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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (19 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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—¿Cuál es el menú?

Me parece razonable que una novia que es
chef
pregunte por la comida de bodas.

—Es un menú fantástico, con entremeses y champán en la terraza y cinco o seis platos en la mesa —me dice, como si realmente me estuviera diciendo algo.

—¿Cuáles son los cinco o seis platos? —imploro.

—¿Qué más da? Es el Bauer Grunewald y todo será fenomenal —dice.

No sé si aquello será un ejemplo de
bella figura
o una
furbizia innocente
, pero la verdad es que me encantaría reunirme con esta gente que nos va a dar de comer el día de nuestra boda. Dice que me preocupo demasiado, pero que, si quiero ver una copia del menú, se la pedirá a Gorgoni. Quisiera decirle que he organizado fiestas para Ted Kennedy y para Tina Turner, pero me contengo. Él me diría que esto es distinto. Ya sé que es distinto, pero me gustaría participar.

Una mañana nos encontramos por casualidad en la Calle Larga XXII Marzo. Acaba de ir a buscar el menú al Bauer y me lo entrega con mucho brío. Es una maravilla
fin de siècle
sin desempolvar, llena de odas a Rossini y a Brillat-Savarin, y veo que incluye un plato de pescado que aumenta un 50 por ciento el precio de la comida, tres platos de pasta preparados con la misma salsa, unos «vinos de la casa» que no se sabe de qué casa proceden y un pastel de bodas mancillado por una góndola de plástico. Le enseño los colmillos. Miro un poco hacia la izquierda y le digo que quiero encargarme yo misma de la comida de la boda. ¿Quiere ver mi menú? Pone los ojos en blanco y pienso que le va a dar algo; entonces estrujo el menú y me lo meto en el bolso. Todavía me queda una bala.

—¿No sería estupendo hacer algo menos formal? Podríamos ir todos a Torcello y sentarnos bajo los árboles en el Ponte del Diavolo.

Pienso en mi encanto de camarero con la corbata de color salmón y el cabello engominado, peinado con la raya en medio, el mismo que nos sirvió cerezas en agua helada al final de la primera comida que hicimos juntos en Torcello. El desconocido me besa con fuerza en los labios durante un rato, me deja de pie en medio de la calle y vuelve a la sede central del banco, porque tiene una reunión. Sé que el beso quiere decir «te quiero con todo mi corazón» y sé que también quiere decir que no nos iremos de excursión a Torcello con el sacerdote, los pajes, los monjes armenios y una delegación del Club de Mujeres Británicas, a sentarnos a la sombra de los árboles y a que nos atienda el camarero con la corbata de color salmón. Y lo que dice con mayor claridad es «no cocinarás para tu propia boda».

¿Por qué le permito que sea tan desconsiderado conmigo? Sin premeditación, entro en Venezia Stadium y me compro un bolsito plisado de seda blanca que acaba en una borla y cuelga de un cordón largo de satén. Al menos puedo decidir qué bolso llevaré a la comida de mi boda. Me siento mejor y vuelvo a ver las cosas con objetividad. El matrimonio es más importante que el acontecimiento para mí y sé que por eso dejo volar al desconocido. Además, ¡se lo está pasando tan bien! En todo caso, si lo que dice la publicidad del Bauer es cierto, hasta el Aga Kan y Hemingway tuvieron que soportar la misma comida espantosa.

Fernando me pide que me reúna con él una mañana en una agencia de viajes en la que ya ha reservado nuestros billetes para el tren nocturno a París.

—¿Por qué tenemos que ir a París de luna de miel, si vivimos en Venecia? —le pregunto.

—Precisamente, porque vivimos en Venecia vamos a París —dice.

Me corresponde la ardua tarea de elegir el hotel. Cuando me dice que vamos a la imprenta para escoger el papel y la tipografía para nuestras invitaciones, no me lo puedo creer: ¡si solo vamos a invitar a diecinueve personas!

—Buscaré un papel y unos sobres preciosos y utilizaré mis plumas caligráficas. Podemos usar cera y un sello, si quieres. Quedarán personales y hermosas —le digo.


Troppo artigianale
. Demasiado artesanal —dice.

El taller del impresor es un sueño manchado de tinta —huele a metal caliente y a papel nuevo— y me quedaría allí para siempre. El impresor nos enseña montones de álbumes y nos dice:
«Andate tranquilli
. Miradlos con tranquilidad». Revisamos todos los libros y después los volvemos a mirar y el desconocido apoya el dedo en una página llena de grabados de barcas venecianas. Le gusta una en la que aparece una pareja a la que llevan remando por el Gran Canal. A mí también me gusta, así que la encargamos en un rojo veneciano oscuro sobre papel de seda tejido del verde más claro. Vamos a tomar un
espresso
al Olandese Volante, mientras el impresor prepara el presupuesto. Cuando regresamos, el impresor está trabajando en otro lugar y un papelito doblado dirigido a nosotros nos espera en su escritorio. El coste será de seiscientas mil liras. Esto supone trescientos dólares para imprimir diecinueve invitaciones. Cuando el impresor vuelve, se disculpa por el coste y nos explica que la cantidad mínima de papel que puede encargar es para ciento cincuenta invitaciones. Aunque solo necesitemos diecinueve, tenemos que pagar por ciento cincuenta.

