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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (16 page)

BOOK: Mientras dormían
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Sonó el zumbador del interfono.

—¿Sí, señor? —dijo Brunetti levantando el teléfono.

—Me gustaría hablar un momento con usted, Brunetti —dijo el
vicequestore.

—Ahora mismo bajo.

Hacía más de una semana que Patta había vuelto a empuñar las riendas de la
questura,
pero hasta aquel momento Brunetti había conseguido evitar todo trato personal con él. Le había pasado un largo informe de las actividades realizadas por los comisarios durante la ausencia de su superior, pero sin mencionar la visita de Maria Testa ni las entrevistas a que había dado lugar.

La
signorina
Elettra estaba en su mesa, en el pequeño antedespacho de Patta. Hoy vestía un traje sastre gris que era el no va más de la femineidad, casi una parodia de los ternos cruzados que solía llevar Patta, incluido el pañuelito en el bolsillo del pecho y la corbata de seda con el correspondiente alfiler de pedrería.

—De acuerdo, vende el Fiat —la oyó decir al entrar. De la sorpresa, Brunetti estuvo a punto de interrumpirla para decir que no sabía que tuviera coche, cuando ella agregó—: Pero reinvierte inmediatamente y compra mil acciones de la empresa alemana de biotecnología de la que te hablé la semana pasada. —Levantó una mano e hizo seña a Brunetti de que tenía algo que decirle antes de que entrara en el despacho de Patta—. Y deshazte de los florines holandeses antes de que acabe la sesión. Un amigo me ha adelantado lo que su ministro de Economía anunciará mañana en la reunión del gabinete. —Su interlocutor dijo algo a lo que ella respondió con impaciencia—: No importa si hay pérdida. Vende.

Sin añadir palabra, colgó el teléfono y miró a Brunetti.

—¿Florines holandeses? —preguntó él cortésmente.

—Si los tiene, véndalos.

Brunetti no los tenía, pero movió la cabeza afirmativamente agradeciendo el consejo.

—¿Vestida para triunfar? —preguntó.

—Qué detalle que se haya fijado, comisario. ¿Le gusta? —Se levantó y se alejó de la mesa unos pasos. El conjunto era impecable, hasta la punta de los zapatos a la inglesa, tamaño Cenicienta.

—Muy bonito —dijo él—. Y muy apropiado para hablar con el agente de Bolsa.

—¿Verdad? Lástima que sea tan corto. Tengo que explicárselo todo.

—¿Quería decirme algo? —preguntó Brunetti.

—He pensado que, antes de hablar con el
vicequestore,
conviene que sepa que vamos a tener una visita de la policía suiza.

Antes de que ella pudiera proseguir, Brunetti bromeó sonriendo:

—¿Se ha enterado él de que tiene usted cuentas secretas? —Y lanzó una mirada jocosamente furtiva en dirección al despacho de Patta.

La
signorina
Elettra abrió mucho los ojos con asombro y luego los entrecerró con desagrado.

—No, comisario —dijo fríamente—. Es algo relacionado con la Comisión Europea, pero el
vicequestore
Patta podrá informarle mejor. —Volvió a sentarse a la mesa, de cara al ordenador y de espaldas a Brunetti.

El comisario llamó a la puerta con los nudillos y, cuando recibió respuesta, entró en el despacho de Patta. Al parecer, al
vicequestore
le habían sentado bien las vacaciones. Su nariz griega y su mandíbula imperiosa tenían un bronceado tanto más impactante por cuanto que había sido adquirido en el mes de marzo. También daba la impresión de haber perdido varios kilos, a no ser que los sastres de Bangkok supieran disimular el sobrepeso mejor que los londinenses.

—Buenos días, Brunetti —dijo afablemente el
vicequestore.

Brunetti, al que la amabilidad de su jefe hacía ponerse en guardia, musitó unas palabras y se sentó sin esperar a que se le invitara a hacerlo. El que Patta no torciera el gesto aumentó sus recelos.

—Quiero felicitarlo por su gestión durante mi ausencia —empezó Patta, y en la cabeza de Brunetti los timbres de alarma adquirieron una estridencia que casi le impedía oír lo que decía Patta. El comisario asintió.

Patta se alejó unos pasos de la mesa y luego volvió hacia ella, lo mismo que antes la
signorina
Elettra, y Brunetti sintió la tentación de preguntar al
vicequestore
si también él se había vestido para triunfar. Finalmente, Patta se sentó en la silla que estaba al lado de Brunetti.

—Como usted sabe, comisario, estamos en el año de la Colaboración Internacional de la Policía.

En realidad, Brunetti no lo sabía, ni le importaba. Lo que sí sabía era que, fuera cual fuera el año, había de costarle algo, probablemente, tiempo y paciencia.

—¿No lo sabía, comisario?

—No, señor.

—Pues lo es. Declarado por el Alto Comisariado de la Comunidad Europea. —Como Brunetti permaneciera indiferente al portento, Patta preguntó—: ¿No siente curiosidad por saber cuál va a ser nuestra participación?

