—Buenos días —dijo Brunetti sin acertar a disimular el nerviosismo que le producía la vista de aquel hábito.
La monja movió la cabeza de arriba abajo sin decir nada. Dio medio paso adelante situándose, quizá accidentalmente, entre él y la cama.
Brunetti se movió hacia la izquierda, de modo que Maria pudiera verlo. Cuando ella lo distinguió, abrió mucho los ojos y juntó las cejas tratando de recordar quién era.
—
¿Signor
Brunetti? —dijo al fin.
—Sí.
—¿Qué hace aquí? ¿Le ha sucedido algo a su madre?
—No, no, nada. He venido a verla a usted.
—¿Qué le ha pasado en el brazo?
—Nada, no es nada.
—Pero, ¿cómo ha sabido que yo estaba aquí? —Al percibir el pánico que había en su propia voz, la mujer calló y cerró los ojos. Cuando los abrió dijo con forzada calma—: No entiendo nada.
Brunetti se acercó a la cama. La monja lo miró y movió negativamente la cabeza; si era una advertencia, Brunetti hizo caso omiso.
—¿Qué es lo que no entiende? —preguntó.
—No entiendo cómo he llegado aquí. Dicen que iba en bicicleta y un coche me atropello, pero yo no tengo bicicleta. En la residencia no hay bicicletas, y aunque las hubiera, no creo que pudiéramos usarlas nosotras. También dicen que estaba en el Lido. Yo nunca he estado en el Lido,
signor
Brunetti, nunca en mi vida. —Su voz se hacía más aguda a medida que hablaba.
—¿Dónde recuerda haber estado? —preguntó él.
La pregunta pareció sorprenderla. Se llevó una mano a la frente, como él la había visto hacer aquel día en su despacho y nuevamente la sorprendió no encontrar la reconfortante protección de la toca. Con las yemas de dos dedos, se frotó la venda que le cubría la sien, tratando de recordar.
—Recuerdo estar en la residencia —dijo al fin.
—¿La residencia en la que está mi madre? —preguntó Brunetti.
—Naturalmente. Donde trabajo.
La monja, movida quizá por la creciente agitación de la voz de Maria, se adelantó:
—Creo que será mejor que no haga más preguntas,
signore.
—No, no, deje que se quede —rogó Maria.
Al observar la indecisión de la monja, Brunetti dijo:
—Quizá sea preferible que hable yo.
La monja miró de Brunetti a Maria Testa, que asintió susurrando:
—Por favor. Quiero saber lo que me ha pasado.
Mirando su reloj, la monja dijo en ese tono categórico que adoptan ciertas personas cuando tienen ocasión de ejercer su poco de autoridad:
—Está bien, pero sólo cinco minutos. —Dicho esto, en lugar de marcharse como esperaba Brunetti, la monja se situó a los pies de la cama, decidida a quedarse a escuchar la conversación.
—Usted circulaba en bicicleta cuando un coche la atropello. Ocurrió en el Lido, donde trabajaba en una clínica particular.
—Es imposible. Ya le he dicho que nunca he estado en el Lido. Nunca. —Entonces se interrumpió y cambiando de tono dijo—: Perdone,
signor
Brunetti. Dígame lo que usted sepa.
—Había trabajado allí varias semanas, después de dejar la residencia. Unas personas la ayudaron a encontrar empleo y alojamiento.
—¿Empleo?
—En la clínica. Trabajaba en la lavandería.
Ella cerró los ojos un momento y, cuando los abrió, dijo:
—No me acuerdo del Lido. —De nuevo, se llevó la mano a la sien—. Pero, ¿por qué está usted aquí? —preguntó a Brunetti, y por su tono él comprendió que recordaba que era policía.
—Hace varias semanas, usted fue a mi despacho para pedirme que indagara en un asunto.
—¿Qué asunto? —preguntó ella moviendo la cabeza con perplejidad.
—Algo que usted creía que ocurría en la residencia San Leonardo.
—¿San Leonardo? Nunca he estado allí.
Brunetti vio que apretaba la sábana con los puños y comprendió que no tenía objeto continuar la conversación.
—Creo que vale más que lo dejemos por ahora. Quizá poco a poco vaya recordando lo ocurrido. Necesita descansar, comer y recuperar las fuerzas. —¿Cuántas veces había oído a esta mujer decir cosas parecidas a su madre?
La monja se adelantó.
—Ya es suficiente,
signore.
Brunetti, mal que le pesara, reconoció que tenía razón.
Extendió su mano buena y golpeó suavemente el dorso de la de Maria.
—Pronto estará bien. Lo peor ya ha pasado. Procure descansar y comer. —Sonrió y dio media vuelta.
Antes de que él llegara a la puerta, Maria dijo a la monja:
—Por favor, hermana, siento molestarla, pero ¿podría traer un…? —aquí se interrumpió y bajó la cabeza por pudor o cohibición.
—¿Un orinal? —preguntó la monja sin bajar la voz.
Manteniendo la cabeza baja, Maria asintió.
