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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (2 page)

BOOK: Menudas historias de la Historia
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El camelo de las indulgencias no fue lo único que enfrentó a Lutero con Roma. Dijo también que qué era eso del celibato, así que fue y se casó. Y encima se casó con una monja. Pero es que luego predicó la Biblia en lengua vulgar, porque en latín no había Dios que la entendiese. Y así una tras otra. Lutero quiso incordiar hasta después de muerto y redactó un epitafio que no se atrevieron a poner: «Durante mi vida fui tu peste, papa. Con mi muerte, seré tu muerte». La maldición no se ha cumplido, pero sí hizo bastante la puñeta. El Vaticano perdió la mitad de la clientela.

Thomas Becket, el contestón

Sólo cinco datos para resumir la historia del inglés Thomas Becket: vivió en el siglo XII, se hizo cura, se metió en política, mandó más de la cuenta y acabó en la tumba. Pese a todo, le hicieron santo. Thomas Becket murió asesinado el 29 de diciembre del año 1170.

El rey Enrique II y él eran íntimos, y Thomas Becket acabó siendo arzobispo de Canterbury, el cargo eclesiástico más importante de Inglaterra. Pero Becket le salió respondón al monarca y la relación acabó en trifulca, porque no se ponían de acuerdo sobre quién tenía que mandar más en el país: Dios o el rey. El arzobispo salió por pies de Inglaterra y luego regresó ante una aparente reconciliación. Pero como volvió a levantarle la voz a Enrique II, acabó pagando caros sus gritos.

Enrique II siempre negó haber ordenado asesinar a Thomas Becket. Dijo que sólo hizo un comentario. Algo así como: «¿Será posible que nadie me quite de encima este clérigo pesado?». Cuatro pelotas de la corte lo oyeron y se fueron a por el arzobispo. Le sorprendieron rezando en el altar de la catedral de Canterbury. Allí mismo lo asesinaron y allí mismo fue enterrado.

El crimen indignó a los católicos ingleses y la historia corrió por toda Europa. La tumba de Becket se convirtió en lugar de peregrinación y, tres años después de su muerte, el arzobispo fue declarado santo. Los ánimos se calmaron durante un tiempo, hasta que llegó Enrique VIII, aquel rey orondo que cuando no estaba casándose o cortando la cabeza de alguna de sus esposas se entretenía en discutir con el papa de Roma. Y tanto discutió, que Enrique VIII acabó desterrando el catolicismo y erigiéndose en principal cabeza de la Iglesia de Inglaterra. ¿Quién continuaba incordiándole desde la tumba? Santo Tomás Becket.

Enrique VIII ordenó destruir todos los sepulcros de santos católicos y quemar sus huesos, y puso especial interés en el de Santo Tomás. Se supone que aquí se pierde el rastro de los huesos, aunque todavía hoy muchos se empeñan en que los frailes de Canterbury no eran tan estúpidos como para esperar sentados a que se cumpliera la orden del rey. Que sacaron los huesos, los sustituyeron por otros y escondieron los originales. Pues vale, poro los debieron de esconder mejor que el dinero de Marbella, porque de Santo Tomás nunca más se supo.

Nace la Guardia Suiza

Julio II es uno de los papas con peor genio que ha pasado por el Vaticano. Fue aquel que se pasó media vida discutiendo con Miguel Ángel y la otra media reconciliándose con él. Cuando no tenían una bronca por la Capilla Sixtina, la tenían por el gran mausoleo que el artista tenía que hacerle al papa y que nunca terminó. Julio II era un belicoso, nacido para la conquista y la dominación. Un príncipe del Renacimiento, ávido de grandeza, de gloria y de inmortalidad, y alguien así necesita guardaespaldas. Por eso, el 22 de enero de 1506 Julio II recibió a los primeros 150 miembros de su propia empresa de seguridad privada, la Guardia Suiza, el Prosegur vaticano del siglo XVI.

