Mientras dormían

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras dormían
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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (
Vestido para la muerte
) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.

Donna Leon

Mientras dormían

Saga Comisario Brunetti 6

ePUB v1.0

Creepy
25.04.12

Título Original:
The Death of Faith
, 1997

Autor: Donna Leon
[*]

Fecha edición española: 2001

Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.

Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez

Para Donald McCall

È sempre bene

Il sospettare un poco, in quiesto mondo.

Es siempre bueno

recelar un poco en este mundo.

Così fan tutte, Mozart

Capítulo 1

Brunetti, sentado ante su escritorio, se miraba los pies. Los tenía apoyados en el cajón de abajo y le mostraban cuatro hileras verticales de ojetes metálicos que parecían devolverle la mirada con gesto de reproche multiplicado. Durante la media hora última, el comisario había dividido su tiempo y atención entre las puertas del armario de la pared del fondo y, una vez bien vistas éstas, sus zapatos. Cuando el canto del cajón empezaba a clavársele en el talón, descruzaba los tobillos y volvía a cruzarlos alternando el punto de apoyo, pero ello sólo cambiaba la situación de los ojetes, sin atenuar el reproche ni mitigar el aburrimiento.

Desde hacía dos semanas, el
vicequestore
Giuseppe Patta estaba de vacaciones en Thailandia, en lo que el personal de la
questura
insistía en llamar su segunda luna de miel, y Brunetti había quedado al mando de los que combatían el crimen en Venecia. Pero el crimen parecía haber subido al avión con el
vicequestore
, porque nada importante había sucedido desde que habían abandonado la ciudad Patta y su esposa, recién reintegrada al hogar —la idea le daba escalofríos— a los brazos de su marido, salvo algún que otro robo de poca monta. El único delito interesante había ocurrido en una joyería de
campo
San Mauricio. Dos días antes, una pareja muy bien vestida había entrado en la tienda empujando un cochecito, y el nuevo padre, henchido de orgullo, había pedido ver anillos de brillantes, para hacer un regalo a la ruborosa madre. Ella se probaba un anillo y luego otro hasta que, finalmente, se prendó de un solitario blanco de tres quilates y preguntó si podía salir a verlo a la luz del día. Entonces ocurrió lo inevitable: la mujer salió a la calle, hizo relucir la piedra al sol y agitó la mano llamando al padre, que se inclinó sobre el cochecito para arreglar la manta y, sonriendo al dueño con timidez, salió a reunirse con su esposa. Naturalmente, la pareja desapareció en el acto, dejando atravesado en la puerta el cochecito con el muñeco.

Un golpe ingenioso, pero por sí mismo no constituía una ola de delincuencia, y Brunetti se encontraba aburrido y sin saber si prefería la responsabilidad del mando con la montaña de papel que generaba o la libertad de acción que su rango inferior le deparaba. Aunque tampoco podía decirse que hubiera mucho campo en el que ejercer tal libertad de acción.

Levantó la mirada al oír un golpe en la puerta y sonrió cuando ésta se abrió ofreciéndole la primera visión de la mañana de la
signorina
Elettra, la secretaria de Patta, que parecía haber tomado la ausencia del
vicequestore
como una invitación a empezar la jornada de trabajo a las diez, en lugar de las preceptivas ocho y media.


Buon giorno, commissario
—dijo al entrar, con una sonrisa que a él le recordó fugazmente el
gelato al'amarena,
blanco y escarlata, colores que armonizaban con las rayas de su blusa de seda. Al entrar, la joven se hizo a un lado para dejar paso a la mujer que la seguía. Brunetti, de una rápida ojeada, captó un traje de chaqueta barato de poliéster gris y corte anguloso, con una falda que, con desprecio de la moda, acababa muy cerca de unos zapatos planos, y unas manos que asían torpemente un bolso de plástico, y miró otra vez a la
signorina
Elettra.

—Comisario, aquí hay alguien que desea hablar con usted —dijo.

—¿Sí? —preguntó él, volviendo a mirar a la otra mujer, sin gran interés. Pero entonces observó la curva de su mejilla derecha y, cuando ella volvió la cabeza para mirar en derredor, la fina línea del mentón y el cuello, y repitió, más interesado—: ¿Sí?

Al percibir el tono, la mujer volvió la cara hacia él con una media sonrisa que le resultó extrañamente familiar, aunque estaba seguro de no haber visto nunca a su visitante. Pensó que tal vez fuera hija de algún amigo que venía a pedirle ayuda y que quizá lo que reconocía no era la cara sino una fisonomía familiar.

—¿Sí,
signorina
? —dijo levantándose y señalando la silla que estaba al otro lado de su mesa. Entonces la mujer miró a la
signorina
Elettra, que le dedicó la sonrisa que reservaba para las personas que se ponían nerviosas al entrar en la
questura
y, diciendo que debía volver a su trabajo, salió del despacho.

La mujer rodeó la silla y se sentó tirándose de la falda hacia un lado. Aunque delgada, se movía sin gracia, como si toda la vida hubiera usado zapatos planos.

