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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (15 page)

BOOK: Mientras dormían
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—No; cierto. Pero no iba a ser tan tonta como para presentarse allí acusando a alguien.

—Ha estado casi toda su vida en un convento, sargento.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que probablemente imagina que basta con decir a una persona que ha cometido una mala acción para que esa persona vaya a entregarse a la policía. —Al oír la frivolidad de su tono, Brunetti lamentó haber hablado con tanta ligereza—. Significa que, probablemente, no es capaz de juzgar a las personas ni de entender las razones que las mueven.

—Quizá tenga razón, comisario. Seguramente, un convento no es el mejor lugar para preparar a nadie para este mundo asqueroso que hemos hecho entre todos.

Brunetti no supo qué contestar a esto, y no dijo más hasta que la lancha entró en uno de los embarcaderos reservados para ambulancias en la parte posterior del Ospedale al Mare. Saltaron a tierra, diciendo a Bonsuan que los esperase. Una puerta abierta de par en par daba acceso a un pasillo blanco con suelo de cemento.

Un celador con bata blanca fue rápidamente hacia ellos.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? Está prohibido entrar en el hospital por esta puerta.

Sin contestar, Brunetti mostró el carnet al hombre.

—¿Dónde está Urgencias?

Observó al celador mientras éste dudaba entre oponerse y discutir, pero entonces vio aflorar el proverbial respeto del italiano a la autoridad, especialmente, si va uniformada, y el hombre les indicó el camino sin más objeciones. A los pocos minutos, estaban frente a un mostrador de enfermeras, detrás del cual unas puertas dobles se abrían a un largo corredor bien iluminado. En el mostrador no había nadie, y nadie contestó a los insistentes intentos de Brunetti de llamar la atención.

Al cabo de unos minutos, empujó las puertas un hombre con una arrugada bata blanca.

—Perdone —dijo Brunetti levantando una mano para detenerlo.

—¿Sí? —dijo el hombre.

—¿Haría el favor de decirme cómo puedo encontrar a la persona encargada de Urgencias?

—¿Por qué desea saberlo? —preguntó el hombre con voz fatigada.

Nuevamente, Brunetti enseñó el carnet. El otro miró la cartulina y miró a Brunetti.

—¿Qué desea saber, comisario? Yo estoy condenado a encargarme de esta sala.

—¿Condenado? —preguntó Brunetti.

—Perdone, exagero. Las enfermeras han decidido hacer huelga, y yo llevo aquí treinta y seis horas. Trato de atender a nueve pacientes, con la ayuda de un celador y una interna. Pero no creo que contárselo a usted me sirva de mucho.

—Lo siento,
dottore.
No puedo arrestar a sus enfermeras.

—Lástima. ¿En qué puedo servirle?

—Vengo a ver a una mujer que fue traída ayer. Atropellada por un coche. Me han dicho que tiene una pierna rota y conmoción cerebral.

El médico supo enseguida quién era.

—No; no tenía la pierna rota, era el hombro, y sólo dislocado. Varias costillas sí que podrían estar rotas. Pero lo que más me preocupaba era la lesión de la cabeza.

—¿Preocupaba, doctor?

—Sí; la enviamos al Ospedale Civile menos de una hora después de que la trajeran. Aunque hubiera dispuesto de personal para atenderla, no tengo el equipo necesario para tratar una lesión cerebral como la suya.

Brunetti hizo un esfuerzo para contener la irritación por haber hecho el viaje en vano y preguntó:

—¿Es grave?

—Estaba inconsciente cuando la trajeron. Yo le puse el hombro en su sitio y le vendé las costillas, pero no poseo suficientes conocimientos de lesiones cerebrales. Le hice varias pruebas. Quería ver qué tenía, por qué no respondía. Pero estuvo aquí muy poco tiempo y no pude cerciorarme.

—Ha venido un hombre interesándose por ella —dijo Brunetti—. Nadie le ha dicho que la hubieran enviado a Venecia.

El médico se encogió de hombros rehuyendo toda responsabilidad.

—Ya le he dicho que sólo somos tres personas. Alguien hubiera tenido que avisarle.

—Sí —convino Brunetti—; alguien hubiera tenido que avisarle. —Y después preguntó—: ¿Puede decirme algo más acerca de su estado?

—Nada más; tendrá que preguntar a los del Civile.

—¿Dónde estará?

—Si han encontrado a un neurólogo la habrán puesto en Cuidados Intensivos. O deberían haberla puesto. —El médico movió la cabeza tristemente, ya por cansancio ya por el recuerdo de las lesiones de Maria, Brunetti no hubiera podido decirlo. De pronto, se abrió una de las puertas, empujada desde dentro y apareció una mujer joven, con una bata no menos arrugada.


Dottore
—dijo en tono perentorio—, venga, lo necesitamos. Pronto. El hombre dio media vuelta y siguió a la mujer por el pasillo, sin molestarse en decir más a Brunetti y sin haberse dado por enterado de la presencia de Vianello.

