Mensajeros de la oscuridad (19 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—¿Qué ocurre, quién es usted?

—No puedo hablar, inspectora, no puedo hablar.

La voz había sonado entre sollozos; era de hombre, probablemente de un hombre joven.

—¿Por qué no puede hablar? ¿Qué es lo que ocurre?

Los intentos de abortar el llanto semejaban relinchos.

—Le he enviado otro pene, inspectora; inténtelo esta vez, por favor, se lo ruego, intente descubrir...

Se interrumpió.

—Pero ¿quién habla? ¿Qué debo descubrir? ¡Conteste, por favor!

—No puedo, inspectora, no puedo; usted no lo comprende, pero no puedo hablar. No puedo, no puedo... Inténtelo usted sola, el paquete no tardará en llegar.

—Le ruego que tengamos un encuentro; no es preciso que hable ahora; óigame, yo...

Era inútil, había colgado. Estrujé las sábanas entre mis manos. Telefoneé inmediatamente a la central para saber de dónde venía la llamada. Dos minutos más tarde me pasaron la información.

—La han hecho desde un teléfono público, inspectora, y es de fuera de Barcelona, de una población que se llama Cambrils.

Avisé inmediatamente a Garzón y apenas una hora más tarde nos encontrábamos en comisaría. Le hice escuchar la grabación intervenida en mi teléfono, y tras oírla, sentenció:

—Tengo la impresión de que ese chico, Ramón, no se presentará hoy a declarar. ¿Comparte la idea, inspectora?

—Por completo. Llame a su casa.

En efecto, el chico no había regresado la noche anterior tal y como estaba previsto. Las llamadas a la casa de Cambrils no obtuvieron respuesta. Una hora más tarde sus padres se encontraban con nosotros en comisaría. Poco pudieron decir, parecía como si alguien estuviera intentando embromarlos. Se negaban con firmeza a alarmarse y perder el control, pero en todos sus gestos y palabras era visible un pánico reprimido. Ellos mismos habían hecho una ronda entre todos los amigos de Ramón preguntando por su paradero, pero nadie les dio razón. Nosotros lo intentamos de nuevo con idéntica falta de resultados. Todo cuanto podían informar sobre su hijo entraba dentro de lo normal: era un chico sensato, formal, sensible y poco hablador. Al conocer la muerte de Esteban se había hundido y había pedido quedarse unas horas solo, algo perfectamente comprensible. Ambos, tanto el padre como la madre, rechazaban cualquier posibilidad de que su hijo se hallara implicado en algún asunto turbio o que fuera adicto a las drogas. Estaban persuadidos de que debía de existir una explicación sencilla para su ausencia; sin embargo, yo siempre tuve la impresión de que se gestaba en sus mentes la idea de encontrarlo muerto.

Fracasamos en el intento de convencer al padre de que no nos acompañara hasta su casa de Cambrils; no demostramos gran convicción, estaba en su derecho de viajar con nosotros. Sin embargo, una vez allí después de un tenso y silencioso trayecto, hubo que sacarse de la manga una reglamentación que le impidiera entrar con nosotros en la vivienda. El plan era que quedara fuera en compañía de un par de guardias, pero enseguida se presentó la primera dificultad. Aunque el sistema de alarma había sido desactivado, cuando accionamos la llave que nos había dado advertimos que la puerta estaba atrancada por dentro con pestillo de seguridad. No era un buen presagio, y eso no pasó inadvertido para el padre de Ramón. Entre Garzón y los dos guardias franquearon la entrada a base de hachazos. Cuando la brutal labor estuvo concluida, impedí con mi cuerpo que aquel hombre cada vez más desesperado se colara en el interior.

—Espere aquí, señor Torres, se lo ruego; es un formalismo necesario. En un minuto le dejaremos entrar.

Con una mirada que captaron rápidamente, ordené a los guardias que estuvieran pendientes de él. Garzón y yo nos internamos en el recibidor.

Era una casa grande, de planta baja y un piso, con amplios ventanales cuyas persianas alguien se había encargado de abrir. El resto de la urbanización estaba casi vacío en aquellas fechas. Me acerqué al mirador, desde el cual vi la parada de autobús adonde presumiblemente Ramón había llegado. Todo estaba tranquilo al parecer. Inspeccionamos el salón, nada especial. Sobre la mesa había un plato con restos de comida. Garzón consideró prudente lanzar la primera llamada de alerta.

—¿Hay alguien, hay alguien en casa? —gritó.

Su voz retumbando en el aire y el silencio que siguió hicieron que me estremeciera.

Entramos en la cocina. Casi nada había sido desordenado, excepto una lata, quizá de sardinas, que se veía abierta sobre el mostrador de mármol, también un par de botellas de cerveza a medio consumir. Me fijé en que todas las ventanas estaban provistas de rejas.

—¿Vamos al piso de arriba, inspectora? Aquí todo parece normal.

Le vi apretar su pistola reglamentaria con la mano metida en la americana. Comenzamos a subir por las escaleras. Su voz volvió a sonar.

—¿Quién hay en casa? ¡Somos de la policía, contesten! —Luego se volvió hacia mí y, bajando el tono, dijo—: Tenga cuidado, inspectora.