La monja resopló y apretó los labios. Dio media vuelta y fue hasta la puerta, la abrió y la sostuvo para que saliera Brunetti.
Detrás de ellos sonó la voz débil y atemorizada de Maria que decía:
—Por favor, hermana, deje que él se quede hasta que usted vuelva. No quiero estar sola.
La monja miró a Maria y a Brunetti, y salió cerrando la puerta.
Brunetti se volvió hacia la cama.
—Fue un coche verde —dijo Maria sin preámbulos—. No sé de qué marca porque no distingo las diferencias, pero me embistió adrede. No fue un accidente.
Atontado por la sorpresa, Brunetti preguntó:
—¿Lo recuerda?
—Lo recuerdo todo —dijo ella, con una voz más firme de lo que él recordaba haberle oído usar nunca—. Me han dicho lo que le ha pasado a usted y he tenido todo el día para pensar.
Él fue a acercarse a la cama, pero ella lo contuvo con un ademán.
—Quédese donde está. No quiero que ella sepa que hemos hablado.
—¿Por qué? —preguntó él.
Esta vez fue Maria la que apretó los labios con gesto de irritación.
—Podría ser de los suyos. Me matarán si sospechan que me acuerdo de todo.
Él la miró y percibió casi físicamente el impacto de la energía que ella irradiaba.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó.
—Sobrevivir —espetó ella, y entonces se abrió la puerta y entró la monja con el orinal en la mano. Pasó por delante de Brunetti sin decir nada y fue hacia la cama.
Él tampoco habló, ni siquiera se atrevió a volverse para mirar a Maria por última vez, y salió de la habitación cerrando la puerta.
Mientras Brunetti avanzaba por el corredor hacia Psiquiatría, de pronto, sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Una parte de él sabía que aquello no era más que efecto de la fatiga y el shock, pero no por ello dejó de mirar la cara de las personas que se cruzaban con él, para ver si también ellas habían sentido temblar la tierra. Asustado de sí mismo al notar que le hubiera tranquilizado descubrir que había un terremoto, entró en el bar de la planta baja y pidió un vaso de néctar de albaricoque y, después, un vaso de agua, con el que tomó otros dos comprimidos del calmante. Al mirar a los otros clientes del bar, con sus vendajes, tablillas y escayolas, Brunetti se sintió en su ambiente por primera vez aquel día.
Cuando se encaminó de nuevo a Psiquiatría, se sentía mejor, pero no bien. Cruzó el patio, acortó por Radiología y empujó las dobles vidrieras de Psiquiatría. Entonces vio venir hacia él desde el otro extremo del corredor una figura con hábito blanco y, nuevamente, Brunetti tuvo que preguntarse si sufría alucinaciones. Pero no, no era ni más ni menos que el padre Pio que venía hacia él, envuelta su alta figura en una capa oscura abrochada al cuello —Brunetti lo vio con una claridad diáfana— con un cierre hecho de un thaler austríaco de Maria Teresa del siglo XVIII.
Hubiera sido difícil decir cuál de los dos quedó más sorprendido, pero el primero en reaccionar fue el religioso, que dijo:
—Buenos días, comisario. ¿Me equivoco al suponer que los dos hemos venido a ver a la misma persona?
Brunetti tardó en poder hablar, y cuando lo hizo no dijo más que el nombre:
—¿La
signorina
Lerini?
—Sí.
—No podrá usted verla —dijo Brunetti, sin disimular la hostilidad.
En la cara del padre Pio floreció aquella misma sonrisa dulce con que saludó a Brunetti en su primer encuentro en el convento de la orden de la Santa Cruz.
—Comisario, no tienen ustedes derecho a impedir que una persona enferma, necesitada de consuelo espiritual, vea a su confesor.
Su confesor. Naturalmente, Brunetti hubiera debido preverlo. Pero, antes de que pudiera decir algo, el monje prosiguió:
—De todos modos, sus órdenes llegarían tarde, comisario. Ya he hablado con ella y he oído su confesión.
—¿Y le ha dado consuelo espiritual? —preguntó Brunetti.
—Tú lo has dicho —respondió el padre Pio con una sonrisa que no sabía lo que era la dulzura.
Brunetti sintió que le subía a la garganta un sabor agrio que nada tenía que ver con el néctar de albaricoque que acababa de tomar. Lo recorrió un espasmo de rabia y asco, que él fue tan incapaz de dominar como incapaces eran los comprimidos de calmarle el dolor del brazo. Olvidando todo lo que le había enseñado la experiencia durante muchos años, Brunetti agarró de la capa al clérigo, arrugando con gusto el fino paño entre los dedos y tiró con fuerza para obligar al otro a agacharse hasta que sus caras quedaron a pocos centímetros una de otra.
—Sabemos mucho de usted —le escupió Brunetti.
El monje, de un manotazo, se desasió con facilidad. Dio un paso atrás, giró sobre sí mismo y fue hacia la puerta. Pero allí se detuvo, y volvió sobre sus pasos haciendo oscilar la cabeza hacia uno y otro lado como las serpientes.