—¿De quién es «nuestra»?

Patta necesitó unos instantes para depurar el pronombre posesivo de la pregunta antes de responder:

—De Italia, por supuesto.

—En Italia hay muchas ciudades.

—Sí, pero pocas tan célebres como Venecia.

—Y pocas con tan poca delincuencia.

Patta hizo una pausa, pero luego prosiguió, como si Brunetti no hubiera hecho más que asentir y sonreír a todo lo que él decía.

—Nuestra participación consistirá en ser anfitriones de los jefes de policía de nuestras ciudades hermanas, durante los próximos meses.

—¿Qué ciudades?

—Londres, París y Berna.

—¿Anfitriones?

—Sí. Ya que los jefes de policía vendrán a nuestra ciudad, hemos considerado conveniente que trabajen con nosotros, para que puedan hacerse una idea de lo que es la tarea de nuestra policía.

—Permítame adivinar, señor. ¿Se empieza por Berna, y yo tengo que tomar a mi cargo al policía que nos envíen y, después, devolverle la visita a la alegre y bulliciosa Berna, la más apasionante de las capitales europeas, y de París y Londres se encargará usted?

Si esta exposición del caso sorprendió a Patta, no lo dejó traslucir.

—Llega mañana, almorzaremos los tres juntos y, por la tarde, podría usted enseñarle la ciudad. Dispondrá de una lancha de la policía.

—¿Quizá para ir a Murano, a ver soplar vidrio?

Patta asintió, e iba a decir que esto le parecía una idea excelente, cuando reparó en el tono de Brunetti y le reconvino:

—Brunetti, forma parte de las responsabilidades de nuestra profesión cuidar las
public relations.
—Era típico de Patta intercalar estas palabras en inglés, una lengua que él desconocía.

—Muy bien —dijo Brunetti poniéndose en pie. Miró a Patta, que seguía sentado—. ¿Desea alguna cosa más?

—No; eso es todo. Hasta mañana, a la hora del almuerzo.

Brunetti hizo un vago ademán con la mano derecha y salió del despacho.

Capítulo 10

Fuera, Brunetti encontró a la
signorina
Elettra en silencioso conciliábulo con su ordenador. Ella se volvió al oírle salir y le sonrió, al parecer, para demostrarle que estaba dispuesta a perdonarle su provocativa insinuación sobre supuestas cuentas secretas en Suiza.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Que he de llevar al jefe de la policía de Berna a visitar la ciudad. Supongo que debería dar gracias de que no me haya pedido que lo aloje en mi casa.

—¿Qué quiere que haga usted con él?

—No tengo ni idea. Pasearlo por la ciudad. Entretenerlo y dejar que eche un vistazo por ahí. Quizá debería enseñarle a las personas que hacen cola en Ufficio Stranieri, para solicitar permiso de residencia. —Aunque el sentimiento le producía desasosiego, Brunetti no podía menos que experimentar cierta inquietud ante aquella invasión de todas las mañanas: la mayoría eran hombres jóvenes de países ajenos a la cultura europea. Aun expresando sus ideas en los términos más sofisticados, Brunetti comprendía que, en el fondo, sus sentimientos eran los mismos que latían en los desvaríos más xenófobos de los miembros de las distintas
leghe
que prometían devolver a Italia su pureza étnica y cultural.

La
signorina
Elettra interrumpió sus sombrías cavilaciones:

—Quizá no sea tan malo,
dottore.
Los suizos nos han ayudado muchas veces.

—A ver si consigue sacarle alguna clave informática,
signorina
—sonrió él.

—No estoy segura de que la necesitemos, comisario. Fue muy fácil descubrir las claves de la policía. Pero las verdaderamente útiles, las de los bancos… ni yo misma me molestaría en perder el tiempo tratando de conseguirlas.

Sin saber a ciencia cierta de dónde surgía la idea, Brunetti dijo:


Signorina,
deseo pedirle un favor.

—Sí, señor —dijo ella tomando el bolígrafo, completamente olvidado el chiste de las cuentas bancarias suizas.

—Hay un sacerdote en San Polo, el padre Luciano nosecuántos. Ignoro el apellido. Me gustaría que averiguara si ha tenido algún percance.

—¿Algún percance?

—Si ha sido arrestado o acusado de algo. O si lo han trasladado con frecuencia. Concretamente, trate de averiguar cuál era su anterior parroquia y por qué lo han destinado aquí.

Ella murmuró entre dientes:

—Sería más fácil lo de las claves de los bancos suizos.

—¿Cómo dice?

—Es muy difícil conseguir esta clase de información.

—¿Aunque él haya tenido problemas?

—Estas cosas suelen taparse enseguida.

—¿Qué cosas? —preguntó Brunetti, intrigado por su tono neutro.

—Cosas tales como el arresto de curas. O sólo que sean investigados por algo. Recuerde, si no, lo de aquella sauna de Dublín, lo pronto que desapareció de los periódicos.

