Mil días en Venecia (27 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

BOOK: Mil días en Venecia
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—También es mi fiesta —le digo a Fernando—. Yo soy tan veneciana como si hubiera nacido aquí. Soy veneciana, Fernando; más veneciana que tú.

Habíamos acordado que no nos iríamos llorando de Venecia, pero, mientras pego las tapas de una caja más con cinta adhesiva marrón, me pregunto si Fernando será capaz de irse con tanta displicencia. No me quiero marchar. Aunque por lo general se me da bien meter y enrollar el extremo de una cosa con el comienzo de la siguiente, esta vez parece que no lo consigo. Me acuerdo de la primera vez que me fui de Venecia; aquello ocurrió mucho antes de vivir con el desconocido. ¡Cuántos años han pasado desde entonces! En aquella primera visita, solo me quedé dos semanas, pero ya me había enamorado de ella y me daba tristeza dejarla. Llovía, como siempre.

Siento en el rostro la neblina de la madrugada, blanda y cálida. Los
putti
dorados que le he comprado a Gianni Cavalier para mis hijos y que he envuelto en una docena de hojas de
La Nuova Venezia
están a salvo en la bolsa que llevo colgada de la muñeca. Vuelvo a arrastrar la maleta negra, cuyo estado sigue siendo deplorable, sobre las piedras y las escaleras. Mis tacones, que golpetean con más confianza que el día de mi llegada, son lo único que resuena en el Sottoportego delle Acque antes del amanecer. Aunque tengo que caminar más que si hubiese ido al Rialto, prefiero coger el barco en San Zaccaria para pasar una vez más por la Piazza: granate, parece una aldea deshabitada en un mar de peltre. ¡Qué hermosa es! Atravieso la Piazzetta, paso junto al campanario y entre las columnas de San Teodoro y el león de San Marcos. Cuando giro a la izquierda hacia el
pontile
, la Marangona toca seis campanadas largas y tristes. Percibo el sonido tanto en el pecho como en los oídos y me vuelvo para mirar atrás por un momento, preguntándome qué querrá decir que aquella campana antigua tan solemne suene cuando uno se marcha, en lugar de cuando llega.

Me cuesta distinguir la lluvia de las lágrimas cuando me dirijo hacia el barco. Llego al Piazzale Roma con los empleados del ferrocarril como única compañía; seguros de que huyo de alguna gran tristeza, un final o un rechazo, me ofrecen su compasión colectiva y muda. Todavía no ha transcurrido ni una hora y ya echo de menos a Fiorella y a mi curiosa habitación en el segundo piso de su
pensione
. Me ha hecho un paquetito de
panini:
unos panecillos con mucha mantequilla rellenos de los filetitos de ternera crujientes que había freído la noche anterior. Me como uno de los bocadillos cada hora, más o menos, para hacerlos durar el corto vuelo de Venecia a Milán y, a continuación, tras bajar de dos aviones y embarcar en otros dos, casi todo el camino de regreso a casa…

«No es que no vayamos a regresar nunca más», me asegura Fernando. Cuando llega el último día, bajamos hasta el mar a observar la salida del sol y volvemos con nuestros
cornetti
a la cama, que, ahora que todos los muebles van camino de la Toscana, se reduce a un colchón en el suelo. Surcamos las aguas y caminamos, como siempre hemos hecho, y paramos en Do Mori y después vamos a tomar el té en la mesa más recóndita del Harry's Bar. Hablamos de todo lo que tenemos que hacer en San Casciano. Regresamos a casa a descansar y a bañarnos por última vez en el cuarto de baño de mármol blanco y negro. Mientras nos vestimos, decidimos no ir a cenar al lugar de siempre, sino al Conte Pescaor, una choza que queda detrás del Campo San Zulian. Queremos darnos un atracón de pescado del Adriático y el joven veneciano con el que me he casado piensa que es la mejor marisquería que queda en Venecia. En su veranda polvorienta, con su sarta de luces de plástico, bebemos un Cartizze helado, acompañado de una
frittura mista
, varios pescados de mar fritos. Comemos mejillones al horno, vieiras salteadas y anguilas asadas con hojas de laurel. El camarero descorcha para nosotros un Recioto de Capitelli cosecha 1990 y, como alguien por allí cerca está comiendo navajas asadas, nos tentamos; después comemos cazón frito y probamos un poquito de lubina al horno y de pargo frito. Faltan diez minutos para la una de la mañana cuando nos despedimos de los camareros somnolientos con un
buona notte
y salimos a caminar poco a poco por San Marco.

Después de medianoche, los barcos pasan cada noventa minutos. Tenemos tiempo. Me siento a la mujeriega sobre el león de mármol rosado de la Piazzetta.

—Nosotros vamos a cambiar más que ella —le digo—. Cuando volvamos, aunque no haya pasado más de una semana, nada será exactamente igual que ahora. He estado aquí más de mil días.

