Los dos hombres se pusieron de pie. Da Prè cerró la puerta del aparador y volvió a su sillón, al que se subió con un saltito perfectamente calculado. Vianello lanzó una última mirada de admiración a las cajas colocadas encima del mueble y volvió también a su sitio.
Brunetti se permitió sonreír por primera vez. Da Prè le devolvió la sonrisa y, lanzando una rápida mirada a Vianello, dijo:
—Nunca hubiera imaginado que en la policía hubiera esta clase de personas.
Tampoco Brunetti lo hubiera imaginado, lo que no le impidió responder:
—Sí; en la
questura
todo el mundo conoce el interés del sargento por las cajas de rapé.
Detectando en el tono de Brunetti la ironía con la que los profanos miran al verdadero entusiasta, Da Prè dijo:
—Las cajas de rapé reflejan una parte importante de la cultura europea. Algunos de los mejores artesanos del continente dedicaron años, y hasta décadas, de su vida a fabricarlas. No había mejor manera de expresar aprecio hacia una persona que la de regalar una caja de rapé. Mozart, Haydn… —Su mismo entusiasmo le impidió continuar, y Da Prè terminó la frase señalando el aparador con un expresivo ademán de sus pequeños brazos.
Vianello, que durante este parlamento había asentido en silencio, dijo a Brunetti:
—Lo siento, comisario, pero me parece que usted no comprende.
Brunetti, que se felicitaba de poder contar con un hombre tan hábil, que se había mostrado capaz de desarmar con aquella facilidad hasta al testigo más hostil, asintió humildemente en silencio.
—¿Su hermana compartía su afición? —La pregunta de Vianello era impecable.
El hombrecito golpeó con el pie la pata de su sillón.
—No; mi hermana no tenía esta afición. —Vianello movió la cabeza negativamente ante semejante falta de sensibilidad y Da Prè, animado por el gesto, agregó—: Ni afición por nada.
—¿Por nada? —preguntó Vianello con lo que parecía sincera conmiseración.
—Por nada —remachó Da Prè—. Aparte su entusiasmo por los curas. —Por su manera de pronunciar la última palabra, parecía que el único entusiasmo que los curas podían suscitar en él sería el que le produjera leer su esquela.
Vianello movió la cabeza como si fuera incapaz de imaginar mayor peligro, especialmente, para una mujer, que el de caer en manos de los curas y, con horror en la voz, preguntó:
—¿No les habrá dejado algo en su testamento? —Pero rápidamente agregó—: Perdone, eso no es asunto mío.
—No, no, sargento, no tiene por qué disculparse —dijo Da Prè—. Lo han intentado, pero no conseguirán ni una lira. —Sonrió sardónicamente y agregó—: No han podido llevarse nada.
Vianello sonrió ampliamente, para demostrar que se alegraba de que hubiera podido evitarse el desastre. Con el codo apoyado en el brazo del sillón y la barbilla en la palma de la mano, se dispuso a escuchar el relato del triunfo del
signor
Da Prè.
El hombrecillo echó el cuerpo hacia atrás hasta que las piernas le quedaron casi paralelas al asiento.
—Mi hermana siempre tuvo debilidad por la religión —empezó—. Nuestros padres la enviaron a colegios de monjas. Seguramente por eso no se casó. —Brunetti miró las manos de Da Prè que asían los brazos del sillón y no vio en ellas anillo de casado.
—Nunca congeniamos —dijo sencillamente—. A ella le interesaba la religión. Y a mí, el arte. —Brunetti dedujo que al decir arte se refería a cajas de rapé esmaltadas.
»Nuestros padres nos dejaron este apartamento a los dos. Pero no podíamos vivir juntos. —Vianello asintió, indicando lo difícil que es vivir con una mujer—. De modo que le vendí mi parte. De eso hace veintitrés años. Y compré un apartamento más pequeño. Necesitaba dinero para aumentar mi colección. —Nuevamente, Vianello asintió, para dar a entender que comprendía las rigurosas exigencias del arte.
»Hace cinco años, mi hermana se cayó y se rompió la cadera, y como la fractura no se le soldaba bien, hubo que ingresarla en la
casa di cura.
—Aquí el anciano se interrumpió, pensando en las cosas que pueden hacer inevitable ir a parar a un hospital—. Me pidió que me instalara aquí, para vigilarle la casa —prosiguió—, pero no quise. No sabía si ella volvería, y entonces hubiera tenido que marcharme otra vez. Y no me gustaba la idea de traer la colección para luego tener que trasladarla de nuevo. Podía romperse alguna pieza. —Las manos de Da Prè asieron con más fuerza los brazos del sillón, con inconsciente espanto ante tal posibilidad.
Brunetti advirtió que, a medida que avanzaba el relato, también él iba asintiendo a lo que decía el
signor
Da Prè, atraído hacia aquel mundo demencial en el que era mayor desgracia que se rompiera una tapadera que una cadera.
