Read Mientras vivimos Online

Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (25 page)

BOOK: Mientras vivimos
10.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Había sido un hermoso paseo, aunque algo apresurado. El cielo azul oscuro parecía rasgado por estrías que tenían los colores de su vestido, y de los árboles colgaban guirnaldas no demasiado aparatosas, que subrayaban, sin agobiar, la relativa proximidad de las fechas navideñas. El día anterior había sido la fiesta de la Constitución.

En el Ritz, y después de que Regina hubo examinado el salón donde iba a celebrarse la recepción, el grupo se retiró a un rincón del bar, y Hilda dijo que iba a comprobar que todo estuviera a punto.

—¿Por qué no la acompañas? —había sugerido Blanca, mirando a Judit.

—Así ves cómo les hago el control —había dicho Hilda—. Falta sólo media hora para que empiecen a venir los invitados, y no conviene que estén las patas para arriba.

Cuando regresaron de supervisar, vieron que las mujeres del guardarropía empezaban a recoger abrigos de pieles. El grupo había pasado al salón, y los primeros invitados se apretujaban en torno a Regina. Judit nunca había visto tantos vestidos bonitos juntos, ni tantas joyas. Camareros con bandejas llenas de copas y manjares surgían de detrás de los cortinajes, como apariciones. Regina, con un traje de cóctel negro de línea sencilla y clase extraordinaria (a Judit se le había cortado el aliento al archivar la factura), sin más joyas que unos pendientes de brillantes y el nomeolvides que lucía últimamente, sonreía sin parar a la gente que la abrumaba con sus parabienes. La muchacha se había visto relegada a un rincón, contemplando su gloria desde la distancia.

Cogió otro canapé de caviar y se lo comió con aire displicente, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. El subsecretario la contempló con avidez.

—Regina es extraordinaria —dijo el hombre—. Mírala, tiene a los medios de comunicación a sus pies.

En efecto, un par de decenas de periodistas y fotógrafos la asaeteaban a preguntas. Cómo le habría gustado a Judit conocerlos.

—¿Tú también eres escritora? —preguntó el funcionario.

Un hilillo de sobrasada fundida le resbalaba por la barbilla temblorosa.

—Todavía no, pero lo seré. Estoy empezando.

—Lástima. De todas formas...

Sacó una tarjeta del bolsillo interior de la americana y se la entregó. Vio que se llamaba Faustino. Sus apellidos ocupaban dos líneas, en elegante letra inglesa.

—Si necesitas algo, ponte en contacto conmigo. Tenemos becas para jóvenes escritores, seminarios. Yo me encargo de repartirlas, ¿sabes?

Le había puesto la mano grasienta en la espalda, y Judit pensó que haría bien en huir. Sonrió y esperó unos instantes, para no parecer grosera. Dijo que iba al baño, y se apartó del individuo. Cruzó el inmenso salón, mirando a hurtadillas los espejos hasta dar con su propia silueta, vivaz como una llamarada. Regina se encontraba al otro lado de la estancia, rodeada de gente. Antes de verla, Judit oyó su risa y su voz:

—¡Qué va! Los cincuenta son mejores que los cuarenta, y me han dicho que los sesenta dan aun mejor resultado.

Se abrió paso hasta ella. Regina la miró, risueña:

—¡Vaya, mi mano derecha! Ven, te voy a presentar a la ministra.

Se volvió a la dama, muy morena y de sonrisa algo infantiloide, que tenía a su lado.

—Esta es Judit. Mírala con atención, ministra, porque en el futuro tendrás noticias suyas. Es una chica muy capaz. Capaz, capaz, capaz —canturreó—. ¿No es cierto, pequeña?

Le pareció que Regina había bebido más de la cuenta. Recordó las huellas de whisky que había encontrado en el cuarto secreto. ¿Se estaría entregando a la bebida? La escritora, como si quisiera confirmar sus sospechas, pidió que alguien le trajera otra copa de champán, mientras seguía hablando con la ministra y su séquito, como si se hubiera olvidado de Judit.