Brunetti y el sargento se volvieron por donde habían venido. Cuando subieron a la lancha, Brunetti dijo al piloto, sin más explicaciones:

—Al Ospedale Civile, Bonsuan.

La lancha surcaba la laguna, ondulada por una brisa fresca. Brunetti se quedó abajo y, a través del cristal de las puertas, veía cómo Vianello contaba a Bonsuan lo ocurrido y cómo los dos hombres movían la cabeza de derecha a izquierda con indignación, la única reacción posible a cualquier contacto con el sistema de la sanidad pública.

Un cuarto de hora después, la lancha se detenía junto al Ospedale Civile, y Brunetti volvió a decir a Bonsuan que los esperara. Tanto el comisario como el sargento Vianello sabían, por larga experiencia profesional, dónde estaba Cuidados Intensivos, y hacia allí se dirigieron rápidamente por un laberinto de corredores.

Brunetti vio a un médico conocido en la puerta de la zona de Cuidados Intensivos y fue hacia él.


Buon giorno,
Giovanni —dijo cuando el médico sonrió al reconocerlo—. Busco a una mujer que trajeron ayer del Lido.

—¿La de la herida en la cabeza? —preguntó el joven.

—Sí. ¿Cómo está?

—Parece ser que dio con la cabeza contra la bicicleta y luego contra el suelo. Tiene un corte encima de la oreja. Pero no hemos podido hacerla reaccionar, no se ha despertado.

—¿No se sabe…? —empezó Brunetti, pero se interrumpió porque ignoraba cómo formular la pregunta.

—No sabemos nada, Guido. Puede despertarse hoy, puede seguir así indefinidamente, o puede morirse. —El médico hundió las manos en los bolsillos de la bata.

—¿Qué hacen en estos casos? —preguntó Brunetti.

—¿Los médicos?

Brunetti asintió.

—Pruebas y más pruebas. Y luego rezar.

—¿Puedo verla?

—No hay mucho que ver, sólo vendajes —dijo el médico.

—Aun así, deseo verla.

—Está bien. Pero usted solo —dijo el médico mirando a Vianello.

Vianello asintió y se sentó en una silla arrimada a la pared. Sacó del bolsillo la segunda parte de un diario de dos días antes y se puso a leer.

El médico llevó a Brunetti por un pasillo y se paró delante de la tercera puerta de la derecha.

—Estamos a tope, y hemos tenido que ponerla aquí. —Dicho esto, abrió la puerta y entró delante de Brunetti.

Todo resultaba familiar: el olor a flores y orina, las botellas de plástico de agua mineral alineadas junto a las ventanas, para que se mantuvieran frescas, la sensación de sufrimiento expectante. En la habitación había cuatro camas, una de ellas, vacía. Brunetti vio que Maria estaba en la cama situada junto a la pared del fondo. Se acercó primero a los pies y luego a la cabecera de la cama, y no se dio cuenta de cuándo el médico salía cerrando la puerta.

Las espesas pestañas casi se confundían con las amoratadas ojeras; un mechón de pelo escapaba del vendaje que le cubría la cabeza. Tenía un lado de la nariz embadurnado del mercurocromo que cubría un arañazo que le bajaba hasta la barbilla. Encima del pómulo izquierdo empezaba una hilera de oscuros puntos de sutura que desaparecía bajo el vendaje.

Su cuerpo, extrañamente deformado por el grueso vendaje del hombro, no abultaba más que el de una niña, bajo la manta azul claro. Brunetti le miró los labios y, al no detectar movimiento, el pecho. Le costó, pero al fin vio cómo la manta se movía al compás de una respiración silenciosa, y se tranquilizó.

A su espalda, una de las mujeres gimió y la otra, quizá inquieta por el sonido, llamó a «Roberto».

Al cabo de un rato, Brunetti salió al vestíbulo, donde Vianello seguía leyendo el diario. Hizo una seña con la cabeza al sargento y los dos hombres fueron en busca de la lancha que los llevó de vuelta a la
questura.

Capítulo 9

Brunetti y Vianello decidieron tácitamente saltarse el almuerzo. En cuanto llegaron a la
questura,
Brunetti envió al sargento a modificar los turnos del servicio, a fin de poner inmediatamente a un agente de guardia en la puerta de la habitación de Maria Testa.

Brunetti llamó a la policía del Lido, se identificó, expuso la razón de su llamada y preguntó si se había descubierto algo acerca del accidente de circulación ocurrido la víspera y provocado por el conductor que se había dado a la fuga. Los del Lido le contestaron que no tenían nada: ni testigos, ni llamadas dando parte de alguna abolladura sospechosa en un coche del vecindario, nada, pese a que en el diario de la mañana se daba, con la noticia, el número de teléfono al que podían llamar quienes tuvieran información sobre el accidente. Brunetti les dejó su número y, lo más importante, su rango, pidiendo que lo mantuvieran informado si averiguaban algo sobre el conductor o el coche.