Mil días, un minuto, un abrir y cerrar de ojos.

«Como la vida misma», pienso.

La oigo susurrar:

«Cógeme de la mano y rejuvenece conmigo; no corras; comienza desde el principio; ponte perlas en el pelo; cultiva patatas; enciende las velas; mantén el fuego encendido; atrévete a amar a alguien; dite la verdad; mantente en éxtasis.»

Él me ayuda a bajar de mi montura. Es hora de partir. No me quiero marchar. Me siento como cuando tenía siete u ocho años, después de una sucesión de noches de agosto en las que mi tío Charlie me llevó a la feria ambulante. Siempre me ponía diez billetes rojos en la mano abierta y me ayudaba a montar el caballo negro de manchas plateadas y, cada vez que la música iba parando hasta deformarse por completo y mi caballo se quedaba quieto, yo arrancaba otro billete, como si me arrancara un trozo de corazón, y se lo entregaba al cobrador. Contenía la respiración, hasta que por fin partíamos otra vez, a dar vueltas y vueltas y más vueltas.

Siempre gastaba los diez billetes seguidos. Encima del caballo negro de manchas plateadas yo era una jinete magnífica, galopaba mucho y a toda prisa, saltaba sobre el agua y atravesaba bosques sombríos, de camino hacia la casa de las ventanas doradas. Sabía que allí me estarían esperando. Sabía que estarían en la puerta, que me harían entrar y que habría una chimenea encendida y velas y pan recién hecho y una buena sopa y que comeríamos juntos y nos reiríamos. Me llevarían arriba, a mi propia cama, y me arroparían bien entre las mantas suaves; me darían un millón de besos y me cantarían hasta que me durmiera y, mientras tanto, me dirían que siempre me habían querido y siempre me querrían; pero los diez billetes nunca alcanzaban para llegar hasta la casa de las ventanas doradas. Diez billetes rojos. Mil días.

«Es hora de partir», me decía el tío Charlie y me ayudaba a apearme.

—Es hora de partir —dice Fernando.

Quiero gritarle a ella, pero no sale ningún sonido. Quiero decirle: «Te quiero, princesa malvada y harapienta. Te quiero. Vieja mamá bizantina taciturna de faldas recosidas, te quiero. Musa nacarada con colorete de canela, ¡cuánto te quiero!»

Mi esposo, que hace mil días era un desconocido, escucha mi silencio y me dice:

—Ella también te quiere. Siempre te ha querido y siempre te querrá.

C
OMIDA
P
ARA
U
N
D
ESCONOCIDO
Porri gratinati
Puerros gratinados

Cuando le serví este plato al desconocido en Saint Louis para nuestra primera cena juntos, lo primero que me dijo fue que no le gustaban los puerros, conque le dije una mentirijilla: que eran cebolletas, y me dejó la fuente tan limpia que casi no tuve que lavarla. Cuando después le confesé tímidamente que eran puerros, tardó meses en perdonarme; pero ahora es él quien busca los puerros en el mercado y los compra por manojos, para que podamos preparar una cantidad suficiente de esta comida exquisita que nos deje satisfechos a los dos.

La verdad es que el plato es tan sencillo que me cuesta escribir una receta con él. Se puede hacer con cualquiera de estos miembros del género
Allium
o con una combinación de ellos: puerros, cebolletas y cebollas. Se puede llevar la mezcla al horno en cazuelas individuales y servirla como un entrante con una capa crujiente por encima y cremoso por abajo, aunque mi manera preferida de comer los
porri gratinati
consiste en servirlos en un plato caliente a grandes cucharadas, directamente de la vieja cazuela ovalada que uso para gratinar, y echar encima ternera o cerdo recién hechos a la parrilla, para que los jugos de la carne penetren en el sabor del gratén y cada ingrediente realce al otro.

Unos 12 puerros medianos o grandes (algo más de un kilo); se descartan las partes verdes; se parte al medio la parte blanca, se lava bien y se corta en rodajas finas (o unos 900 gramos de cebollas o cebolletas; recomiendo probar una mezcla de cebollas dulces, como Vidalia, Walla Walla o Texas Sweet, con algunas variedades grandes españolas, amarillas y de sabor fuerte)

2 tazas de mascarpone

1 cucharadilla de nuez moscada recién rallada

1 cucharadilla de pimienta recién molida

1
1
/
2
cucharadillas de sal marina fina

1
/
2
taza de grapa o vodka

2
/
3
de taza de queso parmesano rallado

1 cucharada sopera de mantequilla sin sal

Se ponen los puerros picados en un bol mezclador grande. En un bol más pequeño se combinan el resto de los ingredientes, menos el queso parmesano y la mantequilla, y se mezclan bien. Echa la mezcla de mascarpone en el bol que contiene los puerros y, con dos tenedores, repártela uniformemente. A cucharadas, distribuye bien los puerros en una fuente para horno ovalada, de treinta o treinta y cinco centímetros de largo, untada de mantequilla, o en seis cazuelas individuales ovaladas, untadas de mantequilla. Distribuye por encima el queso parmesano y hornea a doscientos grados durante treinta minutos o hasta que se forme una costra gruesa dorada. Si usas cazuelas más pequeñas, basta con diez minutos menos.

