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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (20 page)

BOOK: Mientras vivimos
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Hecha mi petición, esperé la reacción de Albert. Tenía mis dudas, Regina. De alguien tan esclavo de su sentido del deber se puede esperar cualquier ofuscación. No había vacilado en sacrificarme a mí, ¿por qué tenía que ser más generoso contigo? Por una razón, pensé entonces. Porque —y esto te lo digo para que lo quieras y respetes mientras viva— te quería más que a mí, más que a sí mismo y más que a sus creencias. Accedió sin dudarlo. Aunque se sentía incapaz de salir del pozo, quería para su hija lo que él no pudo tener. Sólo puso una condición. Te acercaría a mí lo bastante como para asegurarte una educación complementaria, pero, entretanto, seguirías con las monjas. Cuando llegara el día, la decisión sería tuya.

Porque elegiste tú. Yo te escogí para que fueras Marta pero, desde que atravesaste el umbral de mi casa aquella primera tarde, no dejaste de tomar tus propias decisiones, de hacer
preguntas, de formarte contra todo condicionamiento. Incluso contra mí, ¿me equivoco? Te hiciste mujer sin renunciar a la reserva adquirida en soledad, pero aprendiste, aprendiste sin descanso cuanto pude enseñarte. Tu inteligencia me llenó de satisfacción, tu curiosidad sin límites me suministró las más luminosas compensaciones que pude imaginar. Eras, eres, tan capaz. Y habías nacido para escribir, lo vi desde el principio, tenías el don. Mis escritos eran el fruto de mi esfuerzo, de mi voluntad. Tú escribías como respirabas. Todo lo que yo tenía que hacer era poner a tu alcance los conocimientos y un cierto rigor que te impidiera dispersarte o caer en la facilidad. Estoy orgullosa de ti, Regina, más de lo que podría estarlo de una hija propia. Y de lo que más contenta me siento es de haber introducido en ti el anhelo de volar con tus propias alas. Que seas capaz de crecer por tu cuenta, que hayas seguido creciendo sin mi tutela, es el mejor regalo que he recibido a cambio de los años que te dediqué.

No quiero ser hipócrita. Habría preferido verte más a menudo. Pero tu decisión de no regresar no ha tenido nada que ver con lo que aprendiste de mí. ¿Me equivoco? Me arrepiento de no haberte contado lo que hubo entre tu padre y yo. No podía hacerlo, Regina. Cuando accedió a traerte a casa, me hizo jurar que nunca te diría la verdad sobre nuestra relación. Fue su pudor, no el mío, lo que motivó mi silencio. Lo averiguaste años después, estoy segura, aunque no sé cómo. Algo que dije o algo que viste. Da igual, ¿no te parece ? Me hubiera gustado ser sincera contigo, pero no era fácil. Cuando llegaste, eras demasiado joven para entenderlo. ¿Qué podía decirte? ¿ Que había sido la amante de tu padre durante los últimos siete años y que pretendía convertirme en una segunda madre para ti, una madre más real y efectiva que aquella a quien los dos, en palabras de Albert, habíamos traicionado? Imposible. Por otra parte, ya no había nada que ocultar. Tu padre te traía a casa, se quedaba con nosotras, asistía con envidia y cierto desánimo a nuestras complicidades. Y poco más. Cuando no estabas presente, Albert hablaba de los viejos tiempos, volvía una y otra vez a lo ocurrido entre nosotros, a ponderar la amistad sin dependencias pasionales que manteníamos. Un día me harté. Le dije que no volviera por casa, que no soportaba a la gente que no sabe tomar decisiones para preservar la felicidad con que ha sido privilegiada. Se quedó perplejo: a él le iba muy bien, después de todo. A mí, en cambio, su presencia me estorbaba. Me dijo que lo pensara bien. Una vez más, no me entendía. Yo te tenía a ti. Él se había convertido en una reliquia.

Ahora lo tengo a él y me faltas tú. Está visto que siempre he de sentirme incompleta. Afirma que, desde que me conoció, no ha dejado de quererme ni un solo día de su vida, y debe de ser verdad.

Desaparecido el aspecto carnal de nuestra historia, me convertí en parte de su religión, un culto tan privado que no se extinguirá ni con mi muerte. Al contrario, cuanto menos me tenga más me querrá, porque ésa es la naturaleza de Albert Dalmau, un hombre destinado a tener lo que no ama y amar lo que no tiene.

Durante los años en que nos quisimos, no pasamos ni una noche juntos. Fue incapaz de inventar una sola mentira que nos permitiera esa intimidad de la que los matrimonios disfrutan hasta el hartazgo. Voy a morirme y no sé cómo es Albert cuando despierta, qué gestos hace, si está de buen humor o no, qué desayuna, si canta bajo la ducha, esas tonterías que siempre envidié en las parejas normales. Lo odié por eso. Ahora no le gusta que me quede sola por las noches, y dice que está dispuesto a hacerme compañía en cuanto se lo permita. Soy una enferma, no una tentación. En mi competición con tu madre, por fin la venzo, porque estoy casi muerta.

