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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (32 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Tomé de uno de mis cajones la Biblia que habíamos encontrado, un lápiz y un papel, y me dispuse a estudiar los pasajes que había subrayado el desaparecido García Bofarull.

Durante más de tres horas me sumergí en aquel mundo mitológico y cruel. Todos aquellos textos tenían un punto de fascinación para mí. Eran mágicos, totémicos, enmarañados y al mismo tiempo supuestamente esclarecedores. Se trataba sin duda de un libro peligroso. Alguien que acudiera a sus páginas con una idea previa, podía encontrar en ellas su confirmación. Por el contrario, quien encarara la lectura virgen de conceptos, llegaría a acuñarlos con facilidad. El único modo neutro de acercarse a él era tomarlo como pieza literaria, y así resultaba bellísimo.

«Los ángeles te llevarán en sus brazos para que tu pie no roce las piedras», leí. Pero no era una valoración poética lo que había hecho Daniel. Tras un seguimiento de sus subrayados comprobé que todos los fragmentos resaltados tenían un punto común: las alusiones a la pureza:

Proverbios 22:11: «El que ama la pureza de corazón por el encanto de sus labios el rey será su compañero.»

Proverbios 20:8-9: «¿Quién puede decir: "He limpiado mi corazón, he quedado limpio de pecado"?»

Proverbios 21:8: «Un hombre, aun un extraño, es torcido en su camino; pero el puro es recto en su actividad.»

Mateo 5:8: «Felices son los de corazón puro, puesto que ellos verán a Dios.»

Job 11:3-4: «También dices: "Mi instrucción es pura, y he resultado realmente limpio a tus ojos."»

Proverbios 20:11: «Hasta por sus prácticas el muchacho se da a conocer en cuanto a si su actividad es pura y recta.»

No cabía la más mínima duda, Daniel García Bofarull pertenecía a la secta de los
skopis
. Y por extrapolación podía aventurarse que Adrián Atienza Pérez sería un
skopi
también. ¿Era aquélla la única razón por la que figuraban sus teléfonos en el bolsillo de Palafolls? Aunque así fuera, el hecho estaba indicándonos que cualquiera de los dos podía estar en contacto con Ivanov y saber algo sobre el paradero del agente.

Me dolían los ojos y la espalda. Según acababa de leer, el alma humana no tenía fronteras ni límites, pero era evidente que el cuerpo sí.

Acudí a la centralita de teléfonos en la que estaban Marqués y Garzón. El espectáculo que vi me hizo consciente de cuál debía de ser mi propio aspecto. El subinspector lucía unas ojeras como bolsas de marsupial, y el joven policía parecía listo para la jubilación. Dejé oír mi voz a buen volumen.

—Señores, vámonos todos a dormir. Voy a dar órdenes para que lo revelen, Marqués.

—Aún puedo seguir un rato más.

—Usted se marcha a su casa ahora mismo. Y no es que me preocupe su salud, simplemente pienso que ya ha dejado de rendir.

Me obedecieron con mansedumbre. Yo también me fui. A nada conducía dejarse arrastrar por la obsesión. Ocho horas de sueño quizá me devolvieran la cordura que había perdido entre dioses tonantes, zarzas parlantes, los hijos de Job y el bueno de Esaú.

Pero no pudo ser, la Providencia determinó que seis horas era un plazo de holganza suficiente para mí. A las seis de la mañana me llamaron desde comisaría. Un albañil de Badalona había hallado el cuerpo de un joven muerto en un solar sin edificar. Todo parecía indicar que se trataba de Daniel García Bofarull.

Contrariamente a lo que suele ser mi reacción habitual, me invadió un arranque de ira digno de figurar en algún versículo sagrado. Mientras me duchaba traté la esponja y el jabón como si fueran culpables de algo. La primera acabó, rezumante de agua, yendo a estamparse contra el espejo. ¿Una estúpida conversión psicológica? Sin duda alguna, pero más estúpido era estar en las postrimerías de un caso y ver cómo éste se prolongaba dejando tras de sí un rastro de cadáveres.

Garzón y Coronas me esperaban en el Anatómico Forense. El comisario había acudido en persona para pedirle al doctor Montalbán que diera prioridad absoluta de autopsia a nuestra nueva víctima. Antes de eso, dio órdenes de vigilancia aún más cerrada sobre Adrián. Era evidente que su vida corría peligro.

Los padres de Daniel estaban a punto de llegar para la identificación del cuerpo de su hijo. Hablé sinceramente con Coronas y le comuniqué mi intención de escabullirme de ese encuentro. No le hizo ninguna gracia, pero no tuvo más remedio que acceder a ser él quien los recibiera, mis formas habían sido demasiado delicadas como para que las frustrara con una orden tajante. Aun así, comentó:

—Es increíble, todo el mundo piensa que una mujer policía es ideal para las tareas humanas y diplomáticas y ya ve, usted me ha salido rana.

—También usted pensó que una mujer policía era ideal para aparecer en televisión, y ya ve las consecuencias que eso nos ha traído.

