Read Mensajeros de la oscuridad Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¡Inspectora Delicado! ¿En qué puedo servirla?
—Verá, estoy investigando...
—Antes de que siga debería decirle que la conozco.
—¿Me conoce?
—La vi hace unos meses en televisión.
—Bueno, ¡qué coincidencia!, sólo he aparecido una vez.
—Veo mucha televisión, me ayuda a practicar el idioma; además, como paso tanto tiempo en mi humilde caseta de obra... Cuando se marchan todos los obreros me quedo solo aquí.
—¿Por qué no se aloja en el pueblo? Debe de existir algún buen hotel.
—Las obras son largas, sería incapaz de aguantar un hotel. Aunque me vea en estas tareas tan áridas, soy un hombre de estudio, inspectora. Me gusta leer. Aquí estoy bien instalado. ¿Puedo pedirle que entre en mi caseta a tomar una taza de té? La hospitalidad es básica para un ruso, forma parte de nuestra vertiente oriental.
Quedé fascinada cuando vi el interior de lo que por fuera parecía tan anodino. La caseta estaba forrada de cálida madera, tenía un amplio salón repleto de libros, un par de cómodos sillones, un escritorio y un gran samovar de cerámica floreada.
—Aquí haremos el té —dijo Serguei—. ¿Qué le parece? También tengo una minúscula cocina, suficiente para mí, un lavabo y el dormitorio.
—Retiro lo del hotel.
—Tampoco aquí estoy en completa soledad; como ha visto, hay muchos operarios que me acompañan.
—Y por la noche un vigilante, supongo.
—No, no es necesario estando yo. No soy hombre temeroso, ni existe un gran peligro de robo. Tenemos un perro guardián.
Preparó un par de deliciosas tazas de té y nos sentamos. Me ofreció un cigarrillo que acepté.
—Ahora estamos mucho mejor; y dígame, ¿qué es lo que ha venido a investigar?
—Una muerte, señor Ivanov, la del joven Esteban Riqué.
—¿Un asesinato?
—Asesinato, homicidio..., no lo sabemos aún. ¿Quiere ver una foto?
La tomó entre las manos, pero el suyo era un rostro que no cambiaba de expresión en ninguna circunstancia.
—¡Dios santo, un muchacho muy joven!
—¿Lo había visto alguna vez?
—No, nunca. ¿Se supone que debería haberlo visto? ¿Ha venido este chico por aquí?
—Eso es justamente lo que estoy preguntándole.
—Ya le he dicho que nunca lo he visto, pero podemos preguntarles a los obreros, al capataz.
—Lo haré, no se preocupe, lo haré.
—Y dígame, inspectora, ¿qué la ha inducido a venir hasta aquí? ¿Es ese chico de algún lugar cercano?
—No, no lo es, pero algunas pruebas nos conducen hasta aquí.
—¿Puedo preguntar cuáles?
—Lo siento, no me es posible contestarle.
—De cualquier modo, cuente con mi colaboración.
—Muy bien, infórmeme un poco sobre estas cosas, señor Ivanov.
—Por supuesto. Pertenecen a un consorcio de hombres de negocios rusos. Si necesita los nombres, se los daré. Yo trabajo para ellos, soy su delegado y hombre de confianza aquí debido a mi dominio del español. Controlo las edificaciones.
—Habla usted francamente bien. ¿Dónde aprendió?
—En Rusia. Mi esposa era lo que ustedes llaman una niña de la guerra. No sólo no olvidó su lengua, sino que juntos nos dedicamos a perfeccionarla.
—¡Ah, es curioso! ¿Y dónde está su esposa ahora?
—Desgraciadamente, hace más de cinco años que murió. Soy viudo desde entonces.
—Lo siento. ¿Y qué es lo que construyen?
—Una urbanización de lujo. Cada uno de los socios, mis jefes, contará con una magnífica casa para pasar las vacaciones e incluso para retirarse en la jubilación. El clima de Rusia... ¡Qué le voy a contar!
—¿Y el edificio grande?
—Ya le digo que mis jefes son gente de empresa. Han pensado en un pequeño hotel sin fines comerciales, sólo para poder alojar visitantes relacionados con negocios. Eventualmente los inquilinos podrían ser participantes en algún congreso. No hará falta que le recuerde que Rusia es un país en expansión.
—Lo sé, lo sé.
Hubiera jurado que mi interrogatorio le divertía, que estaba encantado de que hubiera aparecido por allí. No me quitaba los taladradores ojos de encima. Hacía que me sintiera insegura y violenta.
—¿Hay algo más que quiera saber? —preguntó.
—Haré unas cuantas preguntas entre los albañiles.
—¡Por supuesto que sí! Yo no la acompañaré para que tenga más libertad. Cuando se marche saldré a despedirla.
—¿Hay personal ruso entre los empleados?
—No, ni hablar, yo no traje a nadie conmigo. Todos los trabajadores fueron contratados aquí. No será usted en realidad una inspectora de trabajo, ¿verdad?
—Me temo que no.
Al levantarme di una ojeada rápida por las estanterías. Me miró intensamente.