Brunetti recordó la noticia que había aparecido el año anterior —aunque sólo en
Manifesto
y
L'Unità
—, del sacerdote irlandés que había muerto de un ataque al corazón en una sauna de gays de Dublín, y al que administraron los auxilios espirituales dos curas que casualmente se encontraban allí. La noticia, que había provocado aullidos de regocijo en Paola, al día siguiente, ya había desaparecido incluso de la prensa izquierdista.

—Pero no ocurrirá eso con los archivos de la policía —mantuvo él.

Ella lo miró con una sonrisa de conmiseración similar a las que usaba Paola para poner fin a una discusión.

—Buscaré el apellido y miraré si hay algo, comisario. —Pasó la hoja del bloc—. ¿Algo más?

—Nada más, gracias —dijo Brunetti y salió del despacho para volver al suyo, lentamente.

Durante los pocos años que la
signorina
Elettra llevaba trabajando en la
questura,
Brunetti se había familiarizado con sus ironías, pero a veces aún decía cosas que lo desconcertaban y sobre las que, no obstante, no se atrevía a pedir aclaración. Brunetti nunca había hablado de religión ni del clero con la
signorina
Elettra, pero intuía que sus opiniones no diferían mucho de las de Paola.

Al llegar a su despacho, Brunetti, ahuyentando los pensamientos acerca de la
signorina
Elettra y la Santa Madre Iglesia, descolgó el teléfono y marcó el número de Lele Bortoluzzi. Cuando, a la segunda señal, el pintor contestó, Brunetti le preguntó si había podido averiguar algo acerca del doctor Messini.

—¿Cómo sabías que había regresado, Guido? —preguntó Lele.

—¿Regresado de dónde?

—De Inglaterra. Tenía una exposición en Londres y no regresé hasta ayer tarde. Hoy pensaba llamarte.

—¿Tienes algo? —preguntó Brunetti, muy interesado en su investigación como para perder el tiempo preguntando a Lele por el resultado de la exposición.

—Parece ser que a Fabio Messini le gustan las damas.

—¿Y a los demás no nos gustan, Lele?

El pintor, que de joven había tenido fama de mujeriego en toda la ciudad, se echó a reír.

—No; quiero decir que le gusta la compañía de mujeres jóvenes y está dispuesto a pagar por ella. Y, según se dice, tiene dos.

—¿Dos?

—Dos. Una aquí, en la ciudad, en un apartamento del que él paga el alquiler, un apartamento de cuatro habitaciones cerca de San Marco, y otra en el Lido. Ninguna trabaja pero las dos visten muy bien.

—¿Y él es el único?

—¿El único que qué?

—Que las visita —dijo Brunetti eufemísticamente.

—Mmmmm. No se me ocurrió preguntarlo —dijo Lele en tono de lamentar el olvido—. Se dice que las dos son muy hermosas.

—¿Sí? ¿Y quién lo dice?

—Amigos —respondió Lele evasivamente.

—¿Qué más dicen?

—Que visita a cada una dos o tres veces a la semana.

—¿Cuántos años has dicho que tiene él?

—No lo he dicho, pero es de mi edad.

—Vaya, vaya —dijo Brunetti con voz neutra y, después de una pausa, preguntó—: ¿Por casualidad no habrán dicho tus amigos algo acerca de la residencia?

—Residencias —rectificó Lele.

—¿Cuántas?

—Al parecer, ahora, cinco, la de aquí y otras cuatro en el continente.

Brunetti no dijo nada durante tanto tiempo que Lele preguntó al fin:

—Guido, ¿estás ahí?

—Sí, sí, Lele. —Estuvo pensativo un momento y luego preguntó—: ¿Tus amigos sabían algo más de las residencias?

—No: sólo que todas las atiende la misma orden religiosa.

—¿Las Hermanas de la Santa Cruz? —preguntó Brunetti: era la orden a la que pertenecían las religiosas que trabajaban en la residencia en la que estaba su madre y de la que se había apartado Maria Testa.

—Sí. En las cinco.

—Entonces, ¿cómo puede ser él el dueño?

—Yo no he dicho eso. No sé si realmente es el dueño o sólo el director. Pero está al frente de todas ellas.

—Ya —dijo Brunetti, planeando su siguiente movimiento—. Gracias, Lele. ¿Han dicho algo más?

—No —respondió Lele con voz seca. —¿Se le ofrece algo más, comisario?

—Perdona, Lele —dijo entonces Brunetti—. No quería ser grosero. Lo siento. Ya me conoces.

Efectivamente, Lele conocía a Brunetti, lo conocía desde que nació.

—Tranquilo, Guido. Ven a verme un día de éstos, ¿de acuerdo?

Brunetti así lo prometió, se despidió afectuosamente, colgó, olvidó la promesa, descolgó otra vez el teléfono y pidió al telefonista que le pusiera con la Casa di Cura San Leonardo, que estaba cerca del Ospedale Giustinian.

Minutos después, hablaba con la secretaria del
dottor
Messini, director de la residencia y concertaba una cita para las cuatro de aquella tarde, a fin de tratar del traslado de Regina Brunetti, su madre, al establecimiento.

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