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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (16 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Se encogió de hombros, volvió a llenar copiosamente el tenedor.

—Puede que lleve razón.

—Además, existen grados de implicación en el tráfago del mundo y la carne. Mire a todos estos que están a nuestro alrededor. Si se para a escucharlos un rato verá que sólo hablan de dinero. Al menos nosotros vamos tras cosas más originales.

—¿Como por ejemplo?

—Tras esclarecer la verdad.

—Y tras un fantasma con casco.

—Y tras un montón de pollas cortadas.

—¡Eso sí es original!

Sus carcajadas de bajo operístico resonaron en todo el restaurante. Las nubes de la tristeza estaban disipadas una vez más, y así continuaron hasta el final de la comida y el café. Cuando salimos a la calle la típica euforia del buen yantar se había instalado entre nosotros, y continuamos viaje haciendo gala de magnífico humor.

A las cuatro de la tarde llegamos a la cantera de piedra blanca, situada en el mismo borde de la carretera, y preguntamos por el encargado, que enseguida nos recibió. Poco teníamos que preguntarle, tan sólo debía facilitarnos una lista de sus clientes desde un año atrás. La verdad es que estaba encantado con que la policía de Barcelona pidiera su cooperación y no tuvimos que luchar contra su reticencia, sino contra su curiosidad. Al final, Garzón lo solucionó por las buenas diciéndole que el asunto que tratábamos era absolutamente secreto, y el pobre hombre se conformó. Entró en el programa de ordenador correspondiente a ventas y empezó a editarlo desde la fecha que le habíamos dado. Mientras tanto, nos informó de que, si andábamos tras la pista de algún pequeño cliente, sería casi imposible dar con él. La cantera sólo servía grandes pedidos; la gente que necesitaba poca cantidad de piedra acudía a un par de tiendas de material de construcción a la que ellos surtían.

—¿Y ellos no guardan relación de los clientes?

—Guardan el albarán, pero en esas contabilidades no figura el nombre ni la dirección.

—Comprendo.

—Al menos pueden estar seguros de que el cliente no está más lejos de cien kilómetros a la redonda.

—¿Por qué?

—Porque llevar la piedra más allá no sale rentable, el coste del transporte valdría más que el propio material, y ya sabe, nuestra piedra es bonita, pero tampoco como para que alguien se empeñe en tenerla a cualquier precio. ¿Quieren verla? Vengan, se la enseñaré. Es curiosa.

Nos llevó por entre montones de grandes lajas que emitían un polvillo fino alrededor. Se agachó y cogió un trozo roto. En efecto, multitud de pequeñas esquirlas de caracoles fósiles con contornos claramente identificables formaban parte de la piedra. Era, sin duda, del mismo tipo que la que obraba en nuestro poder. Le pedí, sin embargo, que me diera un fragmento, el cual, junto a las listas de compradores, constituyó nuestro botín, y nos marchamos dejándolo feliz e intrigado.

De vuelta en la carretera, Garzón no estaba en absoluto conforme.

—¿Lo ve, inspectora? Cualquiera pudo comprar una pequeña cantidad de esa piedra en una tienda de construcción. Ha sido inútil venir hasta aquí.

—Si se tratara de pequeñas cantidades mi comunicante no nos lo habría indicado como prueba significativa.

—¿Y qué coño vamos a hacer con esas listas de clientes, ir a preguntarles uno por uno? Me ha parecido que hay un buen montón.

—Investigaremos sólo los de la provincia de Tarragona, no olvide el matasellos del paquete. Y mire si figura como comprador la Comunidad del Arco Iris.

Rezongando papeleó mientras yo permanecía atenta a la carretera.

—No, no figura. Tampoco por el nombre de la psicóloga. Son unas listas de cojones, inspectora; se ve que ese peñasco tiene mucho éxito. Ya me dirá qué vamos a hacer. Hasta hay guiris que deben de hacerse un chalet. Mire: Jean Pierre Dolman, James Wood... ¡Hasta un ruso! Serguei Ivanov... ¡Ya me dirá por dónde coño vamos a empezar! Y además, ¿qué vamos a preguntarles? ¿Han castrado ustedes a unos cuantos chicos y les han hecho un panteón con piedra de fósiles? ¡Esta línea de investigación es absurda, inspectora! No podemos seguir fiándonos de su comunicante, como usted dice.

—No me ponga nerviosa, Garzón, limítese a obedecer.

Maldijo algo en voz baja, supuse que a mí; pero entre los ronroneos de sus juramentos, acabó por dormirse y me dejó en paz. En relativa paz, porque en cuanto me quedé sola con mis pensamientos me di cuenta de que quizá llevaba razón: todo aquello estaba tomando el cariz de una inmensa locura de la que nadie sabía por el momento cómo íbamos a salir.