Después de la muerte de Teresa, Albert Dalmau se consagró por completo a su memoria. Llevaba flores a su tumba una vez a la semana, encargaba misas. Desatendió por completo su trabajo de joyero, del que ya no tenía que vivir, gracias a que Regina, que se iba enriqueciendo con cada nueva novela, velaba, al menos, por el bienestar material de sus padres. Se veían con poca asiduidad, porque Regina no soportaba la afición de Albert por revivir el pasado, por hacer de Teresa el único tema de conversación.

Ni siquiera entonces, no obstante, le confesó la verdad: que se habían querido. Se limitaba a repetir que fue una mujer única, su mejor amiga, su amiga del alma. Estaba obsesionado por sus papeles, por la herencia que Regina había recibido sin que Teresa le dejara a él un solo documento, ni una carta. «¿Qué piensas hacer? ¿Se publicarán?», preguntaba, como si la mujer hubiera legado manuscritos inéditos que merecían pasar a la posteridad.

Albert se deterioró a ojos vista en aquellos diez años. Ya no se preocupaba por su esposa, y era Regina quien debía atender, aunque fuera por personas interpuestas (su abogado se preocupaba de eso) a las necesidades de la vieja María, adormilada en su cuarto como un odre. Cuando el padre apareció muerto de un ataque al corazón (fue la fiel Santeta quien lo encontró y quien llamó al abogado para que la avisara), Regina tuvo que volar a Barcelona desde Bilbao, en donde se encontraba dando una conferencia. Con Albert de cuerpo presente, amortajado con su mejor traje, la escritora registró el piso de arriba abajo, en busca de señales del paso de Teresa por aquella desgraciada vida. No encontró nada.

De vuelta del entierro en el nicho familiar, Regina había entrado en el dormitorio de María y se había sentado en la cama, tratando de descubrir en aquel ser del que había nacido alguna prueba de su parentesco, pero su cuerpo embutido en el camisón era como una pared que, al arrojarle la palabra madre, sólo le devolvía un nombre: Teresa. La mujer le había dirigido una mirada astuta.

—¿Me has quitado mi bastón? —preguntó, con desconfianza.

—Está aquí, como siempre —se lo alargó.

María lo empuñó y golpeó el suelo, como una niña enrabietada, al tiempo que gritaba:

—¡Albert, ven aquí! ¡Te estoy esperando, no te escondas, hijo de puta!

La había besado en el cabello, disimulando su repugnancia, antes de abandonar para siempre el piso del Eixample. María pasó los años que le quedaban en una residencia de lujo. Su hija no la volvió a ver viva. A su muerte, hizo que la enterraran con su padre. Se preguntaba si eso había sido justo.

25 de julio

Yo te quiero, Regina, y deseo creer que te tengo, que viviré en tu memoria como tú vives en la mía.

Han pasado muchos días desde que te escribí la última vez. El doctor Pons me ha dicho que debo prepararme. Tuve una recaída peor que la anterior. He estado en el hospital, sin poder moverme y sin que me aliviaran el dolor. Pons dice que le será más fácil administrarme la morfina en casa. Yo quiero esperar un poco antes de que me aturda. Necesito decirte algo más.

Quiero hablarte del dolor. No del dolor físico, que sólo embrutece, sino del sufrimiento que la vida te deparará y del que no debes escapar aunque tampoco me gustaría que te complacieras en él. Pero no, esto último no me da miedo, no va con tu carácter. Lo que necesito que entiendas, porque si no lo haces me consideraría fracasada, es que, por grande que sea el dolor que encuentres en tu camino, posees la cualidad de convertirlo en literatura, es decir, en felicidad para los demás. Yo no tuve esa suerte, pero sí el infinito consuelo de enseñarte a ti. Tú eres mi obra, y saberlo hace que me vaya tranquila. Perdóname si te exigí demasiado y no permitas que la severidad contigo misma te paralice. Busca la armonía, incluso en el caos. No puedo seguir.

De nuevo, la letra retorcida, los borrones. La última anotación de Teresa estaba fechada diez días antes de su muerte y era un garabato confuso que tuvo que leer varias veces para descifrar: «Te querré siempre, hagas lo que hagas. Piensa en mí.»

Regina agrupó las páginas y las mantuvo apretadas contra su regazo. «Busca la armonía, incluso en el caos.» Aparte de las revelaciones acerca de la relación de Teresa con Albert, la carta era una declaración de amor maternal y de perdón sin condiciones que había resistido la prueba del tiempo y que el azar, o su propio empecinamiento, habían postergado para que su gracia la tocara en la etapa más alterada de su existencia.

Teresa, avanzada a su momento histórico en tantas otras facetas, había prefigurado también, tal vez sin intuirlo, la peculiar variante de maternidad a que se verían abocadas las mujeres como ellas, las mujeres solas de este fin de siglo que no podían dejar de transmitir su herencia. Mujeres que escogían a mujeres para mantener intacta la cadena, y que creaban vínculos de amor y perdón tan fuertes como el mandato de la sangre.

No podía ser casual que Judit hubiera entrado en su vida coincidiendo con la vuelta de Teresa.

JUDIT
1

Escucharon sus pasos al otro lado de la puerta.

