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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (31 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—¿Cómo haríamos para averiguarlo, subinspector?

Garzón, que entraba en mi despacho con cara de dormido, me miró sin comprender.

—Averiguar, qué.

—Hablaba para mí misma. ¿Ha podido descansar en dos horas?

Hizo caso omiso de mi interés por su bienestar.

—Temo sus preguntas al viento; dígame, ¿averiguar qué?

—Si Adrián Atienza ha sido castrado.

—Veo que no le ha ido muy bien con él.

—Niega conocer a Palafolls; he ordenado que lo sigan.

—¿No sabe que se halló su teléfono en poder de nuestro agente?

—No. De repente me ha dado el pálpito de que era un desgraciado que nada sabía, un simple miembro de la secta, castrado y muerto de miedo.

—Es posible.

—¿Usted cree que un juez...?

—Quíteselo de la cabeza, ningún juez va a darle una orden para bajarle los pantalones a ese chico.

—Me refería a una prueba médica.

—Ni aun así; no hay suficientes evidencias en su contra. Y si lo intenta por la fuerza, los abogados la freirán.

—¿No cree que si le enviamos a una hermosa profesional, o a un par de encapuchados a los lavabos de la facultad...?

—Fuera de cachondeos, lo único que se me ocurre es investigar su sexualidad en el entorno.

—No hay tiempo para eso, Fermín, Palafolls está en paradero desconocido y cada hora que pasa se alejan las posibilidades de encontrarlo con vida.

—Lo sé —dijo el subinspector con voz fúnebre—. Coronas ha ordenado una búsqueda pública en los medios de comunicación —añadió con cierta esperanza.

—Cosa que no hará más que incordiarnos.

—Pues no veo muchos métodos más.

—Por cierto, son casi las nueve. Contacte con los agentes que envié a casa de los García Bofarull. Es posible que el chico ya haya regresado.

Cuando quedé sola en el despacho los ojos se me cerraban. Dos horas de sueño habían sido suficiente para proporcionarme una prórroga hasta el desfallecimiento total. Fui en busca de la máquina de café, pero en ese momento regresaba Garzón con noticias. Daniel García Bofarull no había vuelto del club de tenis. Sus padres habían llamado allí y la recepcionista les había informado de que el chico había salido hacía rato. Estaban alarmados y querían saber por qué la policía deseaba hablar con él.

—Vienen hacia comisaría acompañados de nuestros agentes —concluyó.

—Entonces póngase la gabardina y vámonos.

—Pero, inspectora, le digo que vienen hacia aquí.

—No se preocupe, el comisario los recibirá, les hará las preguntas pertinentes y luego los tranquilizará.

—Va a pasar un mal rato.

—Es un deber propio de su autoridad.

Me miró ponderando mi infinito cinismo que, en el fondo, representaba una liberación para él. Rematé la jugada:

—Y déjele una nota al comisario. Que cite a los padres de nuevo para mañana a las diez. Nosotros también los interrogaremos, pero de momento va a ser él quien reciba la primera oleada de inquietud familiar.

Cinismo a raudales, a espuertas, a capazos. El único modo de seguir funcionando entre castraciones rituales, secuestros profesionales y otras insólitas calamidades.

Llegamos a toda prisa al club de tenis La Red. La recepcionista cumplió con su obligación e informó de lo poco que sabía, refrenando la curiosidad.

—Ya se lo dije a su padre por teléfono. Cuando él me llamó ya hacía por lo menos dos horas que se había marchado.

—¿Notó algo especial, sucedió algo raro?

—Raro... no, pero diez minutos antes de salir alguien lo llamó por teléfono. No solemos pasar llamadas a los socios para no interrumpir sus partidos, pero dijeron que era algo muy importante y, además, Daniel García no jugaba en ese momento, sino que estaba haciendo pesas en el gimnasio. Dije al vigilante que fuera a buscarlo.

—¿Y qué ocurrió?

—Nada extraordinario. El chico llegó sudando, pasó a la cabina y habló un rato muy corto, luego se marchó hacia los vestuarios. Al cabo de cinco minutos salió ya vestido y se fue.

—¿Pudo oír algo de la conversación?

—No.

—¿Le vio preocupado después de colgar?

—No sé... Aunque la verdad es que cuando pasó por delante de mí hacia la puerta de salida me fijé en que no se había duchado y me extrañó.

—¿Le resultó familiar la voz del hombre que llamó?

—No era la voz de un hombre; era una mujer.

Observé a la muchacha. A medida que se desarrollaba nuestro interrogatorio había ido perdiendo la serenidad. Por fin no pudo contenerse y preguntó:

—¿Ha pasado algo malo?

—No lo sabemos aún. Llámenos a este número si telefonea alguien preguntando por él. ¿Tiene Daniel una taquilla en los vestuarios?

—Sí.

Nos acompañó y la registramos, pero no contenía nada especial: colonia, champú y un par de calcetines de repuesto.