La muchacha observó, con terror, que el pesado de Faustino se le acercaba, babeando. Para su suerte, una mano cargada de sortijas se aferró a su brazo y la condujo hacia un ángulo del salón.

—No pierdas el tiempo con ése, es un don nadie. El que tiene poder de verdad es su inmediato superior pero, lo que es la vida, le gustan los chicos. Al menos, eso dicen.

Al natural, Blanca le imponía mucho más respeto que por teléfono. Le pasaba un palmo y se movía como una fuerza de la naturaleza.

—Me preocupa Regina —susurró Judit—. Parece que ha bebido más de la cuenta.

—Uf, no seas tan estrecha, que sois una generación de puritanos o de perdidos. Digo yo que, entre las pastillas de éxtasis y la abstinencia total, hay un término medio. Regina y yo hemos estado celebrando y aún seguimos en ello.

—Celebrando, ¿qué? —preguntó, con desconfianza.

—¿Qué va a ser? Esto y lo otro, siempre hay motivos para festejar, ¿no te parece? Tú misma, deberías estar como unas pascuas. Nos ha gustado mucho, pero mucho, tu proyecto de novela.

—¿Os
ha gustado? ¿Se lo has enseñado a Regina?

—No, boba. Hablo de la gente de mi despacho, no te asustes. Ha pasado por varias manos, como comprenderás, decido sola pero me dejo aconsejar por otros que entienden tanto como yo, o más.

Judit respiró con alivio.

—Ya hablaremos de eso —siguió Blanca—. Ahora no es el momento. Esta es la fiesta de Regina. Por cierto, luego hay una cena privada, para unos veinte o así, en un reservado del hotel. Voy a hacer que te sienten al lado de Amat. Ya verás cómo te cunde.

—¿Le has hablado de lo mío?

—Ssssst. Calla, mona, que empiezan los discursos, qué pesadez. Va a hablar hasta la ministra.

Fue precisamente Amat, que era un hombre delgado y alto, bastante atractivo (Judit lo miraba con buenos ojos desde que sabía que iba a cenar sentada junto a él), quien tomó el micrófono y le dio unos golpecitos, antes de reclamar la atención de los invitados. El murmullo de conversaciones se fue extinguiendo.

—Siempre es un placer y un honor presentar un nuevo libro de la escritora más querida por nuestra editorial que es también, como todos sabéis, la más querida de este país...

Judit absorbió sus palabras. En algún rincón de su mente, cambió el nombre que el editor pronunció por el suyo. Sí, algún día sería la reina de una fiesta como aquélla.

—No sé cómo se os ha ocurrido que me presente esta pesada —masculló Regina, de modo que sólo Amat pudiera oírla.

—A estas alturas —replicó el editor, en el mismo tono y sin perder la sonrisa—, en la nómina de presentadores ya sólo te quedaba por incluir una ministra.

—No seas hipócrita y arréglatelas para que me den otra copa. Lo has hecho para quedar bien tú. Los catalanes echamos pestes de Madrid, pero cuando llega la hora de lamer culos nos encuentran con la lengua bien dispuesta.

Amat hizo una seña a un camarero y pronto Regina se encontró con champán de repuesto. Era la única forma de aguantar. Se le ocurrió que aquello no era la presentación de un libro suyo, sino algo mucho mejor: ella era un barco y le estaban dedicando la botadura. Dentro de nada zarparía y no volverían a tener noticias de Regina Dalmau. Se sintió mucho mejor. Incluso se vio capaz de prestar atención al discurso de la ministra.

—Vosotros sabéis muy bien que los políticos no siempre podemos participar en actos tan agradables como éste. Por eso me siento, además de muy agradecida a quienes me han dado la oportunidad de presentar a Regina Dalmau, muy feliz por poder expresar públicamente lo que me inspira esta mujer a quien vengo leyendo desde que estudiaba y que ha sido para mí, como para varias generaciones de españolas, un punto de referencia moral, espiritual y ético, una especie de faro, además de un orgullo para el mundo de las artes y de las letras.