—Regina —susurró Judit.

A horcajadas sobre Álex, alargó el brazo derecho y le cubrió la boca con la mano. Dejó de moverse, pero mantuvo su otra mano en la nalga del muchacho, apretándola como si navegara impulsando con suavidad el timón, mientras permanecía atenta a los sonidos del pasillo. Las chancletas se alejaron, camino del salón.

Si los sorprendía, Judit habría dado un paso en falso. El tercero en menos de veinticuatro horas. Intuía que Regina, cuya vida amorosa no atravesaba la mejor de las épocas, no se iba a alegrar al enterarse de que follaban bajo su techo. Y aun le dolería más que le hubiera mentido. No podía permitirse perder su confianza, cuando todo estaba saliendo tan bien. Para las dos.

Hacía dos semanas que Álex y Judit se juntaban a escondidas, en el dormitorio del primero. Esa noche llevaban horas jodiendo, desde antes de que Regina se metiera en el cuarto cerrado. Practicar el amor con Álex era infinitamente mejor que hacerlo con Viader. El muchacho nunca tenía bastante y Judit experimentaba con él como si tuviera dentro un pedazo de mármol por esculpir. No sabía que el sexo podía ser creativo, ni que le iba a gustar tanto hacerse con el mando. Asumir la iniciativa era lo que más le excitaba, porque en la entrega de Álex a cada avance suyo reconocía un tributo a su destreza. Dirigir las operaciones la hacía sentirse poderosa y agradecida a la vez. Cada cual a su modo, ambos asistían a la maduración de su sexualidad, y el hecho de que no implicara ningún sentimiento añadido aumentaba el valor de aquellas horas que pasaban juntos, convertidas en la prolongación natural de su camaradería cotidiana.

No se había propuesto seducirle. Ocurrió. Fue una experiencia placentera desde el primer polvo. Y algo más. Como echar raíces. Álex era parte de Regina. Casi un hijo. Había dormido en aquella misma cama cuando Judit apenas empezaba a soñar con lo que ahora le estaba sucediendo. Su relación con Álex, aunque secreta, era como usar la ropa que Regina le había regalado, formaba parte de los signos de identificación que la acreditaban como usuaria con pleno derecho de su nueva identidad.

—Sigue —suplicó Álex, clavándole los dedos en la cintura y encajándola contra su pelvis.

—Espera.

El sonido de las chancletas volvió a acercarse, pero esta vez se detuvo ante la puerta. Se acabó, pensó Judit. Entrará y nos hará una escena. Podría afrontar que la encontrara follando con Álex, pero le sería difícil persuadirla de que no había querido engañarla. Judit, que tenía oído de tísica, creyó percibir un ligero entrechocar de cristales. Luego, el plas-plas de las zapatillas alejándose en dirección contraria y, por último, el chasquido de una puerta al cerrarse. Regina se hallaba de nuevo en el cuarto secreto.

—Joder —masculló Álex.

Era una imprecación y un imperativo. Tranquilizada, Judit procedió a aplicarle uno de sus trucos más recientes. Hizo rotar la pelvis con parsimonia, al tiempo que elevaba y bajaba el culo con lentitud y le masajeaba la polla mediante contracciones de sus músculos vaginales. Álex cerró los ojos, dejándose hacer, esperando el siguiente movimiento.

Lo que más le gustaba era observarlo cuando se corría, y preguntarse si aquel padre suyo, Jordi, había puesto una expresión similar las veces que se vino, haciendo el amor con Regina. ¿Cómo era Regina, en la cama?

¿Qué podía estar haciendo en el cuarto secreto, durante tanto rato? Judit se había enterado, por Flora, de que Regina nunca le confiaba la llave. «En la habitación de Rebeca no entra ni Dios, aparte de la señora», había dicho la criada.

Eso estaba por ver.

Mucho más tarde, la oyeron salir del cuarto y alejarse, en dirección a su dormitorio. Judit le pasó a Álex la colilla del último cigarrillo, para que la anegara en una lata con restos de coca-cola.

—Dices que, cuando tú y tu padre vivíais aquí, el cuarto ya estaba cerrado con llave.

—Sí, pesada. ¿Por qué te interesa? Seguro que no es más que un almacén o algo parecido.

—¿Y qué hace ella tanto rato dentro?

—¡Yo qué sé! A lo mejor necesita un poco de aislamiento. No disfruta de mucho, con nosotros siempre alrededor.

—¿Se encerraba también entonces?

—Supongo. Yo iba a mi bola, no me fijaba en esas cosas. Sólo sé que mi padre una vez le propuso que tiraran un tabique y convirtieran las dos habitaciones, el cuarto cerrado y la que tú ocupas, en un despacho para él.

—¿Qué dijo Regina?

—Te lo puedes imaginar. El cuarto sigue ahí. ¿Tú crees...?

—¿Qué?

—No, me preguntaba si se huele lo nuestro.

—En absoluto. Regina es muy poco perspicaz. ¿Sabes? Anda tan preocupada con sus incógnitas que no ve qué hace la gente que tiene delante de sus narices. Nunca supuse que una escritora de su importancia fuese tan poco observadora.

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