión y la terminación, uno podría descubrir que no necesita lo que encargó y que otro finalmente terminó. Además, ¿qué tiene de placentero terminar? Juro que estoy empezando a entender a los venecianos. Sigo pensando en Rapunzel y la verdad italiana de que sin sufrimiento ni drama no valdría la pena tener ni hacer nada. Sin los escombros, los gritos y los ojos de pájaro moribundo de Fernando, solo tendría un cuarto de baño, en lugar de una habitación con paredes y suelos de mármol blanco y negro en la que me daré baños a la luz de las velas con un desconocido.

La Bibliotecca Marciana, la Biblioteca Nacional de Venecia, es otra habitación de mi casa, una habitación que, afortunadamente, no está en obras. Queda en un
palazzo
del siglo XVI, diseñado por Jacopo Sansovino y construido para albergar la colección griega y la latina que legó a Venecia el cardenal Bessarione de Trebisonda. Situada justo en la esquina del Molo de piedra con la Piazzetta, mira hacia el Palazzo Ducale y la Basílica de San Marco. Las sobrias columnas jónicas y dóricas de la biblioteca conviven, al otro lado de la Piazzetta, con las arcadas góticas rosadas y blancas y el destello ahumado de Bizancio y todos conviven de lo más bien, en una especie de cordialidad arquitectónica, a la entrada de la Piazza más hermosa del mundo.

He pasado más horas dentro del espacio solemne, frío y húmedo de la biblioteca que en ningún otro lugar de Venecia, salvo mi propia cama, en nuestro apartamento, o la cama alquilada, en el hotel contiguo. Estoy decidida a aprender a leer cada vez mejor en italiano. He llegado a conocer las estanterías y los archivos en los que se guardan determinados manuscritos y colecciones y hasta lo que hay detrás de alguna de las extrañas puertecitas. Libre para pasear entre sus tres cuartos de millón de libros, he aprendido a conocer el frío peculiar y despiadado que satura sus espacios en otoño e invierno y a adorar el olor a papel húmedo, polvo y viejas historias. Sé qué sofá se hunde menos que los demás, qué lámparas tienen bombillas, a qué escritorio llega el calor de algún calentador y quiénes de mis compañeros leen en voz alta, quiénes duermen y quiénes roncan. Leo a tropezones historia y textos apócrifos, crónicas, biografías y memorias en mi nueva lengua, a menudo en una forma arcaica de mi nueva lengua. Los bibliotecarios, Fernando, los diccionarios, mi propia curiosidad y la voluntad de imaginar que podría entender algo de la antigua conciencia de Venecia y de los venecianos son mis acicates.

Los viernes no voy a la Bibliotecca Marciana, no escribo y no leo ni una palabra, ni siquiera voy al mercado ni a Do Mori: me limito a pasear. Más apaciguada ahora, me deleito con el regalo de mañanas doradas y completas, sin que nadie reclame sus derechos sobre ellas. Recuerdo aquellos días en los que, si tenía a mi disposición una hora toda para mí, la aprovechaba y salía corriendo, y me atracaba de sus momentos, como lo haría con un delantal lleno de higos tibios. Ahora puedo disfrutar de un sinfín de horas, de modo que elijo un barrio y lo exploro con tanto cuidado como si acabara de ganármelo a las cartas. Voy a pie al Ghetto y a Cannaregio o me quedo sobre el agua y desembarco en algún lugar insólito.

Un día, en el Campo Santa Maria Formosa, me detengo a comprar una bolsa de cerezas y me siento en los escalones de la iglesia. Cuenta la leyenda que un obispo de Oderzo fundó aquella iglesia cuando una mujer impresionante de pechos majestuosos,
una formosa
, se le apareció y le dijo que tenía que levantar una iglesia allí y dondequiera que viese una nube blanca rozando la tierra. El buen obispo hizo construir ocho iglesias en Venecia, aunque aquella fue la única que recibió el nombre de la dama exuberante. Me gusta la historia. En la base del campanario barroco de Santa Maria hay un grotesco
scacciadiavoli
, exorcista, medieval. La vieja campana y el grotesco exorcista, más antiguo aún, están cómodos juntos: lo sagrado tomando el sol con lo profano.

Cuando hace demasiado frío para pasar todo el día al aire libre, voy en barco a las islas, a Mazzorbo y a Burano o a San Lazzaro, a sentarme en la Biblioteca Armenia, pero no a leer. Me siento allí, feliz, rodeada de antiguos manuscritos mequitaristas y del suave caminar de los monjes, y pienso. A veces me siento como si hubiese vivido allí siempre. Pienso en lo que he leído, lo que he tratado de leer, lo que he entendido, lo que no he entendido del todo. Pienso en la tristeza de Venecia, en aquel leve semi duelo que se convierte en ella, y a veces la veo sin nada, como si por un momento se le hubiese aflojado la máscara triste, y entonces la miro directamente a la cara, que no es triste en absoluto. Y empiezo a darme cuenta de que ella ha hecho lo mismo conmigo: me ha aflojado la máscara triste, tan antigua que la llevaba como si fuera mi piel.