¿Por qué Julio II decidió que fueran soldados suizos? Porque eran los mejores mercenarios de la época. Si eran o no católicos era lo de menos. Lo importante es que defendieran la vida del papa y las posesiones vaticanas, aunque esto, evidentemente, ha cambiado en los últimos cinco siglos. Porque ahora los guardias suizos deben ser fieles católicos, tener entre diecinueve y treinta años, medir más de 1,74 y no estar casados. El celibato no es condición indispensable, pero si están solteros y enteros, miel sobre hojuelas.

La actual Guardia Suiza la componen unos cien soldados. A saber: setenta alabarderos, veintitrés mandos intermedios, cuatro oficiales, dos tamborileros para poner ritmillo a los desfiles y un capellán, que no haría mucha falta porque si algo hay en el Vaticano son curas.

La autoría del diseño del uniforme que tanta gracia nos hace a todos, lleno de colorines, algunos la atribuyen a Miguel Ángel, lo que tiene su sentido, porque hubiera sido una forma de venganza contra Julio II. Pero no, no los diseñó Miguel Ángel. Las bandas amarilla y azul de los trajes están ahí porque eran los colores de la familia Della Rovere, la familia del papa Julio II. Pero luego llegó otro papa, León X, y también quiso meter cuchara, por eso añadió el color rojo, el color de su dinastía, la de los Medici. El resultado es que ahora tenemos unos señores bastante estrafalarios, pero todos de muy buen ver, que ganan mucho en cuanto se quitan el uniforme.

El ejército más ridículo del mundo por su número y por su vestimenta.

Calixto III, primer papa español

Día grande para España en el Vaticano el 9 de abril de 1455, porque en esa fecha el cardenal Alonso de Borja fue elegido papa, el primer español que aposentó sus reales en el solio pontificio. Y para ser el primer papa exportado, no estuvo mal. Ha dado mucho juego a la historia, sobre todo porque dejó bien colocado al resto de la familia, léase su sobrino y futuro papa Borgia, Alejandro VI, y a los hijos de este disipado pontífice, entre ellos los famosos Lucrecia y César Borgia. Los papas, por aquel animado siglo xv, gustaban de tener mucha y variada descendencia.

El primer papa español tomó trascendentales decisiones, pero la más extravagante y cómica, no de su papado, sino de toda la historia del Vaticano, fue la excomunión de un cometa. Calixto III excomulgó al cometa Halley, ese que sólo se deja ver cada setenta y tantos años y que tuvo la mala suerte de pasar justo cuando estaba Calixto III. Pero el asunto no quedó en mera anécdota, porque además de excomulgar al cometa, el papa ordenó a la cristiandad que el rezo del Ángelus, además de al amanecer y al anochecer, se hiciera también al mediodía. Y hasta hoy.

Cuando el papa llevaba un año en el trono, los astrónomos corrieron a advertirle que en la bóveda celeste había un cometa grande y terrible, con una cola de color amarillo que parecía una llama ondulante. Textual. Calixto III buscó sus propias explicaciones al fenómeno: aquello era un signo de la ira de Dios porque los turcos acababan de apropiarse de Constantinopla. Así que tomó varias medidas: primera, excomulgar al cometa; segunda, que todos los príncipes cristianos se unieran contra la invasión musulmana; y tercera, decretar que todos los católicos rezaran el Ángelus a mediodía para hacer desaparecer el cometa o, en su defecto, provocar su caída sobre Constantinopla para exterminar a los turcos de un golpe.

El cometa, afortunadamente, se tomó en serio lo de la excomunión y se largó, porque si llega a caer en Constantinopla, se van a hacer gárgaras no sólo los turcos, también los Borgia, el Vaticano y la cristiandad al completo.