Se obtienen 6 raciones.

Tagliatelle con salsa di noci arrostite
Pasta fresca con salsa de nueces tostadas

Otro plato que preparé la primera noche que pasamos juntos en Saint Louis. Con este, no tuve que convencer a Fernando de nada. Es más: cuando acabó, me preguntó si podía servirle
un'altra goccia di salsa
, «un poquito más de salsa». Le puse delante una fuente pequeñita y procedió a untar con la salsa trocitos de pan y se los fue comiendo entre sorbo y sorbo de vino tinto. Yo también la probé así y, desde entonces, siempre preparamos un poco más de salsa y la guardamos a mano para otros usos. A continuación encontrarás algunas sugerencias.

L
A
P
ASTA

Se cocinan 450 gramos de
tagliatelle, fettucine
u otra pasta fresca en forma de cintas en abundante agua salada hirviendo hasta que queden
al dente
, se escurren y se mezclan con una taza y media de la salsa siguiente. Si no se consigue pasta fresca, se puede hacer con pasta seca artesanal.

L
A
S
ALSA

(se obtienen alrededor de 2 tazas)

500 gramos de nueces peladas, ligeramente tostadas

1
/
2
cucharadilla de canela molida

varias ralladuras de nuez moscada

sal marina y pimienta recién molida

1
/
4
de taza de aceite de oliva

1
/
4
de taza de nata para montar

1
/
4
de taza de vino blanco de cosecha tardía, como el Vin Santo o el Moscato

En el bol de un robot de cocina provisto de una cuchilla de acero, tritura las nueces hasta reducirlas a una harina gruesa (no conviene molerlas demasiado finas; cuanta más textura tengan, mejor). Se añaden la canela, la nuez moscada, la sal y la pimienta y se revuelve todo dos o tres veces más, para mezclar bien. Mientras la máquina funciona, se va echando por el tubo de alimentación una mezcla de aceite de oliva, nata y vino y se procesa solo hasta emulsionar la pasta. Se prueba y se corrige de sal y especias.

Se obtienen 4 raciones como plato principal.

Sugerencias: Esta salsa queda exquisita cuando se mezcla con pasta recién cocida, pero además presenta otras oportunidades deliciosas: se puede conservar en la nevera una pequeña cantidad y echar una cucharada sobre pollo o cerdo recién asado; también se puede untar sobre pan tostado a la parrilla y acompañarlo con vino blanco frío como aperitivo; una cucharada enriquece las sopas de verduras sencillas o se puede probar como aliño para los espárragos al vapor.

Prugne addormentate
Ciruelas durmientes

Este es un postre que nació por casualidad de las sobras de una hornada de masa de pan. Vi a un panadero de lo alto de la región de Friuli que lo servía como pastel para el desayuno para su familia. La masa de pan de patata que le sirve de base también queda deliciosa cuando se hornea sin frutas. Esta es una receta benevolente, incluso para aquellos que no están habituados a cocinar pan ni postres. También queda exquisito con otras frutas con hueso, como nectarinas, melocotones o albaricoques, y se ha convertido en la cena favorita de Fernando cuando no se encuentra muy bien: no tanto cuando está constipado o resfriado, sino, más bien, cuando se ha hartado de comer platos complicados (¡o de plantearse cuestiones complicadas!) y solo quiere algo que lo alimente y lo reconforte. Esto fue lo que cenó después de dar el preaviso en el banco. Lo seguimos horneando en el mismo molde abollado que viajó conmigo de Saint Louis a Venecia y de Venecia a la Toscana.

340 gramos de masa de pan de patata, sin crecer (véase más abajo)

8 o 10 ciruelas, cortadas al medio y sin hueso

1 taza de azúcar moreno

3 cucharadas de mantequilla fría y sin sal, cortada en trocitos

2
/
3
de taza de nata para montar, mezclada con ¼ de taza de grapa

Se unta de mantequilla un molde para tartas redondo o cuadrado de unos veintitrés centímetros y se cubre con la masa. Se distribuyen sobre ella, presionando, las medias ciruelas, con el lado cortado hacia arriba, y se espolvorean con el azúcar y la mantequilla. Se vierte por encima la mezcla de nata y grapa y se cocina al horno a doscientos grados durante veinte o veinticinco minutos o hasta que el pan se dore, las ciruelas estallen y derramen su jugo y la nata y el azúcar formen una costra dorada.

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