Brunetti abrió el cajón y revolvió en él hasta encontrar la carpeta abandonada. Buscó la copia del primer testamento, el de Fausta Galasso, la mujer que lo había dejado casi todo a un sobrino que vivía en Turín, y leyó cuidadosamente los bienes enumerados: tres apartamentos en Venecia, dos granjas cerca de Pordenone y depósitos en tres bancos de la ciudad. Leyó las direcciones de los apartamentos, pero no le decían nada.

Descolgó el teléfono y marcó un número de memoria.

Fincas Bucintoro contestó una voz femenina a la segunda señal.


Ciao,
Stefania —dijo él—. Aquí Guido.

—Te conozco la voz —dijo la mujer—. ¿Cómo estás? Pero, ante todo, contéstame a esto: ¿quieres comprar un precioso apartamento en Canareggio, ciento cincuenta metros, dos baños, tres dormitorios, cocina, comedor y salón con vistas a la laguna?

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Brunetti.

—¿Guido? —hizo ella, entre asombrada y ofendida, alargando la primera sílaba.

—¿Está ocupado y los inquilinos no se van ni a tiros? ¿Necesita tejado nuevo? ¿Madera podrida? —preguntó.

Un silencio y, después, una breve carcajada cómplice.


Acqua alta
—dijo Stefania—. Si el agua sube más de metro y medio, puedes encontrarte peces en la cama.

—Ya no hay peces en la laguna, Stefania. Todos han sido envenenados.

—Pues algas. Pero el apartamento es precioso, créeme. Una pareja de norteamericanos lo compraron hace tres años, gastaron una fortuna en restaurarlo, cientos de millones, pero nadie les habló del agua. Y este invierno el
acqua alta
les estropeó el parquet, la pintura y muebles y alfombras por valor de cincuenta millones. Finalmente, llamaron a un arquitecto y lo primero que les dijo es que no hay nada que hacer. Por eso quieren venderlo.

—¿Cuánto?

—Trescientos millones.

—¿Ciento cincuenta metros? —preguntó Brunetti.

—Sí.

—Una ganga.

—Lo sé. ¿Conoces a alguien a quien pudiera interesar?

—Stefania, para ciento cincuenta metros cuadrados es barato. Pero la verdad es que no vale nada. —Ella no lo negó ni dijo nada—. ¿Algún interesado? —preguntó él finalmente.

—Sí.

—¿Quién?

—Unos alemanes.

—Bien. Ojalá lo vendas. —El padre de Stefania había sido prisionero de guerra en Alemania durante tres años.

—Si no es un apartamento, ¿qué es lo que quieres? ¿Información?

—¡Stefania! —cantó él, imitando la entonación del «Guido» de ella—. ¿Crees que te llamaría para algo que no fuera oír tu dulce voz?

—Guido, eres el sueño de una muchacha hecho realidad. En resumidas cuentas, ¿qué quieres saber?

—Tengo las direcciones de tres apartamentos y el nombre del último propietario. Me gustaría saber si están en venta y, si es así, cuánto piden. O si se han vendido durante este año último. Y por cuánto.

—Eso me llevará un día o dos.

—¿Un día? —dijo él.

—De acuerdo. Un día. ¿Qué direcciones?

Brunetti se las dio y le dijo que los tres apartamentos habían sido dejados en herencia por una mujer llamada Galasso a un sobrino suyo. Antes de colgar, Stefania previno a Brunetti de que, si fallaba la operación con los alemanes, él tendría que ayudarla a encontrar al comprador que la librara de aquel apartamento. Él dijo que lo pensaría, y estuvo a punto de agregar que se lo propondría a su
vicequestore.

El siguiente testamento era el de la
signora
Renata Cristanti, viuda de Marcello. Lo que hiciera en vida el
signor
Cristanti debía de hacerlo muy bien, porque el patrimonio de su viuda comprendía una larga lista de apartamentos, cuatro tiendas e inversiones y cuentas de ahorro por un importe superior a quinientos millones de liras, todo lo cual ella disponía que fuera dividido en partes iguales entre sus seis hijos, los mismos que nunca se habían molestado en ir a hacerle una visita. Al leer esto, Brunetti se preguntó cómo una mujer tan rica y madre de seis hijos había acabado sus días en una residencia atendida por monjas que habían hecho voto de pobreza y no en una clínica ultramoderna, dotada de todos los adelantos de la medicina geriátrica.

El conde Crivoni había dejado a su viuda el apartamento en el que ella residía, además de otros dos e inversiones varias cuyo valor era imposible deducir de la simple lectura del testamento. No se nombraban otros beneficiarios.

Como había dicho el
signor
Da Prè, su hermana se lo había dejado todo a él, salvo la manda para la residencia, que había sido impugnada. Dado que la finada lo nombraba heredero universal, el testamento no especificaba los bienes, por lo que era imposible calcular la cuantía del patrimonio.

El
signor
Lerini lo dejaba todo a su hija Benedetta y, también en este caso, la circunstancia de que todo el patrimonio pasara a una sola persona impedía conocer su valor.

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