Regina reprimió un hipido provocado por el gas del champán, y al hacerlo sintió unas irreprimibles ganas de eructar. Luego, luego, pensó, abriendo los labios lo justo para que se le escapara sólo un prolongado silbido. Por fortuna, la ministra no se dio cuenta. Sólo Amat le clavó levemente el codo en el costado.

—Tranquilo —susurró Regina—, que no me voy a dormir ni a desmayar del aburrimiento. Menos mal que, a mí, todo esto me da igual. Te vas a enterar, Amat.

—¿De qué? —preguntó el otro, distraídamente.

Por suerte, la ministra estaba acabando. Ahora enarbolaba el ejemplar del libro que Amat había deslizado en sus manos poco antes de que empezaran los discursos:

—Como madrina de esta presentación, os aconsejo que corráis a comprar la nueva obra de nuestra Regina. Y que la leáis, claro, aunque sé que eso no dejaréis de hacerlo...

Fue el final de su discurso pero no de su parloteo. En la cena que siguió, y que a Regina le tocó presidir con la ministra a su derecha y Amat a su izquierda, más un ramillete de invitados que incluía a los críticos literarios más influyentes de la capital, la vocecilla de la autoridad cultural se elevó por encima de las conversaciones como el croar de una rana en una charca. Taciturna, Regina se limitó a puntuar con monosílabos sus insustanciales comentarios, de los que Amat era en buena parte responsable, puesto que desde el otro lado de la mesa, no dejó de lanzarle absurdas preguntas sobre su cometido profesional.

Regina, que no tenía hambre, se dedicó a roer una tostada, pasando del
foie.

—Encárguese de que esté siempre llena —le indicó al camarero, golpeando con el índice su copa.

El muchacho le dirigió una sonrisa de complicidad, como si comprendiera que necesitaba combustible para soportar la velada. Por el rabillo del ojo vio que Judit, sentada a la izquierda del editor, imitó su gesto cuando se le acercó el camarero. Regina y ella se miraron fijamente, hasta que la joven sonrió y volvió a concentrar su atención en Amat, contemplándolo con fervor. Venerante entra de nuevo en acción, se dijo la escritora.

Regina golpeó el cristal con el cuchillo de postre: —Me gustaría proponer un brindis —dijo, cuando se acallaron las voces.

Clavó los ojos en Judit y, pronunciando las palabras lentamente, declaró:

—Por la joven, qué grande es ser joven, ¿verdad?, por la joven Judit, que me ha ayudado a trabajar como nadie lo había hecho hasta ahora, y que sin duda está dispuesta a ayudar a mucha más gente, porque es un verdadero ángel de la guarda convertido en secretaria. Os aseguro que mi último libro no habría salido a la calle sin su inapreciable colaboración. Blanca es testigo —al nombrarla dirigió su copa hacia la agente, y ésta elevó también la suya, con una sonrisa sardónica— de cómo se ha desvelado por mí esta sorprendente criatura. ¡Por Judit y su brillante futuro! Y, sobre todo, ¡por los pobres autores que aún no la conocen y no saben lo que se han perdido!

Todos bebieron por Judit y ésta, colorada hasta la raíz del pelo y visiblemente complacida, se sintió en la obligación de corresponder con un pequeño discurso.

—A mí también me gustaría alzar mi copa —y la alzó, aunque no se atrevió a ponerse en pie para el brindis.

—¡Que hable Judit, que hable Judit! —pidió Blanca, sin dejar de sonreír, y los otros comensales la secundaron.

Está preciosa, se dijo Regina, hay que reconocer que tuve una buena idea al comprarle ese vestido. Amat no le quitaba la vista de las tetas.

—Me da mucha vergüenza—se disculpó Judit—. No estoy acostumbrada a hablar en público.