—Luego, al morir, me nombró heredero, me dejó el apartamento y pude instalarme aquí con mi colección. Eso está perfectamente claro, pero también trató de dejar cien millones a las monjas. Lo añadió al testamento cuando estaba allí.
—¿Y usted qué hizo? —preguntó Vianello.
—Poner el asunto en manos de mi abogado —respondió Da Prè al instante—. Él me pidió que declarara que, durante los últimos meses de su vida, cuando ella firmó eso, ¿cómo se llama?, el codicilo, estaba perturbada. Hace meses que el caso está en el juzgado, pero el abogado me ha dicho que pronto se verá la causa. Entonces ellos podrán recurrir. —Da Prè calló y se quedó pensando en cómo se les perturba la mente a los viejos.
—¿Y…?—le animó Vianello.
—El abogado dice que no conseguirán nada —dijo el hombrecillo con orgullo—. Los jueces me darán la razón. Augusta no sabía lo que se hacía.
—¿Y usted lo heredará todo? —preguntó Brunetti.
—Por supuesto —respondió Da Prè secamente—. No hay más familia.
—¿Estaba mentalmente perturbada su hermana? —preguntó Vianello.
Da Prè se volvió hacia el sargento y respondió de inmediato:
—Claro que no. Estaba tan lúcida como siempre, hasta el último día en que la vi, la víspera de su muerte. Pero ese legado era cosa de locos.
Brunetti no estaba seguro de haber entendido la distinción pero, en lugar de pedir una aclaración, preguntó:
—¿Le pareció que las personas de la residencia estaban al corriente del legado?
—¿Qué quiere decir? —Da Prè lo miraba con suspicacia.
—¿Alguien del establecimiento se puso en contacto con usted después de la muerte de su hermana, antes de la lectura del testamento?
—Uno de ellos, un cura, me llamó antes del funeral, porque quería hacer un sermón en la misa. Le dije que no habría sermón. Augusta había dejado instrucciones en su testamento para el funeral, quería una misa de difuntos, por lo que yo no podía oponerme; pero no decía nada de sermón, así que, por lo menos, pude impedir que se pusieran a parlotear sobre otro mundo, en el que todos los bienaventurados volverán a reunirse. —Aquí Da Prè sonrió, pero su sonrisa no era agradable.
»Uno de ellos vino al funeral —prosiguió—. Un hombre alto y grueso. Después se me acercó y me dijo que la muerte de Augusta había sido una gran pérdida para la "comunidad cristiana". —El sarcasmo con que Da Prè pronunció estas palabras heló el aire que lo envolvía—. Luego habló de lo generosa que había sido siempre, y buena con la Iglesia. —Aquí Da Prè calló, aparentemente abstraído en el placentero recuerdo de la escena.
—¿Usted qué le contestó? —preguntó Vianello al fin.
—Le dije que la generosidad se había ido a la tumba con ella —dijo Da Prè con otra de sus tétricas sonrisas.
Ni Vianello ni Brunetti hablaron durante un momento, hasta que este último preguntó:
—¿Se han puesto en contacto con usted?
—No. En ningún momento. Dice mi abogado que comprenden que no tienen posibilidades, y que vendrán a pedirme un donativo a cambio de que retire mi demanda. —Da Prè guardó silencio un momento y después agregó—: Sólo porque la hubieran atrapado a ella no van a atrapar también su dinero.
—¿Ella mencionó alguna vez que la hubieran «atrapado», como dice usted?
—¿A qué se refiere?
—¿Le dijo su hermana, mientras estaba en la
casa di cura,
si trataban de influir en ella para que les dejara dinero?
—No puedo responder a eso, porque no lo sé.
Brunetti, que no sabía de qué otro modo formular la pregunta, optó por esperar a que Da Prè se explicara, y éste así lo hizo:
—Iba a verla una vez al mes, como era mi deber. Tampoco tenía tiempo para más. Pero no teníamos nada que decirnos. Le llevaba el correo que se le había acumulado, todo, cosas de iglesia, revistas y peticiones de dinero. Le preguntaba cómo se encontraba. Pero no teníamos de qué hablar, y yo me iba.
—Comprendo —Brunetti comprendió y se puso de pie. La mujer había estado cinco años en la residencia y se lo había dejado todo a este hermano que sólo tenía tiempo para ir a verla una vez al mes, por lo ocupado que sin duda lo tenían sus cajitas de rapé.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Da Prè antes de que Brunetti pudiera apartarse—. ¿Han decidido impugnar el testamento? —Le puso una mano en la manga—. ¿O se trata de algo que ocurriera en…? —Se interrumpió, y a Brunetti le pareció ver que empezaba a sonreír, pero enseguida el hombrecillo se tapó la boca con la mano, y la impresión se borró.
—No es nada,
signore.
En realidad, quien nos interesa es una persona que trabajaba allí.
—Pues en eso no podré ayudarles. No conocía a nadie del personal. Nunca hablaba con ellos.
Vianello se levantó a su vez y se situó al lado de Brunetti. La cordialidad residual de su anterior conversación con Da Prè servía ahora para mitigar la mal disimulada indignación que emanaba de su superior.