—También nosotros sabemos mucho de usted —susurró, y se fue.
Brunetti se estremeció.
Brunetti se quedó unos minutos en la puerta del hospital, en el
campo
SS. Giovanni e Paolo, sin saber si volver a la
questura
o irse a casa a dormir un poco. Miró el andamiaje que cubría la fachada de la basílica y vio que las sombras habían subido hasta media altura. Al consultar el reloj, le sorprendió ver que era media tarde. No sabía qué se había hecho de aquellas horas: quizá se había quedado dormido en el bar, sentado en la silla con la cabeza apoyada en la pared. Lo cierto era que habían pasado horas, que se habían volatilizado como todos aquellos años de la vida de Maria Testa.
Pensando que era preferible ir a la
questura,
si más no, porque estaba más cerca, cruzó el
campo
en aquella dirección. Martirizado por la sed y el dolor del brazo que se le recrudecía, entró en un bar, pidió un vaso de agua mineral y tomó otro comprimido. Al llegar a la
questura,
encontró el vestíbulo extrañamente silencioso y no fue sino al recordar que era miércoles, el día en que el
Ufficio Stranieri
estaba cerrado al público, cuando descubrió la razón de aquel insólito silencio.
Como no le apetecía subir los cuatro tramos de escalera hasta su despacho, decidió no demorar la inevitable visita a Patta y se dirigió hacia la escalera que llevaba al despacho de su superior. Mientras subía el primer tramo, lo sorprendió lo fácil que le resultaba la ascensión y se preguntó por qué se le habría antojado tan difícil llegar a su propio despacho, pero no consiguió recordarlo. Pensó en lo agradable que sería subir volando y el mucho tiempo que le ahorraría todos los días, pero ahora ya estaba en el despacho de la
signorina
Elettra y se olvidó de la idea del vuelo.
Ella levantó la mirada del ordenador y, al verle el brazo y el semblante, se levantó y dio la vuelta a la mesa para ir a su encuentro.
—¿Qué le ha pasado, comisario?
La sinceridad de su preocupación era tan visible como audible y Brunetti se sintió vivamente conmovido. Qué suerte tenían las mujeres de poder permitirse mostrar abiertamente sus emociones, pensó, y qué gratas eran esas muestras de afecto y preocupación.
—Gracias,
signorina
—dijo, dominando el impulso de ponerle la mano en el hombro al darle las gracias por todo lo que ella manifestaba inconscientemente—. ¿Está el
vicequestore
?
—Sí. ¿Está seguro de querer verlo ahora?
—Oh, sí. Es el momento más oportuno.
—¿Quiere un café,
dottore
? —preguntó ella ayudándole a quitarse el impermeable.
Brunetti movió la cabeza negativamente.
—No,
signorina,
muchas gracias. Sólo quiero hablar un momento con el
vicequestore.
La costumbre y sólo la costumbre hizo a Brunetti golpear la puerta de Patta con los nudillos. Cuando entró, Patta lo recibió con no menor sorpresa que la mostrada por la
signorina
Elettra, pero mientras la de la joven estaba matizada de preocupación la de Patta exudaba sólo reproche.
—¿Qué le ha pasado, Brunetti?
—Alguien ha tratado de matarme —respondió él con naturalidad.
—Pues no se habrá esforzado mucho, si eso es todo lo que ha conseguido.
—¿Puedo sentarme? —preguntó Brunetti.
Viendo en la petición poco más que una artimaña de Brunetti para llamar la atención a su herida, Patta asintió de mala gana señalando una silla.
—¿Se puede saber qué ha pasado? —inquirió.
—Anoche, en el hospital… —empezó Brunetti, pero Patta lo interrumpió.
—Lo que pasó en el hospital ya lo sé. Esa mujer quería matar a la monja porque se le había metido en la cabeza la manía de que ella había matado a su padre —dijo Patta, que hizo una larga pausa antes de añadir—: Fue una suerte que usted estuviera allí para impedirlo. —Quizá, si se hubiera esforzado un poco, Patta hubiera podido hacer todavía más parco el elogio.
Brunetti escuchaba, sorprendido sólo por la rapidez con que se había convencido a Patta. Él ya esperaba que se elaborase alguna historia de este tenor para explicar el acto de la
signorina
Lerini, pero no suponía que fuera tan burda.
—¿Y no podría haber otra explicación?
—¿Como cuál? —preguntó Patta con su proverbial suspicacia.
—¿Que ella supiera algo que la
signorina
Lerini quisiera mantener en secreto?
—¿Qué secreto podría tener una mujer como ella?
—¿Una mujer como quién?
—Una beata —respondió Patta sin vacilar—. Una mujer de esas que no piensan más que en la religión y la Iglesia. —El tono de Patta no indicaba si él veía con buenos ojos esta conducta en una mujer—. ¿Y bien? —apremió, en vista de que Brunetti no decía nada.