—Puede estar segura de que su aparición resultó la única manera de que todo este triste asunto se destapara. Ese chico confió en usted.

—No sabe cuánto me alegro, pero la próxima vez espero que sea otro agente quien se enfrente a los medios de comunicación. El papel de remover conciencias no me ha gustado.

Me largué a tomar un café con el subinspector mientras se desarrollaba la sin duda dramática identificación. Él sabía ya más que yo del asunto.

—¿Cómo ha muerto? —le pregunté.

—Presentaba un gran tajo en el cuello. Se desangró. El forense que estuvo en el levantamiento dijo que llevaba muerto aproximadamente desde las tres de la mañana. En apariencia no había rastros de violencia ni intentó defenderse. Dentro de un rato sabremos algo más, si es que Montalbán accede a darnos preferencia.

—Accederá.

Apagué la colilla con cansancio. Dejé caer los brazos a los lados del cuerpo.

—No se desanime, Petra.

—¿No cree que hay motivos suficientes? ¿Quién le dice que el próximo muerto que encontremos no será Palafolls? Ya ve que estos tíos van a por todas.

—Me he propuesto pensar que Palafolls está bien y nadie va a sacarme de ahí.

—El voluntarismo no basta, Fermín.

—Pero es un firme punto de partida.

No estaba segura de que eso fuera así. Lo que sí es un firme punto de partida es convencer al otro de que todo irá bien. De modo que, para sentirme más animada hubiera necesitado ser yo quien infundiera optimismo a Garzón.

La primera y quizá única revelación que nos hizo Montalbán después de la autopsia fue que Daniel García Bofarull también estaba castrado. La suya era una castración perfectamente cicatrizada que databa de meses. El método era el que bien conocíamos: procedimientos quirúrgicos ortodoxos. En cuanto a la muerte del chico, el dictamen fue simple: le habían seccionado limpiamente la yugular. La ausencia del más mínimo rasguño o contusión demostraba que él en ningún momento se había defendido. Montalbán indicó que el asesino había acompañado el cuerpo en su caída hasta el suelo para que ésta fuera suave, ya que ni siquiera se veía huella de impacto final. Eso le hacía conjeturar que víctima y criminal se conocían.

—¡Por supuesto que se conocían, doctor! —Me volví hacia Garzón—. Y si no fuera por la llamada al club de tenis de esa misteriosa mujer, el nombre del culpable estaría cantado: Serguei Ivanov.

—¿Cree que Ivanov supo que habíamos localizado los teléfonos de Daniel y Adrián?

—Estoy convencida de ello. Al segundo no le dio tiempo a liquidarlo, pero a Daniel su sesión gimnástica le costó la vida. Lo cual me hace pensar que hubiera sido muy conveniente ir a detenerlo a las puertas de su club.

—Nadie hubiera podido pensar que corrían peligro.

—Nadie no es la policía, Fermín.

—Muy bien, de acuerdo; pero dígame, ¿cómo pudo enterarse Ivanov de lo que nosotros encontramos o dejamos de encontrar?

Negué distraídamente con la cabeza.

—No lo sé. Quizá le arrancó a Palafolls la confesión de que existía esa posibilidad.

—Palafolls está en su poder desde anteayer. ¿Cree que hubiera esperado tanto para actuar?

El doctor Montalbán asistía a nuestra conversación en grave silencio. Su voz sonó lúgubre al señalar:

—Mi informe quedará completo cuando se realice la comparación del ADN de Daniel García con el de los penes que tenemos archivados. Calculen un par de días.

Resolver el rompecabezas anatómico sería interesante, aunque no crucial. De momento, con todos los interrogantes agolpándose en la estrecha puerta de la solución, no teníamos otra alternativa que presionar a Adrián Atienza. Hablando con el juez conseguí que me diera una orden de detención formal. Podía acusársele de ocultación de pruebas, de obstrucción a la justicia. Nada por lo que fuera lícito retenerlo más de un par de días. Había que contar con que los padres pondrían inmediatamente en funcionamiento a un abogado.

Los García Bofarull eran presa del horror total. Les pedí objetos de uso donde hubieran podido quedar restos orgánicos de su hijo, ya que el muchacho en ningún momento había querido colaborar. Se trataba de averiguar si Adrián estaba castrado también. Para no emplear esos términos le dije al tembloroso matrimonio que su hijo había podido ser víctima de una terrible mutilación. Pero daba igual, con eufemismo o sin él, no tenían la más mínima intención de facilitarnos la tarea y, tal y como pensé, pusieron el asunto en manos de su abogado, que no quiso ni oír hablar de análisis de ADN.

Los interrogatorios que sostuve con ellos tampoco resultaron de ninguna utilidad. Dábamos vueltas sobre lo mismo sin que se llegara a la menor concreción.

—¿Notaba nervioso a su hijo?

—No especialmente.

—¿Le ha llamado alguien en las últimas veinticuatro horas?

—Supongo que sí.

—¿Alguna mujer? ¿Alguien con acento extranjero?

—No sabría determinar.

—¡Deberíamos haberles intervenido el teléfono! —rugió Garzón tras nuestro último encuentro con ellos.