Brunetti sabía por experiencia que era preferible no decir nada y esperar con expresión de sereno interés: indefectiblemente, el silencio hacía hablar a la persona que tenía delante. Mientras esperaba, miró a la cara a la mujer, desvió la mirada y volvió a mirarla, tratando de descubrir por qué le resultaba tan familiar. Buscaba en sus facciones algún parecido con personas conocidas, quizá el padre o la madre, o tal vez era dependienta de algún comercio y, lejos de su mostrador, no conseguía identificarla. Si trabajaba en una tienda —se dijo involuntariamente—, no sería de modas, desde luego: el traje era un engendro rectilíneo de un estilo desaparecido hacía diez años, y el peinado, simplemente, pelo cortado sin arte ni gracia, en torno a una cara limpia de maquillaje. Pero, a la tercera mirada, Brunetti tuvo la impresión de que aquella mujer iba disfrazada y lo que el disfraz ocultaba era su belleza. Tenía los ojos oscuros y muy separados, con unas pestañas largas y espesas que no necesitaban máscara, los labios pálidos pero carnosos y suaves, la nariz recta, fina y ligeramente arqueada: una nariz noble —no encontró mejor palabra— y, bajo el desastroso corte de pelo, una frente ancha y tersa. Pero tampoco este reconocimiento de su belleza hacía más fácil la identificación.

Ella lo sorprendió al decirle:

—No me reconoce, ¿verdad, comisario? —Hasta la voz era familiar, pero también estaba fuera de lugar. Él trataba de recordar, pero lo único de lo que podía estar seguro era que no tenía nada que ver con la
questura
ni con su trabajo.

—No,
signorina,
lo siento, pero sé que nos conocemos y que éste no
es
el
sitio
en el que podía esperar encontrarla. —La miraba con una sonrisa que pedía comprensión para este fallo tan humano.

—Yo no esperaría que la mayoría de las personas a las que usted conoce tuvieran por qué venir a la
questura
—dijo ella, y sonrió para dar a entender que pretendía hablar con desenfado.

—No; son pocos los amigos que vienen voluntariamente y, hasta este momento, ninguno ha tenido que venir contra su voluntad. —Él sonrió a su vez, para indicar que también podía bromear sobre las cosas de la policía, y agregó—: Afortunadamente.

—Yo nunca he tenido tratos con la policía —dijo la mujer, mirando otra vez en derredor, como si temiera que pudiera ocurrirle algo malo ahora que los tenía.

—Como la mayoría de la gente —apuntó Brunetti.

—Claro, imagino que no —dijo ella mirándose las manos en el regazo. —Y entonces, sin preámbulos, dijo—: Yo era inmaculada.

—¿Cómo dice? —Brunetti estaba desconcertado y empezaba a sospechar que su joven visitante pudiera estar seriamente trastornada.


Suor
Immacolata —dijo ella con una breve mirada y aquella dulce sonrisa que tantas veces había visto él bajo la blanca toca almidonada. Aquel nombre la ubicó y resolvió el enigma, explicando el porqué del corte de pelo y su evidente incomodidad con la ropa que llevaba. Brunetti había sido consciente de su belleza desde la primera vez que la vio en la casa de reposo en la que, desde hacía años, su madre no encontraba reposo, pero sus votos religiosos y el largo hábito blanco que los simbolizaba la envolvían en un tabú, por lo que Brunetti había apreciado su belleza como la de una flor o de un cuadro, reaccionando como un observador y no como un hombre. Ahora, libre de disfraces y cortapisas, su belleza se hacía notar en aquel despacho, a pesar de la vestimenta barata y el gesto cohibido.

Suor
Immacolata había desaparecido de la residencia geriátrica de su madre hacía un año, y Brunetti, disgustado por la aflicción de su madre ante la pérdida de la hermana que con más cariño la trataba, sólo consiguió averiguar que había sido trasladada a otra residencia de la orden. Desfiló por su mente una larga lista de preguntas y fue descartándolas por poco apropiadas. Puesto que había venido, ella le diría por qué.

—No puedo regresar a Sicilia —dijo ella bruscamente—. Mi familia no lo comprendería. —Sus manos abandonaron el asidero del bolso y buscaron consuelo la una en la otra. Al no encontrarlo, se posaron en los muslos y, sintiendo de pronto el calor de la carne que tenían debajo, buscaron de nuevo refugio en la superficie dura y angulosa del bolso.

—¿Hace mucho que ha…? —empezó Brunetti y, al no encontrar el verbo adecuado, dejó la frase sin terminar.

—Tres semanas.

—¿Reside en Venecia?

—No, en Venecia, no; en el Lido. En una pensión.

Brunetti se preguntaba si habría ido a pedirle dinero. De ser así, estaría encantado y muy honrado en dárselo, ya que era muy grande la deuda que tenía con ella por aquellos años de atenciones y cuidados para con él y con su madre.

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:

—Tengo un empleo.

—¿Dónde?

—En una clínica particular del Lido.

—¿De enfermera?

—En la lavandería. —La joven captó la rápida mirada que él lanzó a sus manos y sonrió—. Ahora se hace a máquina, comisario. Ya no hay que bajar al río a lavar las sábanas sacudiéndolas contra las piedras.

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