Cuando volvimos a comisaría comprobamos que la suerte no estaba de nuestra parte. Los padres de Daniel seguían allí. Sin embargo, Coronas debía de haber recibido ya el primer impacto, dada la forma en que nos miró. Por desgracia, que ya hubieran representado la primera escena de su teatro no significaba que no continuaran un par de actos más. Los padres de clase acomodada siempre exageran los lazos proteccionistas hacia sus retoños y raramente se libran de la tentación de autoexculparse. Aquéllos no fueron ninguna excepción.

Aparentemente, todo estaba dentro de la normalidad. La madre lo corroboró.

—Inspectora, ya le hemos dicho al comisario que nuestro hijo es un chico perfectamente corriente. Tenemos buena comunicación, nos preocupamos por él, y él nunca ha dado un disgusto. En cuanto a los estudios...

La interrumpí con brutalidad:

—Señora, si ya se lo ha dicho al comisario Coronas, es inútil que me lo vuelva a contar. Contésteme a una pregunta: ¿tiene novia su hijo?

—No.

—¿Amistades femeninas?

—Pues verá, yo por prudencia, no he querido indagar si...

—En ese caso tendremos que hacerlo nosotros, porque a su hijo le llamó una mujer al club un momento antes de abandonarlo.

—Yo me encargaré —dijo Coronas, que debía de estar hasta las narices.

—Ahora es necesario que nos acompañen a su casa y nos muestren la habitación de su hijo —proseguí—. Debemos registrarla; quizá obtengamos alguna orientación sobre su paradero.

Mientras seguíamos en nuestro coche al Audi de los García Bofarull, Garzón me preguntó:

—¿Cree que Daniel está muerto?

—No lo sé. Nada es normal en todo esto. Nunca había sospechado que un caso prácticamente resuelto pudiera tener una prolongación tan angustiosa. Supongo que todo es posible mientras no atrapemos a Ivanov.

—El comisario le ha encargado a Marqués que reciba y filtre las llamadas de la gente que haya podido reconocer su foto y la de Miguel. Espero que le alivie la tensión. El pobre chico está que no vive desde que desapareció su compañero; ¡siempre patrullando juntos!

—Sí, aburrirse en compañía durante muchos años acaba por unir. Es como el matrimonio.

Me miró con censura, pero no replicó.

En la habitación de Daniel no encontramos nada que nos sirviera. El único objeto que llamó nuestra atención por ser inhabitual en el espacio de un joven era un ejemplar de la Biblia que yacía en el fondo de un cajón. La hojeé y vi que algunos párrafos habían sido subrayados.

—¿Es su hijo religioso? —pregunté a los García.

Quedaron sorprendidos. Todas las protestas paternas de conocer a sus vástagos como a la palma de sus propias manos solían desvanecerse tras la primera pregunta concreta.

—Pues, no sé, la familia es católica... —divagó el padre.

—¿Habían visto antes esta Biblia?

La señora García contestó:

—Yo nunca miro entre las cosas de mi hijo. Sé que hay algunas madres que lo hacen, pero a mí no me parece bien; normalmente le he dado mucha libertad.

Nunca habían visto aquel libro santo por allí, ni parecían tener la menor idea de que su hijo estuviera interesado en el mundo de la religión. Ahora se sentían inquietos por el descubrimiento y se comportaban como si en vez de una Biblia hubiéramos encontrado una colección de
Penthouse
. Me la llevé como prueba y salí con una despedida escueta. Garzón les dirigió buenas palabras para compensar mi brusquedad. En las escaleras de la elegante casa me recriminó suavemente mi actitud:

—No sé si es bueno tratarlos con tanta dureza; quizá hayan perdido a su hijo para siempre.

—¿Por qué se supone que la policía debe paliar la injusticia y el dolor? Nuestro deber es aclarar delitos.

—Pero al igual que el médico en su relación con el enfermo debe demostrar humanidad, nosotros...

—¡No me joda, Garzón! ¡Al carajo con la teoría del polizonte humano y solidario! ¿No ha visto acaso en qué mundo nos movemos? ¡Todos esos chicos metidos en una secta, capaces de hacerse castrar o castrar a un compañero, guardando un silencio encubridor...! Ya no me siento solidaria con nadie, la gente está demasiado loca, es demasiado irracional.

—Este asunto la está trastornando.

—Como todos los asuntos en los que las víctimas también son verdugos.

Me retuvo el brazo derecho impidiéndome andar.

—Petra, cuando todo esto haya acabado devolveremos cada cosa a su lugar.

—Es una bella ilusión.

El ambiente en comisaría era más denso que el átomo. Coronas nos recibió.

—Ninguna novedad —le previno Garzón antes de que preguntara.

—Por aquí tampoco ha habido suerte. Tengo gente por todos lados: preguntando en las clínicas, peinando la zona del club La Red... He alertado a todas las comisarías de la ciudad. El departamento completo está en danza.

—¿Cómo va Marqués con las llamadas?

—Está en el despacho veintitrés atendiéndolas. La gente no para de telefonear.

—Iremos a ver.

Marqués dejó la terminal en manos de un compañero y vino hacia nosotros con un bloc de notas.

—Mucha paja, inspectora.

—Me lo imagino, y mucha falsa alarma también.