—¿Curiosidad intelectual?
—Como no entiendo ruso me quedo sin enterarme de qué le gusta leer.
—Temas profundos, inspectora, soy un hombre sin importancia pero que aspira a la superación. Leo a los grandes clásicos de mi país: Pushkin, Tolstoi, Dostoievski. Leo poesía, teatro, filosofía e incluso teología.
—¡Qué barbaridad! Esta caseta de obra tardará en volver a tener un contenido semejante. ¿Cuánto tiempo más estará ocupándola usted?
—Hasta que acabe la construcción. Es decir, aún faltan cinco o seis meses para que vuelva a Rusia con mi misión cumplida.
—Supongo que nos veremos de nuevo.
—La recibiré con placer. Sabiendo que su visita es posible, mantendré siempre encendido el samovar.
Mientras me alejaba, noté un buen rato su mirada horadando mi occipital. ¿Estaría sonriendo aún con su mueca enigmática?
Sin ninguna esperanza hice una ronda de preguntas entre los trabajadores. Nadie había visto a Esteban ni a ningún otro joven en el recinto de las obras. Estábamos en una zona muy solitaria, una de las pocas que quedan casi vírgenes en la atestada costa tarraconense; si algún joven hubiera ido por allí ellos lo hubieran visto. ¿El ruso? El ruso tampoco recibía visitas. Nada que hacer. Decidí marcharme para no perder el tiempo. Aquella gente no sabía de qué estaba hablándoles. De haber sido de otro modo, Ivanov no me habría dado tantas facilidades para hacerles preguntas, malpensé. Humanidades, Dostoievski..., todo aquello estaba muy bien, seguí malpensando, y era una desventaja enorme el no saber ruso. Sin embargo, había que ser ciego para no haber visto en mi rápida inspección la cantidad de libros con cruces inscritas en el dorso que Ivanov atesoraba en sus estantes, y la cruz es un signo internacional. «¡Extraño encargado de obras que lee semejantes temas!», me dije. Allí había algo misterioso que debíamos desentrañar.
Paré a comer un pestilente plato combinado en un restaurante de la autopista. Al acabar llamé al comisario desde mi coche.
—Comisario Coronas, me gustaría que mande hacer unas averiguaciones rápidas. Quiero saber si está fichado aquí o en Rusia un tal Serguei Ivanov. En cuanto llegue a Barcelona le informaré. También quiero que se entere con los compañeros de Tarragona si la urbanización El Ánade, propiedad de rusos, que se hace en la costa es legal. ¿Se encargará de dar las órdenes?
Y se encargó. Al anochecer me reuní en su despacho con él y sonreía, señal inequívoca de que me guardaba información. En efecto, la urbanización rusa, que en su día se llamaría El Ánade era perfectamente legal. Venta de terrenos, impuestos, permiso de obras, todo se encontraba en regla.
—Naturalmente todos esos propietarios, hombres de negocios rusos, deben pertenecer a las nuevas mafias, igual que los que están comprando terrenos en Alicante, en Andalucía y en muchos otros sitios. Sin embargo, aquí nada tenemos contra ellos. No hay órdenes de captura de Interpol, ni realizan negocios sucios en nuestro país. Sus capitales son blancos, dan puestos de trabajo y nada oscurece su respetabilidad. Mientras no se metan en líos...
—¿Y en cuanto a Ivanov?
—He consultado también a Interpol y no lo tienen fichado. He intentado comunicarme por Internet con la policía de Moscú, pero carecen de tales adelantos. Además, es muy posible que ese individuo, en caso de no ser trigo limpio, esté aquí con nombre supuesto y falsa documentación.
—Entonces, ¿qué modo hay de averiguar...?
—Ninguno; a no ser que... A no ser que viaje usted a Moscú y haga las pesquisas directamente en la policía de allí.
—¿Usted me autorizaría?
—¿Estaría dispuesta a hacer ese viaje?
—Mañana mismo.
Se echó a reír.
—Petra Delicado, ¿de verdad cree que hablaba en serio?
—Naturalmente que sí.
—Pues lo siento, porque eso es imposible.
—¿Por qué? No es la primera vez que agentes de nuestra comisaría viajan a otro país.
—Sí, pero suele ser por un asunto de tipo internacional.
—Éste es un asunto de tipo internacional.
—Yo no lo veo así. Me refería a asuntos de drogas.
—¡Vamos, comisario, usted sabe que he pasado mucho tiempo en el Servicio de Documentación! ¿Quiere que busque casos ilustrativos que han requerido viajes y no han estado relacionados con drogas?
—Estoy convencido de que los encontraría, pero drogas es el motivo más común.
—¿Existe acaso una ley interna que diga: drogas, sí, homicidios, no?
Noté la cólera aflorar a su rostro como una erupción.
—¡Oiga, Petra, le recuerdo que soy yo quien decide lo que se hace aquí!
Cambié mi tono con toda rapidez llevándolo a una implorante media voz con toques de desesperación.
