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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (4 page)

BOOK: Menudas historias de la Historia
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Encima logró que el propio papa le ungiera como emperador en Notre Dame, con lo cual Pío VII, al aceptar que Napoleón era emperador por orden divina, también reconocía una obligación divina, la sumisión a Napoleón. En resumidas cuentas, que el Bonaparte enredó al papa. Cómo sería, que hasta logró que los curas leyeran desde los púlpitos los boletines oficiales del ejército napoleónico e incluso metió en el ajo al propio San Pablo. A la pregunta «¿Qué hay que pensar de aquellos que faltaran a su deber hacia nuestro emperador?», el catecismo imperial respondía «Según el apóstol San Pablo, se resistirían al orden establecido por Dios mismo y se harían dignos de la condenación eterna».

Y, por supuesto, el Bonaparte no se iba a quedar sin su propio santoral: el 15 de agosto sustituyó la Asunción por San Napoleón. Con un par.

La guerra de los obispos

¿Creen que Franco siempre estuvo a partir un piñón con el Vaticano? Al principio sí, pero el enamoramiento duró sólo hasta la elección del cardenal Montini como el papa Pablo VI. En ese momento las relaciones entre Franco y el Vaticano se enfriaron hasta menos cero, y el origen del desencuentro se situó el 7 de junio de 1941, el día en que España firmó un acuerdo con la Santa Sede por el cual Franco señalaría con el dedo a los obispos españoles que el Vaticano debería nombrar. Pablo VI pidió al dictador que abandonara tal privilegio y Franco dijo que nones. Comenzó la guerra de los obispos.

La Santa Sede aceptó en 1941 que Franco eligiera a los obispos porque aún no se había celebrado el aperturista concilio Vaticano II. Era un año en que Iglesia y Estado se besaban en la boca, porque estaban de acuerdo en que había que volver a cristianizar España después de haberla exorcizado con la Guerra Civil. El Estado asumió la sustentación económica de la Iglesia, desde los salarios de los curas hasta la reconstrucción de los templos, desde el mantenimiento de los seminarios hasta la financiación de las misiones. A cambio, el Vaticano concedió el derecho de señalar los obispos a nombrar.

Pero las cosas cambiaron tras el concilio Vaticano II y el nombramiento de Pablo VI, un papa que caía fatal a Franco porque lo consideraba un progresista. Ver para creer. Pablo VI le pidió al dictador que, de acuerdo con las resoluciones del concilio, abandonara por las buenas su privilegio de nombrar obispos. Pero Franco se negó, porque si los obispos le debían el cargo difícilmente harían oposición, dado que no todos estaban de acuerdo con cómo se estaban haciendo las cosas.

Pablo VI lo intentó todo, incluso ofreció una visita oficial a España que Franco rechazó. Y las delegaciones diplomáticas estuvieron años de idas y venidas intentando apaciguar los ánimos. No hubo forma. El papa y España se retiraron la palabra y Pablo VI decidió esperar a que Franco se muriera para salirse con la suya. Así se entiende por qué en treinta y seis años de dictadura tan católica ni un solo papa pisara este país.

El
motu proprio
de Pío X

El recuerdo siguiente es un poco simple, pero en su momento tuvo su enjundia, porque el 23 de julio de 1911 el papa Pío X emitió un motu proprio reduciendo el número de días festivos. Y está bien escrito, motu proprio, porque se dice así, aunque todos digamos «motu propio», malamente dicho. Un motu proprio es un documento que expide el papa por propia voluntad, porque así lo considera, aunque aquel en que se redujeron los días de fiesta en España el gobierno le animó a que lo hiciera, porque en este país estábamos más tiempo de vacaciones que trabajando.

Para entendernos, España tiene actualmente nueve fiestas nacionales, a las que cada comunidad puede añadir dos más y cada pueblo otras dos, siempre y cuando no pasen en total de catorce al año. A estas catorce se añaden los domingos, lo que se traduce en sesenta y un días festivos. Pues resulta que en el siglo XIX en España había noventa y un fiestas de guardar, treinta más que ahora, y a las que luego había que añadir fiestas extraordinarias, rogativas para que lloviera y alguna otra que se le antojaba al obispo de turno y que se imponía por el artículo 33. ¿Qué pasaba? Que en este país no se trabajaban tres días seguidos.

Ni había forma de gobernar, porque los funcionarios se tomaban todas las fiestas, ni la productividad era la deseada en comercios y fábricas. Y como las fiestas eran de las llamadas «de guardar», impuestas por la Iglesia, eran obligatorias.

Pío Nono ya redujo las festividades a petición del gobierno español en 1867. Pero luego llegó Pío X aquel 23 de julio y las redujo tanto que se pasó. Quitó la del Corpus, la de la Purificación, la de la Anunciación del 15 de agosto, la de la Natividad de la Virgen, la de San José y la mayoría de las fiestas locales. Por supuesto, ni Dios le hizo caso, porque, por ejemplo, en Valencia, consideraron que una cosa era reducir fiestas y otra muy distinta que les birlaran las de San Vicente y San José.