—Es fácil decir lo que debía haberse hecho cuando ves por dónde tiran los acontecimientos. Además, no teníamos base legal. En cualquier caso, Ivanov es un hombre inteligente; si lo ha llamado lo habrá hecho con localización imposible.

—¿Cree que lo llamó para amenazarlo si habla?

—Es posible, aunque la muerte de Daniel ya es suficiente amenaza.

—¿Piensa que aún estará en Barcelona?

—Seguro que sí.

—¡Esto es lo más endemoniado que he tenido jamás entre manos!

—Endemoniado es una buena palabra.

—¿Cómo es posible que esos chicos se hayan dejado influenciar hasta el punto de...?

Garzón estaba impresionado. A pesar de su experiencia, aquel caso excedía las certidumbres de su curriculum profesional. Durante su vida de policía había tenido que enfrentarse a la crueldad, la venganza, la ambición, pero la entrega del alma de modo gratuito era algo nuevo para él. Llevaba razón, se hace duro admitir que dentro de nosotros puede morar nuestro más irracional enemigo. Intenté bromear para sacarlo de su dolorosa estupefacción.

—Antes de seguir adelante, ¿se le ocurre alguna canción sobre pollas, algún versículo satánico, un soneto coñón?

—¡Calle, Petra, no es momento de pitorreos!

—Lástima; echo en falta su vena lírica.

—Pues no estoy para versos.

—Fermín.

—¿Qué?

—¿No habíamos quedado en que Palafolls está vivo?

—Sí.

—Pues entonces no pierda el humor.

—Tiene razón.

—Además, de cara al siguiente paso lo va a necesitar.

—¿Cuál es?

—Vamos a hacer un interrogatorio en profundidad a Adrián, en presencia de su abogado. Saque recursos e ideas si es que los tiene, ejerza su capacidad teatral. Cada palabra que le arranquemos puede costamos un triunfo; piense que está amenazado por el mismo diablo.

Suspiró, tanteando cuánto de realidad había en mis palabras. Y había mucha; no era necesario ser brillante para imaginar con qué íbamos a encontrarnos.

Adrián Atienza negó, negó todo el tiempo, con resistencia numantina, con convencimiento, con fe. Negó pertenecer a ninguna secta, haber sido objeto de castración ritual, haber colaborado él mismo en la castración de terceras personas. Negó y negó: saber quién era Ivanov, conocer a Palafolls. No pudo negar ser compañero de curso de Daniel porque era evidente, pero aun sobre ese tema dijo no tener nada que comentar. Garzón estaba desesperado, yo ya me esperaba algo así. Fuera por su voto de silencio, por la amenaza del ruso o por consejo de su abogado, el caso es que no despegaría los labios. Lo intenté por última vez.

—¿No te importa que amigos tuyos hayan muerto, Adrián, que les hayan hecho sufrir? ¿De verdad te da igual que un policía quizá vaya a morir? Es joven, casi de tu edad, y también tiene padres, y novia, ¿no te importa?

En ese momento el chico se echó a llorar. Vi un estrecho pasadizo de esperanza, pero el abogado intervino.

—Inspectora, en un juicio no la dejarían seguir por ese camino. Hacer esa pregunta supone que...

—Lo sé, lo sé, está bien —le interrumpí. Por si me había hecho ilusiones Adrián se recompuso y declaró con firmeza:

—No tengo nada que decir.

El subinspector echaba chispas cuando salimos de allí.

—Si al menos ese maldito abogado...

—No se atormente, con abogado o sin él el chico hubiera callado igual.

—¿Por su voto de silencio? ¡Poco se fió Ivanov del voto de silencio de Daniel!

—Quizá era el más débil, o el que sabía más, o quizá si hubiera podido se los habría cargado a los dos para más seguridad. Olvídelo.

—¿Cuánto tiempo más cree que el juez nos permitirá retenerlo aquí?

Me encogí de hombros. Mi compañero se pasó las manos por la cara, restregándosela una y otra vez. Entonces, para que no cayera sobre nosotros la losa de la inutilidad, dije en tono falsamente brioso:

—¡Vayamos a ver cómo marchan las llamadas de Marqués!

Unas horas más tarde, adelantándose a la fecha que nos había prometido, el doctor Montalbán nos hizo llegar su informe escrito: el ADN de Daniel García Bofarull coincidía con el de uno de los penes no identificados que obraban en su poder. Materia muerta y materia muerta se reunían por fin.

11

Cuando le abrí la puerta de mi casa enseguida me asaltó una idea culpable: la había olvidado de nuevo. Es lo que suele suceder con las relaciones amorosas no institucionalizadas, nadie las toma en consideración. Y sin embargo, podía afirmarse con toda seguridad que el agente Palafolls, dondequiera que estuviere, pensaría más en ella que en padres, hermanos o cualquier otro vínculo convencional. Pero así eran las cosas, no la había llamado para informarle de la marcha de la investigación, y ahora era demasiado tarde para rectificar. La tenía ante mí, pálida, seria, vidriosa, espantada como si acabara de ver un trasgo.

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