—Busquemos otro papel —sugiero.

—Lamentablemente, el lote mínimo siempre son ciento cincuenta —dice el impresor.

—Comprendo, pero seguro que algún otro papel costará menos —intento, pero el desconocido no cambia de opinión: él quiere el barco rojo oscuro sobre el mar verde claro por seiscientas mil.

—Está bien, cojamos las ciento cincuenta —sugiero.

—¿Y qué vamos a hacer con ciento cincuenta invitaciones? —replica Fernando.

Miro al impresor, por si se le ocurre alguna solución, pero él sacude la cabeza, desesperado.

—¿Y no puede imprimir solo diecinueve o veinticinco o algo así y dejar el resto en blanco? Podríamos usarlas como tarjetas para tomar notas —pregunto con cautela.

No comprende mi pregunta, así que vuelvo a hacer payasadas. Fernando enciende un cigarrillo bajo el cartel de «Prohibido fumar».


Certo, certo, signara, possiamo fare così
—dice el impresor, finalmente.

No puedo creer que haya dicho que sí. Fernando casi está enfadado de que le haya pedido algo tan extraordinario. Me dice que soy
incorreggibile
. Dice que soy como Garibaldi: siempre rebelde.

Lo único que nos queda por resolver son los anillos, las flores y la música.

Una noche atravesamos las aguas para ir a ver a un organista que vive cerca del Sottoportego delle Acque, a un paso de Il Gazzettino. Me gusta el círculo que estoy trazando. Il Gazzettino fue el primer hotel en el que me alojé en Venecia y ahora estoy a punto de subir las escaleras de la casa de al lado para ver al hombre que interpretará a Bach en mi boda. Cuando se lo menciono al desconocido, lo único que dice es: «¿Bach?» Tocamos el timbre y nos responde el padre de Giovanni Ferrari, que asoma la cabeza por la ventana del segundo piso y nos dice que subamos, que su hijo todavía está con un alumno. Papá Ferrari parece un viejo dux: del ceñido gorro de lana se le escapan mechones de cabello blanco rebelde y lleva el cuello y los hombros envueltos en un gran chal estampado de cachemira. Estamos a finales de septiembre y en el exterior el clima es casi templado.

Hay dos velas encendidas en la repisa de una chimenea. Me encanta que aquella sea la única iluminación del gran salón. Cuando mis ojos se habitúan, veo caos de partituras por todas partes: reposan en pilas precarias sobre sillas y sofás y hay cajas llenas de ellas cubriendo las paredes y obstruyendo el paso.

El viejo dux desaparece flotando hacia otra habitación sin decir nada más, de modo que nos quedamos allí de pie a la luz de las velas, entre Frescobaldi y Froberger, procurando no tropezar con Bach. Cuando Giovanni sale de su estudio, doy un respingo: es la versión joven del viejo dux. ¿O será, tal vez, el mismo hombre con un leve cambio de vestuario?

El mismo rostro largo y delgado con la misma nariz en arco, el mismo gorro de lana y el mismo pañuelo. Dice que le complace mucho tocar para nosotros y que lo único que tenemos que hacer es elegir las piezas, aunque a estas alturas ya sé que no quiere decir que tengamos muchas opciones. El desconocido se prepara para bailar al son que el otro le toca, de modo que me limito a observar y a escuchar. Giovanni pregunta qué nos gustaría y el desconocido le dice que confía por completo en su gusto. Él dice que lo tradicional es tocar esto y aquello y el desconocido acaba diciendo:

—Claro que sí; eso era exactamente lo que esperábamos.

Rápido, sin complicaciones y convencional. Los dos han guardado las apariencias, para el otro y también para sí mismos. Nadie ha hablado de dinero.

«Este es un mundo que no tiene nada que ver con ningún otro», pienso, mientras regresamos a pie en medio del silencio del Sottoportego.

Me acuerdo de aquel silencio, de lo horrible que era el hotel, de la sonrisa de Fiorella y de subir y bajar corriendo un centenar de puentes con mis delgadas sandalias de piel de serpiente. En aquella época que pasé en Venecia, me daba la impresión de que Fiorella intentaba cuidarme como una madre.


Sei sposata?
¿Estás casada? —me preguntó.

Le dije que estaba divorciada.

—No deberías estar sola —dijo y chasqueó la lengua.

—No estoy sola. Simplemente, no estoy casada; nada más —le dije.

—Sin embargo, no deberías viajar sola —insistió.

—Viajo sola desde los quince años.

Volvió a chasquear la lengua y, cuando me doy la vuelta para marcharme, añade:


In fondo, sei triste
. En el fondo, estás triste.