Los valencianos hubieran sido capaces de organizar una cremá en el Vaticano antes de consentir que les quitaran las Fallas.

La última víctima de la Inquisición

Allá va una efeméride con dos caras, una buena y otra mala. Primero, la mala. El 31 de julio de 1826 fue ejecutado en Valencia, con la recurrente excusa de la ley de Dios, Cayetano Ripoll, un maestro de escuela catalán que no llevaba a misa a sus alumnos. Y ahora, la parte buena. Aquél fue el último auto de fe que pudieron celebrar los diabólicos tribunales eclesiásticos que se repartían por España y que vigilaban la observancia de la fe católica. Cayetano Ripoll fue la última víctima de la barbarie, pero a él, la verdad, le dio igual llevarse a la tumba tan dudoso honor.

No fue la Inquisición quien ordenó ejecutar a Cayetano Antonio Ripoll, porque la Inquisición, aunque seguía existiendo, se había visto obligada trece años antes a suspender sus maléficas prácticas por orden de las Cortes de Cádiz. Pero como la Iglesia de aquel tiempo buscaba mil recovecos para seguir haciendo de las suyas con el beneplácito del Borbón Fernando VII, en sustitución del anestesiado Santo Oficio se crearon las Juntas de Fe, que venían a ser el mismo perro con distinto collar. Y le tocó a Cayetano.

Fue el Tribunal de la Fe del arzobispado de Valencia, presidido por el infausto obispo Simón López García —Satanás lo tenga en su gloria—, quien firmó la sentencia del maestro Cayetano Ripoll, acusado de leer libros malos (o sea, los de la Ilustración francesa), de tener cierto tufillo a masón y de no llevar a sus alumnos a misa, y acusado también por haber sustituido, no se lo pierdan, el tradicional saludo de «Ave María» por el de «Alabado sea Dios». Con argumentos tan contundentes en la mano, se le tachó de hereje y se le condenó a la horca, aunque para conseguir la oportuna puesta en escena al reo se le subió a un barril con llamas pintadas para que figurara una hoguera, y el cadalso fue adornado con caras de demonios y fuegos infernales. Todo muy teatrero.

Cayetano Antonio Ripoll, buen hombre y buen maestro, fue la última víctima de aquella pesadilla inquisitorial. No obstante, todavía hubo que esperar ocho años más para que la Inquisición y los Tribunales de la Fe se fueran definitivamente al infierno.

Pío XI, el negociador

El 6 de febrero de 1922 Damiano Achille Ratti ocupó la cátedra de San Pedro con el nombre de Pío XI. ¿Y qué tiene esto de especial? Aparentemente nada, sólo es uno más de los doscientos y pico papas que ha tenido la Iglesia. Pero el fondo de su política es más que reseñable, porque con él, con Pío XI, el Vaticano adquirió la condición de Estado independiente. El Estado con el índice de natalidad más bajo del mundo.

Bien es cierto que fue Pío XI quien consiguió un Estado para la Iglesia. Pero de no haber sido él hubiera sido otro, porque ya tocaba llegar a un acuerdo por doble interés: Mussolini quería arrimarse las simpatías de los católicos y el papa quería de una vez por todas un Estado reconocido en el panorama internacional. Le tocó reinar a Pío XI y por eso le tocó también a él firmar con Mussolini los pactos de Letrán, de donde salió Ciudad del Vaticano.

La bronca venía de antiguo, aunque tampoco conviene remontarse a cuando los papas eran señores feudales y dueños de media Italia en nombre de los Estados Pontificios. Pero el Estado italiano y el papa se retiraron la palabra definitivamente en 1870, cuando el rey Víctor Manuel II anexionó a Italia esos Estados Pontificios; o sea, Roma, porque los papas querían Roma toda para ellos. Pontificaba por aquel entonces Pío Nono, que ante la decisión del rey agarró el canasto de las chufas y decretó el auto-cautiverio en el Vaticano. Esto suena raro, pero fue así. Es lo que vulgarmente llamamos un encierro.

A partir de Pío Nono los papas se encerraron y le retiraron a todo el mundo la bendición
urbi et orbi
. Hasta que Pío XI, elegido aquel 6 de febrero, pudo reanudar conversaciones con Mussolini, y Mussolini le dio el completo gobierno de un territorio llamado desde entonces Ciudad del Vaticano. Por lo demás, muy poco que añadir, salvo que Pío XI pactó con Hitler, bendijo a las tropas fascistas italianas y se hizo amiguete de Franco. De izquierdas, seguro, no era.

¡Qué momento!
Eppur si muove

«Maldigo y reniego de mis errores y herejías, y juro que en el futuro no diré jamás ni afirmaré, de palabra ni por escrito, que La Tierra se mueve alrededor del Sol». Más o menos con estas palabras y puesto de rodillas ante los inquisidores de Roma, el anciano y achacoso Galileo Galilei tuvo que abjurar el 22 de julio de 1633 de la teoría heliocéntrica. Después de mucho pensarlo, casi cuatro siglos después, la Iglesia por fin reconoció que metió la pata hasta el corvejón y que Galileo tenía razón. Que por mucho que diga la Biblia, la Tierra no es el centro del universo.