El último auto de fe en Sevilla

Mira que le gustaban a la Inquisición los autos de fe. Se lo pasaban pipa quemando herejes, y el 13 de abril de 1660 se verificó en Sevilla uno muy animado: quemaron a ochenta judíos. No todos estaban allí, porque los autos de fe permitían quemar en persona o en estatua. Es decir, si el judío era espabilado y salía por pies del país antes de que lo pillaran, se libraba, pero no por ello la Inquisición iba a dejar de carbonizarle. Se le condenaba en rebeldía, se hacía una estatua representativa y la quemaban en su lugar. El caso era quemar algo.

El auto de fe de Sevilla de 1660 se celebró en la plaza de San Francisco, a espaldas de donde está ahora el Ayuntamiento y donde termina la calle Sierpes. Se necesitaban espacios grandes, porque el espectáculo concitaba multitudes enfervorizadas al calor sagrado de las llamas, y también para instalar las gradas donde se sentaban la jerarquía pirómana, la nobleza, las autoridades civiles y las militares. La mayoría de los ochenta judíos quemados en el auto sevillano fueron ejecutados en persona. Pero hubo uno, el poeta Antonio Enríquez Gómez, que fue quemado en estatua porque se largó a Ámsterdam con suficiente tiempo para huir del Santo Oficio.

Hay una anécdota en torno a este episodio. Cuenta que un amigo se topó en Ámsterdam con Antonio Enríquez días después de su figurada ejecución y que le dijo: «Señor Enríquez, vi quemar vuestra estatua en Sevilla». Y el escritor respondió: «Allá me las den todas». La Inquisición, y esto hay que decirlo en su favor, al menos ofrecía al hereje la opción del arrepentimiento para abrazar la indiscutida fe: si el pecador se arrepentía, lo ahorcaban. Si no se arrepentía, lo quemaban vivo. Era un piadoso detalle.

La Santa Inquisición continuó dos siglos más celebrando autos de fe para enmendar sacrílegos en territorio español y ultramarino. De hecho, la última víctima cayó en Valencia en pleno siglo XIX (ver
La última víctima de la Inquisición
). Fue un profesor que no llevaba a los alumnos a misa; ocurrió en este país, conviene no olvidarlo, no hace ni dos siglos.

El saco de Roma

Lo que sucedió en Roma el 6 de mayo de 1527 no entraba en cabeza humana. Cómo podía imaginar nadie que el beato emperador Carlos V, el mayor defensor de la fe católica, el que se pasaba media vida rezando y la otra media batallando, reuniera sus tropas y se fuera directamente a por el papa. Quién podía sospechar que el emperador del Sacro Imperio Romano fuera a saquear y destruir la capital de la cristiandad. Pues lo hizo. Puso Roma patas arriba con la ayuda de Dios.

Hay que contar a vuela pluma los antecedentes para entender por qué Carlos V atacó Roma y apresó al papa, ese señor que, según la propia fe del emperador, era intocable. Carlos V mandaba mucho, y esto no hacía pizca de gracia ni al rey francés Francisco I ni al papa Clemente VII. Estos dos se aliaron y organizaron la Liga de Cognac o Liga Clementina para quitarle los territorios italianos al emperador. Carlos V dijo: «¿Cómo?»; aparcó la fe y añadió: «Os vais a enterar». Movilizó un ejército de treinta y cinco mil hombres y lo envió a Roma a las órdenes del condestable Carlos de Borbón.

Cuando Clemente VII vio la que se le venía encima, intentó negociar, pero ya era tarde, porque la soldadesca imperial andaba escasa de víveres y encima llevaba meses sin cobrar; así que estaba deseando llegar a Roma, con riquezas más que apetecibles, para rapiñar lo que encontrara a su paso. No quieran imaginar la que se montó. Se saquearon las casas, se robó en todas las iglesias, se prendió fuego a media ciudad, todos los palacios fueron desvalijados y el papa salió por pies con toda la curia y se refugió en el castillo de Sant'Angelo. Fue una orgía de sangre y, como los males nunca vienen solos, al saqueo o saco de Roma le siguió el hambre y una epidemia de peste.