Eché mano a la pistola yo también, aunque estaba convencida de que nada de lo que arriba nos esperaba haría necesario su uso.

Abrimos una puerta, la del dormitorio principal, cuidadosamente ordenado. Las dos puertas de al lado eran dormitorios más pequeños, ambos intactos. En el pasillo central y, antes de pasar al ala izquierda donde probablemente habría más alcobas, había una puerta que se nos resistió. Estaba atrancada por dentro. El subinspector y yo nos miramos. Él llamó con los nudillos, primero con golpecillos flojos, más tarde de manera contundente.

—¡Abran, por favor, es la policía, abran!

Silencio total. Garzón me lanzó una mirada inquisitiva y yo asentí; entonces, tomando un mínimo impulso, descargó una soberana patada con el talón sobre el picaporte y lo hizo saltar. Entramos.

Nunca olvidaré aquel olor. No era desagradable ni desconocido. No era penetrante ni persistente. Era el olor suave, especial, casi cotidiano de la sangre. Sangre. Sangre en salpicaduras sobre los espejos. Sangre a chorretones en los alicatados de la pared. Sangre en regueros por el suelo. Sangre, Dios santo, sangre que se concentraba en un líquido espeso y oscuro dentro de la bañera, donde yacía, blanco y quebrado, un muchacho sin vida. Oí cómo entre dientes también Garzón invocaba a Dios. Luego ambos nos quedamos extrañamente quietos, como presas de un estado beatífico de contemplación. El joven estaba hermoso allí, sereno, eterno. El rostro plácido, los cabellos morenos suavemente caídos hacia un lado. La muerte de Danton. De pronto unos gritos sonaron en el piso inferior. Era uno de los guardias.

—¡Inspectora, por favor, baje, no podemos sujetar a este hombre sin hacerle daño!

Me asomé a la balaustrada y vi que el padre de Ramón forcejeaba adentrándose en la casa.

—¡Déjeme subir!

Bajé dos escalones y elevé la voz:

—Señor Torres, hemos encontrado a un chico muerto, podría ser su hijo. Si no quiere verlo es mejor que no venga, le impresionará.

El hombre bajó la cabeza, se tambaleó, perdió toda combatividad, dejó caer ambos brazos a los lados. No podía permitirme ser menos brutal, era tan inhumano seguir manteniéndolo en la duda como hacerle saber la verdad.

—Quiero verlo —masculló.

—Entonces, venga.

Subió deprisa, como si apresurándose pudiera evitar lo irremediable. Cuando pasó junto a él, Garzón lo tomó del brazo, pero se desasió y entró solo en el lavabo. Corrimos tras sus pasos. Estaba parado en medio de la habitación, extasiado como nosotros lo habíamos estado. Luego dobló las rodillas a un tiempo y empezó a llorar convulsamente. Entre Garzón y yo impedimos que se echara al suelo.

—¿Es Ramón, señor Torres?

Asintió varias veces con la cabeza. Lo ayudamos a salir y lo llevamos hasta el coche. Los guardias dieron una ojeada al sangriento cuadro y nos siguieron, graves e impresionados.

Garzón pidió por teléfono la asistencia del juez de guardia de Tarragona para que llevara a cabo el levantamiento del cadáver. Le pedí que se encargara de hacer una inspección ocular junto con los guardias para cerciorarse de que no había ninguna puerta ni ventana forzada. Debían también registrar la casa y el jardín. Yo volví al lavabo y me quedé a solas con el muerto. Procurando no tocar nada, me acuclillé a su lado. Su palidez era extrema. Tenía unas hermosas pestañas, muy tupidas. La boca presentaba un rictus algo contraído. ¿Por qué se había suicidado? ¿Hubiera yo podido evitarlo cuando me llamó? Sin duda, no. ¿Y por qué me llamó?, ¿qué habría en aquel paquete que quizá estaba a punto de recibir? Cortarse las venas, un método poco usual para un chico joven. Miré hacia sus brazos, intentando divisar las muñecas. Uno de ellos se encontraba ligeramente salido del agua, de modo que a través de la transparencia sanguinolenta intenté fijarme en la muñeca. Pero era inútil, el dorso de ésta se hallaba hacia abajo. Quizá si le daba la vuelta... en definitiva dentro de líquido en poco podía afectar a la labor del forense que tocara el cuerpo ligeramente. Me arremangué. Una súbita aprensión me hizo retirar la mano, pero era absurdo; me armé de valor y metí la mano en el agua rojiza. Estaba helada. Tomé la mano del chico y la saqué al exterior, dándole la vuelta. Sorprendentemente, allí no tenía ninguna señal. Hice lo mismo con el brazo izquierdo. Tampoco. No se había suicidado cortándose las venas del modo habitual. Quedé en silencio. Miré mi propia mano que se había perlado de gotas rosadas. Volví a meterla en la bañera una vez más. Con el pecho contracto por la tensión y las mandíbulas bien apretadas, busqué entre las piernas de Ramón. El tacto de algo que no veía me hizo retirar los dedos como si hubiera recibido una descarga. Varios escalofríos muy seguidos me recorrieron la espalda. Pero era estúpido parar allí, quería saber. Reinicié la búsqueda táctil, con el corazón galopándome hasta casi ahogarme. Era terrible lo que notaba, algo así como los gruesos filamentos de una hidra marina, una pequeña caverna, un lánguido tocón. Palpé en otra dirección y bajo aquel informe amasijo que sólo hacía pensar en cefalópodos y algas, pude palpar el escroto prieto y velloso. Sí, Ramón Torres se había suicidado cortándose el pene. Me levanté de un salto y busqué una toalla con la que empecé a secarme compulsivamente, olvidando la prudencia debida hacia los objetos.