En mis lecturas tropiezo a menudo con una oleada de lujuria, un trocito de ella, porque la lujuria ha sido un impulso veneciano desde siempre. Los apetitos sexuales, sensuales y económicos han dado impulso a la Serenissima. Tanto en sus comienzos como ahora, Venecia ha sido y sigue siendo un lugar de llegadas, estancias breves y desembarcos, un lugar de paso inigualable donde detenerse, cuya insustancialidad cautivaba, un refugio para la indulgencia. En el siglo XV, había más de catorce mil mujeres registradas ante el gobierno de la ciudad como cortesanas autorizadas y que pagaban impuestos. Cada año se publicaba un volumen que servía de guía sobre la hospitalidad de aquellas mujeres. Presentaba una biografía breve, los lazos familiares y sociales, los estudios y la formación en las artes y las letras de cada cortesana. En el libro, a cada una le correspondía un número, de modo que, cuando el rey de Francia o un noble inglés, un militar que estuviera esperando para salir en la Cruzada siguiente, un fabricante de espejos de Murano o un cartaginés que comerciara en pimienta y nuez moscada venían a la ciudad y buscaban compañía femenina, enviaba a un mozo al domicilio de la dama, a menudo suntuoso, a solicitar audiencia con la número 203, la 11884 o la 574.

Si la cortesana no tenía nada que hacer, salía a dar un paseo por la tarde. Con sus anchas crinolinas ondulantes, piedras preciosas enganchadas en el cabello rubio rojizo y la piel blanquísima protegida por un parasol, solía circular por la Piazza y los
campi
, haciendo señas a éste con una profunda reverencia, a aquél agitando rápidamente su abanico o enseñándole el pecho por un instante. Las cortesanas venecianas llevaban
zoccoli
, unas sandalias levantadas sobre pedestales de cincuenta centímetros de altura —en realidad, eran zancos— que les servían para mantener el vestido a salvo de la humedad y la tierra y, al mismo tiempo, para elevarlas por encima de la multitud e identificarlas.

La aristocracia veneciana y la clase comerciante, junto con el clero, aceptaba las atenciones sociales refinadas de estas espías divinas que guardaban secretos de Estado, aunque solo fuera por un tiempo, y decían verdades, aunque no todas. Aquellas mujeres solían ser esposas e hijas de nobles y también de policías o de picapedreros. A veces eran jóvenes que habían sido enviadas a un convento por sus padres de clase media, temerosos de las dotes. Tales novicias reacias a menudo violaban sus votos incursionando en secreto o no tan en secreto en aquella otra hermandad menos casta. El convento de San Zaccaria se hizo famoso por sus monjas libertinas y por las conspiraciones que nacieron allí, además de la bandada de hijos ilegítimos. Ante la inquisición de un concilio de obispos, dicen que una de estas monjas presentó como defensa que su servicio a la Iglesia había sido mayor que su ofensa a ella, porque, después de todo, había evitado que un montón de sacerdotes cayeran en la homosexualidad.

Si es que alguna lujuria sigue despertando el corazón bizantino de los venecianos, con frecuencia la reserva a los turistas, más que a sus vecinos. Hay un
locandiere
, posadero, de una simple
pensione
y una
osteria
con cuatro mesas que hace treinta años que no cambia el menú. Todas las mañanas cocina los mismos cinco o seis platos típicos venecianos auténticos. La comida que no vende aquel día la guarda y la conserva. Al día siguiente, vuelve a cocinar y presenta los platos recién hechos a sus clientes de todos los días y el arroz y los guisantes o la pasta y las alubias o el guiso de pescado más maduros los ofrece a los que están de paso. Por eso, la pareja de Nueva Zelanda come el mismo tipo de comida que las dos matronas venecianas que están sentadas a su lado, pero la comida de los neozelandeses tiene una pátina de dos o tres días, por la que el
locandiere
acostumbra cobrar un 30 por ciento más que a las mujeres de Sant'Angelo a las que volverá a ver al día siguiente. Él sabe que aquellos neozelandeses no aparecerán nunca más y, además, ¿acaso no basta la propia Venecia para contentarlos? ¿Qué sabrán ellos de pasta y de alubias, después de todo? Un comerciante veneciano a menudo se ve a sí mismo separado de su producto, ya sea pescado, vidrio o habitaciones de hotel. Ni lo empequeñece ni lo agranda que no sea digno de fiar, que pida vulgares puñados de liras por un pescado del día anterior; no ser de fiar es otra forma de farsa y la farsa es, para él, un derecho inalienable. La monja prostituta, la mendiga vestida de armiño, el dux que firmó un pacto el día de su coronación que lo dejaba prácticamente impotente: estas formas particularmente venecianas de armonía de poca monta han cedido paso a expresiones menos temerarias de «coexistencia», a menudo en la forma de una «olla A y una olla B» de pasta y alubias.

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