—Mujer, no será tanto —la cortó Regina, sonriente—. Animo, que tú puedes.

—Mi brindis va dedicado a esta mujer —dijo la muchacha, mirándola con una expresión de arrobo idéntica a la que, minutos antes, había utilizado para escuchar a Amat—. Sin ella, hoy no estaría entre ustedes. Conocerla ha sido lo más importante que me ha ocurrido hasta ahora. Me siento orgullosa de merecer su confianza y de, bueno, de estar aquí compartiendo un momento así con personas tan maravillosas como Regina.

Cuando la cena terminó, llegó la hora de las despedidas. La ministra y su séquito fueron los primeros en marcharse. Algunos críticos pasaron al bar del hotel, para seguir bebiendo.

—Yo tengo que madrugar —dijo Blanca—. ¿Queréis que os acerque al Palace?

—Podríamos andar —propuso Amat, mirando a Judit.

—¿Por qué no lo dejáis para otro día? Así podréis caminar a solas.

En cierto momento, al final de la cena, Regina había visto que el editor anotaba un número en su agenda: el móvil de Judit, se dijo, me juego el cuello.

—Judit y yo tenemos algo pendiente. Sí, Blanca, déjanos en el hotel. Me duelen los pies, y lo que tenemos que hacer prefiero hacerlo descalza y tumbada en mi cama.

Durante el trayecto sólo hablaron Amat y Judit, que iban en los asientos de atrás, comentando la velada. Regina y Blanca se limitaban a intercambiar miradas de vez en cuando.

—Te llamo mañana —dijo la escritora, besando a su agente en la mejilla, antes de enfilar hacia el interior del Palace.

Judit y Amat la siguieron. Éste propuso tomar la última en el bar.

—No seas pesado —sonrió Regina. Y, dirigiéndose a Judit—: Como tiene a su mujer lejos, le da por la farra. Anda, guapa, acompáñame a mi habitación. Nos queda la gran escena final, ¿no te parece?

6

Regina se tendió en una de las camas gemelas, la más cercana al teléfono. Se quitó los zapatos, los arrojó al suelo y se frotó los dedos por encima de las medias.

—Debería quitármelas, me aprietan —dijo—. Al miserable que ideó los
panties
habría que colgarlo de un árbol, atado por los testículos con su propio invento.

Judit se echó a reír.

—No haces más que quejarte —observó—. Si yo hubiera tenido una fiesta como la de hoy en mi honor, la recordaría durante varios años.

—Puede que no haya sido tu fiesta —replicó Regina, forcejeando por bajarse los
panties
—, pero no me cabe duda de que la recordarás, maldita sea, están pegados a la piel por el sudor. Ya lo creo que la recordarás.

Hizo una bola con las medias, las olisqueó, murmuró «qué asco» y las tiró al suelo. A continuación, intentó bajarse la cremallera del vestido.

—¿Te ayudo? —preguntó Judit, solícita.

—¡No! Todavía puedo valerme por mí misma. No estoy inválida, ¿lo sabías? Ni muda, ni sorda, ni ciega. Vaya, se me ha enganchado con el sostén. ¡No te acerques! —Abrió los brazos y el vestido cayó a sus pies, enredado con el sujetador y las bragas.

—Qué forma de tratar un traje tan caro —comentó Judit.

—¿Ah, sí? Mira —levantó los brazos, triunfante, como una bailarina—, Venus madura surgiendo del vestido. Ja.

—Estás estupenda —Judit movió la cabeza, como si tratara de convencer a una niña—. Nadie más que tú habla de tu edad. ¿No has oído las alabanzas de la ministra? Se nota a la legua que te envidia. No necesitas meterte en política para tener más poder que ella sobre nuestros corazones.

BOOK: Mientras vivimos
10.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Peregrine Spy by Edmund P. Murray
The Amber Keeper by Freda Lightfoot
Exit Strategy by Lena Diaz
Carter by R.J. Lewis
Monster's Chef by Jervey Tervalon