Bajé por la escalera a toda prisa y en los últimos peldaños tropecé con Garzón.

—¿Qué le ocurre? Está usted desencajada.

—Déjeme, subinspector, necesito estar un rato sola.

Encendí un cigarrillo junto a un hermoso macizo de geranios, intenté tranquilizarme. Un sol sin fuerza teñía el jardín. Miré hacia los coches. Advertí la cabeza del señor Torres hundida entre los hombros. Respiré hondo y fui hasta allí. Di indicaciones a los guardias de que volvieran a Barcelona y lo llevaran a su casa. Garzón se acercó de nuevo.

—¿Seguro que se encuentra en condiciones, Petra?

—No se preocupe, estoy bien.

—¿Ha sucedido algo ahí arriba?

—Ya lo verá.

Así fue. El forense que acompañó al juez dictaminó que Ramón Torres Santacana había muerto desangrado a resultas de lo que a todas luces parecía ser la automutilación de su pene. Cuando se procedió a vaciar la bañera fue hallado el miembro, limpiamente sesgado de un tajo, y también el bisturí de cirujano que había empleado para hacerlo. El doctor Montalbán se encargaría en Barcelona de llevar a cabo la autopsia. Aquel dictamen, junto a la ratificación de que ninguna entrada había sido violentada y la puerta del lavabo estaba cerrada por dentro, dejó claro para todos que aquella muerte terrible sólo había podido obedecer a un suicidio.

—Triste, muy triste... —dijo Garzón en el viaje de vuelta—. Se me hace difícil entender cómo alguien es capaz de poner fin a su propia vida, pero me resulta imposible hacerme a la idea de que un hombre lo haga del modo que hemos visto.

—Se ha castigado.

—Eso parece. Muy terribles debían de ser sus culpas.

—O eso creía él.

—Sin duda fue ese chico quien cortó los penes restantes y se los envió a usted.

—Sí, eso también creo yo, pero ¿dónde están los cadáveres, o al menos quiénes son los damnificados?

—Pues...

—¿Y a su amigo Esteban, también lo castró él? ¿Por qué motivo, dígame? ¿Qué motivo real puede haber en el mundo para que un chico castre a su mejor amigo?

—No me pregunte los motivos, pero es casi seguro que lo operó él también. Se le quedó muerto en la operación y eso le causó un trauma terrible.

—Sin conocer los motivos seguimos sin saber gran cosa. Encima, yo tengo la sensación de que algo de esto podría haberse evitado.

—¿Por qué?

—¿Qué sentido tenía esperar un día entero a que ese chico llegara de Cambrils? Deberíamos haber ido a buscarlo inmediatamente, recordar el matasellos de Tarragona.

—No sea ridícula, Petra, habíamos estado toda la tarde interrogando al resto de los amigos de Esteban. ¿Es la primera vez que se deja un interrogatorio para el día siguiente? Además, ni siquiera era un sospechoso. No irá a decirme que se siente culpable.

—Me siento torpe, que no es lo mismo. Pero no nos ocurrirá de nuevo, esto hay que continuarlo en caliente. Cuando lleguemos a Barcelona vamos a ver si ha llegado el misterioso paquete prometido.

—¿Aún tiene esperanzas sobre eso?

—Es en lo único que puedo tenerlas, la última pista gratuita que se nos va a proporcionar.

—Ninguna de las pistas anteriores nos llevó a ningún sitio.

—No hemos sabido articularlas.

—Es usted cabezota.

—Mire, Garzón, ese muchacho confió en mí, no enteramente, pero confió en mí. De algún modo estuvieron amenazándolo para que no hablara hasta que lo forzaron al suicidio, y aun así él encontró la manera de hacerme llegar datos. Pues bien, toda confianza debe ser mínimamente correspondida.

—Como quiera; de todos modos, no creo que el dichoso paquete haya llegado aún. Habrá que esperar hasta después de Navidad.

—Eso ni lo sueñe.

—¿Qué coño se propone hacer?

—Ir a la Central de Correos y buscar en las sacas; por el poco tiempo transcurrido desde la llamada el paquete aún debe de estar ahí.

—Inspectora, no creo haber oído bien. ¿Recuerda que esta noche es Nochebuena?

—No lo he olvidado.

—Y qué pretende, ¿que nos pasemos la noche escarbando entre cartas?

—En ningún momento he dicho que deba venir usted. Puede irse a su casa a comer polvorones con toda tranquilidad.

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