—Le ruego que me perdone, señor. Ni por un momento se me ha olvidado quién manda en el servicio, sólo que... créame, si viajar a Rusia es el único modo de seguir en mi línea de investigación, le pido por favor que me autorice. Usted sabe que en este caso ha habido desde el principio una fuerte implicación personal que ni siquiera he escogido yo. Puede haber varios cadáveres esperándonos en alguna parte, señor. Son muchos muertos ya.
Se serenó y su voz se volvió paternal.
—Me doy cuenta de eso, Petra, y hasta ahora no le he negado nada que pudiera impulsar la investigación, pero lo que me pide es poco usual... ¡Y muy caro, además!
—¿Caro? Sólo se trata de un pasaje de avión y unas cuantas noches de hotel.
—¿Un pasaje de avión? ¿De verdad piensa que va a irse sola a Rusia? Ni lo sueñe, la acompañará Garzón.
—Pero comisario, se trata de hacer unas averiguaciones en la propia policía, no voy a meterme en los barrios bajos.
—¿Tiene usted ni la más rejodida idea de lo que es Moscú en estos momentos? ¡Una ciudad sin ley! Pueden arrancarle la piel sólo para robarle los guantes. Ni siquiera me atrevería a decir que dentro de una comisaría vaya a estar segura. Impera la corrupción, tenemos motivos para pensar que más de la mitad de los negocios de las mafias se hacen con la ayuda de policías.
—Eso no será diferente si me acompaña Garzón.
—Garzón es un perro viejo que muerde mejor que usted.
—Sí, y un hombre, ¿no es eso?
—Vamos, Petra, no empiece con reivindicaciones feministas, ya sabe que me ataca los nervios. Además, ¿qué coño tiene ahora contra Garzón? Siempre se han llevado bien.
—No tengo nada contra él. De acuerdo, acepto su plan, porque eso significa que me autoriza a ir, ¿no es cierto, comisario?
Me observó, sonriendo de través.
—Petra Delicado, ¿sabe lo que me mueve a decirle que sí?
—No, señor.
—Me espanta la posibilidad de tenerla las veinticuatro horas tras de mí dándome el coñazo salvaje. Pero voy a decirle algo, si después de todo este cristo que vamos a montar sus sospechas sobre este caso de los penes cortados resultaran falsas... entonces quien se juega la polla soy yo.
—En ese aspecto no puedo compartir los riesgos con usted, pero sólo por solidaridad me cortaría un dedo del pie.
Se echó a reír.
—Está bien, pues vaya a comunicarle su triste suerte al subinspector. Por cierto que debe de estar cabreado. Lleva todo el día en la facultad de Medicina preparando la introducción de Palafolls.
—Lo encontraré. ¡Ah, comisario Coronas..., y gracias, de verdad!
Dio media vuelta con cara de autoimpuesta mala uva y se marchó sin contestar. Finalmente, el comisario Coronas no era un mal tipo.
Acababa de comerme un conglomerado de semillas de soja que fue toda mi cena, cuando sonó el teléfono. Era el subinspector.
—Petra, ya está montado el plan de Palafolls en la facultad.
—Coronas me ha dicho que fue muy trabajoso.
—Prefiero no hablar.
—Será mejor, guárdese las expresiones malsonantes para cuando sepa qué es lo próximo que vamos a hacer.
—¿Está de guasa?
—Nos vamos a Moscú, Fermín.
Siguió un silencio sospechoso. Esperaba preguntas sin cuento, pero el subinspector me soltó:
—¡Ah, cojonudo; ése es el tipo de viaje que me gusta, a Rusia en enero y en agosto al Congo! Pues sí, ¿por qué no?
—Mañana se lo explico en el despacho, veo que esta noche no está de humor.
Me da miedo volar. No siempre ha sido así; heredé esa molesta fobia de mi primer marido.. Era un hombre sereno y formalista, pero en cuanto subía a un avión, perdía todos los agarraderos de la compostura y se ponía histérico. Después de varios años de viajar junto a él, en vez de acostumbrarme empecé yo también a sentirme insegura. Mi ex marido combatía los nervios con Valium, y yo le daba al whisky. Prefería un poco de resaca a llegar completamente grogui al punto de destino.
Garzón se quedó sorprendido cuando me vio pedirle a la azafata el primer lingotazo. Eran apenas las nueve de la mañana. Pero no dijo nada, se limitó a mirarme de reojo con cierto aire de escepticismo. Supuse que aún estaba enfadado; su sentido práctico de la vida le llevaba a pensar que aquella aventura no dejaba de ser un entretenimiento, una pérdida de tiempo justo cuando teníamos tantas cosas que resolver. Intenté congraciarme con él; la perspectiva de una semana aguantando su silenciosa reivindicación me ponía los pelos de punta.
—¿Soporta usted bien el frío, Fermín?
—Voy preparado.
—¿Un proceso de mentalización?
—Ni hablar, me he comprado cuatro pares de calzoncillos largos. Hice la mili en Burgos. Esos calzoncillos eran la mejor mentalización.
Cuando nos trajeron la comida Garzón devoró su bandejita en cuestión de segundos. Yo apenas probé nada, pero pedí que me renovaran el whisky. A éste también se apuntó mi compañero.