No tenía suficiente vocabulario para decirle que lo que ella percibía en mí no era tristeza, sino solo «separación». Hasta en inglés cuesta traducir eso de «separación». Amplié mi sonrisa, pero ella seguía mirando más allá. Salí corriendo y, aunque le daba la espalda, me gritó:


Allora, sei almeno misteriosa
. Eso sí, al menos eres misteriosa.

Alzo la mirada a la ventana en cuyo alféizar me senté aquella primera tarde, hace tanto tiempo. Le pido al desconocido que se quede allí conmigo, bajo la ventana, y que me abrace.

C
APÍTULO
13

La marcha nupcial

Elegimos unas alianzas muy anchas de oro cepillado, pesadas y hermosas.

A la florista le entusiasma tanto que queramos cestas, en lugar de jarrones, que me lleva a un almacén cercano a la estación de trenes, donde encontramos seis preciosidades sicilianas blanqueadas, altas y con asas en arco. Dice que las llenará con lo más bonito que encuentre en los mercados la mañana del día de la boda. Dice que la Virgen se encargará de que tengamos unas flores magníficas. Me gusta que ella y la Virgen trabajen juntas con tanta familiaridad. Le pregunto si le parece que la Virgen enviará unos cuantos lirios holandeses dorados el 22 de octubre. Me estampa tres besos. Empiezo a preguntarme si este intercambio habrá sido demasiado fácil y si estaré sufriendo demasiado poco. Sin embargo, el día anterior a la boda, el desconocido me da la respuesta.

Es casi la hora de ir a buscarlo al banco y yo ya he ido a recoger mi vestido y las medias de encaje que he encargado en Fogal. También había decidido comprar el
bustier
de tul blanco al que había echado el ojo en Cima. La tribu del mercado y de Do Mori me hizo aquella mañana una especie de despedida de soltera y mi bolsa de la compra contiene rosas, chocolates, jabones de lavanda y seis huevos envueltos en papel de periódico que me regaló la huevera, junto con instrucciones precisas: Fernando y yo debíamos bebernos tres cada uno, crudos y batidos con un poco de grapa, para que nos den fuerza. Había ido a sentarme un rato en el Florian, donde, para presentar su último cóctel, Francesco, el camarero, convidó a probarlo a todos los que estábamos presentes en el barcito: vodka, licor de casis y zumo de uvas blancas. Me desearon
auguri
tantas veces que me daba vergüenza y, cuando dijeron: «Hasta mañana», pensé que se referían a que nos verían aquí, en la Piazza, cuando el desconocido y yo y los invitados a la boda diéramos el paseo tradicional por Venecia.

Mientras me dirijo a pie a encontrarme con Fernando, echo de menos algo: apenas recuerdo la última vez que sentí en el corazón el peso del desasosiego. En algún momento del último mes, aproximadamente, lo había dejado atrás, lo había suprimido para siempre. ¿O se lo habría pasado a Fernando?

Cuando nos encontramos, el desconocido está pálido y tiene aquella mirada fija de pájaro moribundo tan habitual en él. Me recuerdo que se limita a ser italiano. Evidentemente, el día antes de su boda, tiene derecho a su cuota de angustia. No me pregunta por el vestido ni por mi día ni por mi bolsa llena de rosas. Ni siquiera me mira. Pienso que simplemente está nervioso y le pregunto:

—¿Quieres estar solo un rato?

—Por supuesto que no —responde casi con un susurro, como si le hubiese sugerido dar un paseo sobre las brasas.

Vuelvo a intentarlo:

—¿Quieres ir a casa y darte un baño y que te prepare una manzanilla?

Sacude la cabeza.

—¿Te entristece que nos casemos? —le pregunto.

—¿Cómo puedes decir una cosa así? —dice y sus ojos recuperan el brillo de la vida.

Está callado en la
motonave
y ni siquiera rompe el silencio mientras andamos. Cuando llegamos a la esquina de Gran Viale y Via Lepanto, dice:

—No puedo ir a casa contigo ahora mismo. Me quedan algunas cosas que hacer. Cesana se olvidó de apuntarnos y mañana no puede venir, porque tiene otra boda. Tengo que buscar a otra persona.

Cesana iba a ser nuestro fotógrafo; era otro viejo amigo y cliente que había dicho:
«Ci penso io
. Yo me encargo».

—¿Es eso lo que te tiene tan desesperado? —pregunto.

Se encoge de hombros, pero no responde. Le digo que siempre podemos encontrar a alguien que tome unas cuantas fotografías, pero no se consuela.

—Además, todavía no he ido a confesarme —dice y comienza una defensa convulsiva—. Hace semanas que quiero ir, pero no he encontrado el momento adecuado. No creo en la confesión y en la absolución, de todos modos.

«Solo está inquieto —pienso—, porque hace treinta años que no oye cómo se abre la cortinilla de un confesionario, y sin embargo ha sido él quien ha querido todo esto, el que reinventó la verdad para que todo ocurriera, y ahora, diecisiete horas antes de la ceremonia, ¿se va a poner a hablarme del dogma?»

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