El origen de todo el proceso a Galileo fue la publicación de su obra
Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, tolemaico y copernicano
, donde defendía con nuevos datos la teoría heliocéntrica de Copérnico sobre los movimientos de los cuerpos celestes. La obra tenía el permiso para imprenta, pero dio igual, los envidiosos denunciaron a Galileo ante la Inquisición por contradecir a las Sagradas Escrituras.

El hombre, que ya no estaba para muchos trotes, tuvo que hincar la rodilla como pudo para decir que, de lo dicho, nada de nada. Que la Tierra era el centro de todo, que no se movía de donde la había puesto Dios y que el resto del universo giraba a nuestro alrededor.

Fue entonces, después de su famosa abjuración, cuando dijo aquello de «
eppur si muove
», que traducido viene a ser «sin embargo, se mueve». O dicho de forma más coloquial, vale, para ti la perra gorda, pero la Tierra, moverse, se mueve. Era la pataleta de Galileo ante los inquisidores que le obligaron a renegar de la verdad. Unos cuentan que lo dijo por lo bajini y otros aseguran que lo soltó a voz en grito, pero Galileo, casi con total seguridad a decir de los expertos, no dijo nada de esto, porque en aquella época de clérigos con cerebro de mosquito le hubieran quemado allí mismo.

Galileo vio prohibidos sus escritos, fue recluido para los restos y humillado por saber ver más allá de sus narices. La Iglesia rehabilitó a Galileo a finales del siglo XX, quizás porque tardó casi cuatro siglos en entender eso de la teoría heliocéntrica.

La entelequia de los Derechos Humanos

El 10 de diciembre de 1948 cuarenta y ocho países miembros de Naciones Unidas votaron en París a favor de una Declaración Universal que protegiera los derechos del hombre. Ya saben, la libertad, la justicia y todas esas cosas que quedan tan majas sobre el papel. Son treinta artículos muy bonitos, con su preámbulo y todo. Treinta artículos que el país que quiere los cumple y el que no, pues no pasa nada.

Nos vamos más de seis décadas atrás, cuando Naciones Unidas creó en 1946 una Comisión de Derechos Humanos a la que pidió que pusiera sobre el papel en qué consistían las libertades fundamentales. Presidió aquella comisión formada por ocho países Eleanor Roosevelt, y se lo tomaron con calma, porque tardaron dos años en decidir nuestros derechos inalienables. Y conste que eso que nos hace tanta gracia cada vez que alguien dice aquello de «persona humana», está puesto tal que así en la Declaración de Derechos Humanos. Dos años discutiendo para declarar que las personas son humanas.

La Declaración Universal salió adelante porque votaron a favor cuarenta y ocho países miembros, pero ocho se abstuvieron y otros dos decidieron directamente no ir a votar tonterías que no pensaban cumplir. ¿Dónde está la trampa de esta enternecedora Declaración de Derechos Humanos? Pues en que no es un documento de obligado cumplimiento. Lo dicho, quien quiere los respeta y quien no, pues se los salta a la torera. Ahí tienen a las mil doscientas personas ejecutadas en 2007 por países miembros de la ONU. Ahí están las mujeres lapidadas por países miembros de la ONU. Y ahí están también ochocientos cincuenta y cuatro millones de personas torturadas por el hambre en países miembros de la ONU.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos es el texto traducido a más idiomas del mundo. Está en trescientas treinta y siete lenguas, pero muchos aún no lo han entendido.

Laika se va al espacio

El 3 de noviembre de 1957, una perra mil leches, feúcha y de padres desconocidos se llevó la gloria de ocupar con nombre propio un espacio en las enciclopedias. Se llamaba Laika, era moscovita y fue el primer ser vivo que salió a orbitar la Tierra. El primer ministro soviético, Nikita Krushchev, quiso dar a los americanos con un triunfo en las narices a la vez que celebraba el cuarenta aniversario de la Revolución bolchevique, y ese triunfo era ganarles la carrera espacial con la primera criatura viviente astronauta.

Laika ladraba en vez de hablar, pero eso era lo de menos. Lo importante era que, a las diecinueve horas y doce minutos de aquel 3 de noviembre, la Unión Soviética pudo entonar el chincha rabiña mirando a Washington. Pero hicieron trampa.

El
Sputnik 2
, una cápsula cónica de cuatro metros de alto con una base de dos metros de diámetro, se lanzó con Laika dentro. El plan era matarla después de diez días en órbita con una emisión de gas o con una ración de comida envenenada, porque era del todo imposible hacerla regresar viva. La tecnología no daba para tanto. La cápsula iba a pulverizarse cuando volviera a entrar en contacto con la atmósfera, y se trataba de proporcionar a Laika una muerte dulce. Ahora viene la trampa.

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