¿Consecuencias? Pues nada, que al final el papa y el emperador quedaron como amigos cuando se firmó la paz. Clemente VII pasó por ser un bobo al haber provocado al emperador. Carlos V consolidó su poder en toda Italia. Dios volvió a ser el objetivo común de los dos, y aquí paz y después gloria.

Decisiones tridentinas

Desde que San Pedro convocó el primer concilio, la Iglesia ha celebrado veintiuno, que no es que sean muchos en dos mil años, pero es que tampoco cambian tanto las cosas como para celebrar más. El más pesado de todos fue el de Trento, que se celebró en tres fases, y el día 29 de noviembre de 1560 se convocó la última. El concilio había comenzado en 1545 y discurrió a lo largo de dieciocho años, con nivel amarillo, circulación lenta con paradas intermitentes y cinco papas por medio.

Una de las decisiones tridentinas que ahora está más de actualidad es la del celibato. No es que se decidiera en Trento, porque la supuesta obligatoriedad del celibato venía desde el concilio de Letrán, pero en Trento se insistió, por si a algún cura se le había olvidado. Y esto tiene gracia, porque el papa que convocó el concilio de Trento tenía cuatro hijos.

El de Trento ha sido, quizás, el más trascendental de la historia de la Iglesia, porque daba respuesta a la Reforma protestante. Es imposible resumir las decisiones tridentinas, pero lo que más suena a los profanos es que quedó claro que, además del ADN, el pecado original también se hereda y si no te bautizas vas de cabeza al infierno. Quedó sentado que las Escrituras no las interpreta cualquiera, sólo la Iglesia; que a los santos hay que rendirles culto; que el purgatorio existe sin posibilidad de recalificación; que había que crear seminarios para educar al clero; y que los obispos tenían que trabajar más y mejor. Nada de acumular diócesis y no aparecer por ellas.

Para entender por qué se hizo tan pesado el concilio de Trento hay que conocer a los cinco papas que reinaron en aquellos dieciocho años. Lo convocó Pablo III, un pontífice con genio y sin escrúpulos célibes, porque éste es el de los cuatro hijos. No le dio tiempo a rematarlo. Y tampoco pudo el siguiente, Julio III, un papa con poco espíritu y menos coraje. Subió después al papado Marcelo II, que, como sólo duró tres semanas, no tuvo tiempo ni de cogerle gusto al papado. Llegó un cuarto papa, Pablo IV, pero salió respondón. Dijo que qué era eso de concilios ecuménicos para revisar doctrinas y disciplinas. Que si la máxima autoridad era el papa, él se bastaba y se sobraba para dictar lo que había que hacer. Menos mal que también se murió y, por fin, un quinto papa, Pío IV, logró concluir el concilio de Trento, el más accidentado de la historia de la Iglesia y el que más le gusta a Benedicto XVI porque no deja casarse a los curas.

Dieta de Worms

Qué tensión la que se vivió el 17 de abril de 1521 en la ciudad alemana de Worms. Se vieron las caras el emperador Carlos V, con sólo veintiún añitos, y Martín Lutero, el monje alemán y respondón que traía de cabeza a Roma y que terminó por dividir a la cristiandad: los que estuvieran de su parte, protestantes, y los que no, católicos. Aquel día compareció Lutero ante la asamblea presidida por Carlos V, conocida como la Dieta de Worms, y ante la que se supone que debía retractarse de todo lo dicho contra el papa, sus concilios y su jerarquía. Era el último intento para meterle en cintura.

El papa León X ya había excomulgado meses antes a Lutero por hereje, pero no sirvió de nada. Cuanto más le reprendían, más adeptos se sumaban a la Reforma protestante. Como además Lutero no atendía las llamadas de Roma, el papa dijo, bueno, pues vamos a reunimos en su terreno, en Alemania. Pero que vaya el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, porque si Carlos V no puede con él, ya no puede nadie.

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