Da Prè no hizo más preguntas. Se puso de pie y guió a los dos hombres pasillo adelante hasta la puerta del apartamento. Allí Vianello estrechó la mano que el hombre levantaba hacia él y le dio las gracias por haberle enseñado las preciosas cajitas de rapé. También Brunetti estrechó la pequeña mano que subía al encuentro de la suya, pero no dio gracias por nada, y fue el primero en salir a la escalera.
—Qué espanto de hombrecito, qué espanto —Brunetti oía murmurar a Vianello mientras bajaban la escalera.
En la calle había refrescado, como si Da Prè hubiera robado el calorcillo del aire.
—Qué asco de hombrecito —prosiguió Vianello—. Se cree que es dueño de esas tabaqueras. Estúpido.
—¿Cómo dice, sargento? —preguntó Brunetti, que no había seguido la evolución del pensamiento de Vianello.
—Se ha creído que es dueño de esas cosas, de esas cajitas ridículas.
—Creí que le gustaban.
—¿A mí? ¡Quiá! Me revientan. Mi tío tenía docenas de ellas y cada vez que íbamos a su casa se empeñaba en enseñármelas. Era lo mismo que ése: siempre comprando cosas y más cosas, y luego creía que las poseía.
—¿Y no era así? —preguntó Brunetti parándose en una esquina, para oír mejor lo que decía Vianello.
—Claro que las poseía —dijo Vianello parándose a su vez delante de Brunetti—. Bueno, las pagaba, tenía los recibos y podía hacer lo que se le antojara con ellas. Pero en realidad nunca poseemos nada, ¿verdad? —dijo mirando a Brunetti a los ojos.
—Me parece que no acabo de entender eso, Vianello.
—Piénselo, comisario. Compramos las cosas. Nos las ponemos o las colgamos de las paredes, o las miramos, pero cualquiera, si se le antoja, puede quitárnoslas. O romperlas. —Vianello movió la cabeza, frustrado por la dificultad de explicar la que le parecía una idea relativamente simple—. Ahí tiene a Da Prè. Cuando él se muera, esas dichosas cajitas pasarán a manos de otra persona y luego de otra, lo mismo que otras personas las han tenido antes. Pero nadie piensa en esto: los objetos nos sobreviven. Es una tontería pensar que los poseemos. Y es pecado darles tanta importancia.
Brunetti sabía que el sargento era tan ateo e irreverente como él mismo, le constaba que para él no había más religión que la familia y los lazos de la sangre, por lo que resultaba extraño oírle hablar de pecado.
—¿Y cómo pudo dejar a su hermana en semejante lugar durante cinco años y visitarla sólo una vez al mes? —preguntó Vianello como si realmente creyera que la pregunta tenía respuesta.
La voz de Brunetti era neutra cuando respondió:
—No es tan malo ese sitio. —La frialdad de su tono recordó al sargento que la madre de Brunetti estaba en un establecimiento parecido.
—No he querido decir eso, comisario —se apresuró a explicar Vianello—, me refería más bien a un lugar así. —Al darse cuenta de que no había arreglado nada, agregó—: Y luego no ir a verla más a menudo, dejarla allí sola.
—En esos sitios suele haber mucho personal —fue la respuesta de Brunetti cuando éste reanudó la marcha y torció hacia la izquierda por
campo
San Vio.
—Pero no son familia —insistió Vianello, convencido de que el afecto familiar tenía más valor terapéutico que todos los cuidados que pudieran comprarse a los profesionales de la atención sanitaria. Brunetti no tenía inconveniente en dar la razón al sargento, pero no deseaba seguir hablando del tema, ni ahora ni en un futuro inmediato.
—¿A quién le toca ahora? —preguntó Vianello, aviniéndose con esta pregunta a cambiar de conversación y apartarlos a ambos, temporalmente por lo menos, de temas que podían incomodar.
—Me parece que es por aquí —dijo Brunetti entrando en una calle estrecha que se alejaba del canal que ellos habían venido bordeando.
De haber estado el heredero del conde Egidio Crivoni esperándolos en la puerta, no les hubiera llegado antes la voz que por el interfono respondió a su llamada. Con no menos rapidez, se abrió la pesada puerta cuando Brunetti explicó que venía en busca de información acerca de los bienes del conde Crivoni. Mientras subían al tercer piso, impresionó a Brunetti que no hubiera más que una puerta en cada planta, lo que daba idea de las grandes dimensiones de cada apartamento y del poder económico de sus inquilinos.
En el momento en que Brunetti ponía el pie en el último rellano, un mayordomo vestido de negro abrió la puerta. Es decir, por el ceremonioso movimiento de cabeza con que los saludó y la distante solemnidad de su actitud, Brunetti dedujo que era un criado, deducción ratificada cuando el hombre le tomó el abrigo y dijo que «la
contessa»
los recibiría en su estudio. El hombre desapareció tras una puerta y al momento salió sin el abrigo de Brunetti.