—Ni que lo jure. Un hombre llamó diciendo que creía haber visto a Palafolls en la cola del cine Comedia. Enviamos una dotación. Esperaron a que salieran todos los espectadores de las minisalas y de Palafolls nada de nada. El portero aseguró que nadie había abandonado los cines durante la proyección.

—La típica fantasmada.

—Lo demás es peor aún: una chica dijo que la cara de Miguel era igual a la del cantante de un conjunto pop, y una señora aseguró que Palafolls le había llevado a su casa la compra del supermercado durante el último año, así que ya ve.

—Ya veo, sí.

—Pero el que cosecha más éxito es Ivanov. Como tiene esa pinta tan rara creo que excita la imaginación de la gente. Llaman diciendo barbaridades sobre él: que es un familiar suyo disfrazado, que trabaja en una carpintería del Clot. Lo han visto en todas partes a la vez: tomando el puente aéreo Barcelona-Madrid, paseando por las Ramblas, merendando churros en una cafetería...

—La masa reclama una pequeña parte de protagonismo; no pueden evitarlo.

Marqués replicó con tristeza:

—Mucho me temo que esto no vaya a conducirnos hasta Palafolls.

—No se descorazone y siga en ello.

Entró un guardia preguntando por mí.

—Inspectora, tiene una llamada de Moscú. Se la han pasado a su despacho.

Corrí hacia allí, descolgué el auricular y enseguida reconocí el inglés firme y anguloso de Alexander Rekov.

—¿Petra, cómo estás, todo va bien?

—No demasiado, ¿qué tal te va a ti?

—No te llamo para darte ninguna buena noticia. Te explicaré. Hemos estado vigilando a Esvrilenko y su gente tal y como te prometí. El otro día Silaiev me trajo al fin un dato interesante. Uno de los hombres había estado en una agencia de viajes del centro de la ciudad.

Averiguamos que había comprado dos pasajes de avión con destino a Barcelona con fecha del 7 a las tres de la tarde. Llegados día y hora fuimos al aeropuerto para ver quién embarcaba, pero ninguno de sus secuaces se presentó. En ese vuelo hubo dos asientos vacíos.

—¿Y...?

—Es obvio que, quizá desde la agencia, alguien les advirtió de que andábamos siguiéndoles los pasos, o quizá ya lo sabían y ha sido todo una maniobra para engañarnos; el caso es que es muy probable que ese viaje a Barcelona se realice o se haya realizado ya, pero no puedo decirte quién ha ido, ni cómo ni cuándo.

—¿Y qué puedo hacer?

—Mantener los ojos abiertos, poco más. No me extrañaría que Barcelona contara entre su población flotante con dos rusos más, y no precisamente turistas.

—¿Qué piensas que pueden venir a hacer aquí? ¿Quizá a rescatar a Ivanov?

—No lo sé, Petra, no lo sé.

—Estamos vigilando todos los vuelos a Moscú.

—Pueden salir del país de cualquier manera, en coche, en tren, coger luego un avión en Amsterdam o París. Será muy difícil cazarlos.

—Soy consciente de eso.

—Lamento no haber podido ayudarte más.

—La información que me has dado es muy estimable.

—Me hubiese gustado que fuese mejor.

Nos quedamos ambos en silencio una vez finalizada la conversación profesional. Quería decir algo, pero no sabía qué. Me angustié por un instante. Al fin, él habló.

—¿Te traerá tu investigación de nuevo a Moscú?

—Me temo que no.

—Te advierto que aún quedan muchas cosas por visitar.

—¿Monumentos funerarios?

—¡Muchos monumentos funerarios! Hay cantidad de grandes hombres rusos que han muerto ya.

—Es bueno honrar a los muertos.

—Es lo más excelso.

—En España también existen tumbas interesantes.

—¿La de Franco?

Me eché a reír.

—Sí, ¿por qué no? Está dentro de una iglesia, además. Eso puede constituir un atractivo extra.

Rió él, y sucedió un nuevo silencio. Lo rompió otra vez Rekov.

—Petra Delicado, tengo que colgar. Transmítele mis recuerdos y los de Silaiev a tu compañero Garzón. Dile que Moscú no es igual sin su presencia, y en cuanto a ti...

—¿Sí...?

—Recibe mis deseos de una pronta solución del caso y mi...

—¿Solidaridad profesional?

—Eso es. Adiós, mi querida inspectora Delicado.

—Adiós, camarada Rekov.

Colgué, sonriendo con placer. Y bien, la vida era así, imprevista y plagada de recuerdos que uno acababa archivando sin más. En aquellos momentos habría dado cualquier cosa por volver a encontrarme con Alexander Rekov. Pero no pensaba engañarme, probablemente no volveríamos a vernos nunca. Sin embargo, su imagen estaría siempre conmigo, y permanecería ligada a Moscú, a la momia de Lenin, al peligro indefinido de los retos, al caso de los penes cortados. Pasados los años, todo aquello quizá llegara a parecerme el mayor cúmulo de despropósitos que hubiera podido soñar. Suspiré como una imbécil y, con un arrebato de sentido del deber autoinducido, me forcé a trabajar.

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