Una vez en mi despacho pregunté por los desaparecidos o los cadáveres, y ya que la respuesta fue tan negativa como siempre, me puse a trabajar con las listas de la cantera. Eran un montón de nombres y direcciones que nada significaban en principio. Las repasé, sin embargo, con paciencia franciscana en espera de que se encendiera alguna luz imprevista. Entonces me avisaron de que tenía una llamada. Era Pepe. Me extrañó profundamente, porque ni siquiera cuando estábamos casados me llamaba nunca a comisaría. Reconocí enseguida su voz, que me pareció menos juvenil de lo que la recordaba.

—Petra, ha pasado algo extraño que a lo mejor resulta que es muy normal.

—No te entiendo.

—Sí, verás, vino un mensajero al Efemérides y trajo una carta para ti.

—¿Cómo?

—Pues eso, un mensajero con un sobre a tu nombre. Lo recibió Hamed y le dijo que en realidad tú no vivías aquí, pero el chico contestó que eran las órdenes que tenía y lo dejó. Nos extrañó un poco, pero tampoco demasiado; pensamos que tú habías dado estas señas por alguna razón.

—¿Cómo era ese mensajero?

—Yo no lo vi.

—¿A qué empresa pertenecía?

—Espera, voy a decirle a Hamed que se ponga, él te explicará.

—No, no es necesario; será mejor que vaya yo.

Volé hasta el despacho de Garzón y cogimos el coche como si nos dirigiéramos a apagar un fuego. Durante el trayecto el subinspector se resistía a aceptar mis sospechas.

—Puede ser cualquier gilipollez.

—Ni hablar. ¿Quiere apostar algo a que se trata de nuestro querido muchacho del casco? Verá como ni siquiera se lo quitó para hablar con Hamed. Verá como en esa carta nos ofrece una nueva pista del caso. No la ha dejado en mi casa porque ha visto que está vigilada.

—¿Y por qué no la envía por correo?

—No lo sé, Fermín, deje de marearme.

Por desgracia no habíamos determinado los términos de la apuesta, porque el testimonio de Hamed corroboró que la habría ganado yo. El mensajero era un chico joven, alto y delgado que no se desembarazó del casco de motorista en ningún momento. Observaba la carta en mi mano sin atreverme a abrirla mientras los ojos de Pepe, Hamed y el subinspector se hallaban fijos en mí.

—Quisiera abrirla en privado —dije, y mi ex marido y su socio volvieron a sus labores en el bar con cierto aire ofendido. Rasgué el sobre con manos titubeantes. En el interior había una cuartilla doblada por la mitad. La desplegué y leí un escueto comunicado consistente en la palabra «no» repetida por tres veces: «¡NO, NO, NO!» La letra imitaba a la imprenta y el trazo era firme; el bolígrafo casi había horadado el papel. Llamé de nuevo a Hamed.

—¿No te hizo firmar ningún recibo?

—Pues, no.

—¿Y no te extrañó?

—Ni lo pensé. Nada me extraña demasiado después de estar regentando este bar.

—¿A qué hora llegó?

Estuvo pensando un momento.

—Sobre las cuatro. Lavaba los platos de la comida cuando entró. Pepe había bajado a la bodega.

—¿Te dijo algo especial, estaba nervioso, notaste algo raro?

—Para nada. Me pareció un mensajero normal, y habló muy poco.

Regresé a mi aparte con Garzón.

—¿Se da cuenta? Nosotros llegamos a la sede de Arco Iris a la una y media aproximadamente y permanecimos poco más de una hora allí. Estoy convencida de que el chico nos siguió hasta Alcover y nos vio entrar allí, pero luego no esperó a que saliéramos, por lo que no pudo enterarse de que seguíamos viaje para visitar la cantera. Él volvió a Barcelona y se aprestó a traer esta nota. Por eso no la manda por correo, por la inmediatez; quiere que sepamos que la negativa, ese «no», atañe a la gestión que acabamos de hacer. De modo que está diciéndonos que el caso no tiene que ver con la secta Arco Iris, pero no puede estar refiriéndose a la cantera. Mera cuestión de tiempo.

Garzón describió un nervioso círculo con la cabeza, extendió las manos y las movió hacia abajo haciendo signos de apaciguamiento.

—Por favor, inspectora, por favor, fréneme ese razonamiento porque veo que nos despeñamos. ¿Puede explicarme por qué vamos a seguir a ese fantasma suyo en todos los pasos que nos dicte?

—¿Ve usted otro camino por el que tirar?

—Pero, Petra, usted es una mujer racionalista, incluso materialista, ¿cree que esto tiene algún sentido? ¿Qué razón hay para que un tipo que busca por todos los medios ponernos en la senda adecuada se limite a mandarnos monosílabos y trocitos de cosas dentro de un pene? ¿Cree que este tema no tiene la suficiente gravedad como para que este tío se deje de juegos?

—¡Y yo qué
coño
voy a saber! ¡Eso debería preguntárselo a él! Habrá algún motivo que justifique su modo de obrar, o no habrá ninguno, ¿se ha olvidado ya de su teoría del loco solitario?

—Loco, vale; pero loco, inteligente y juguetón ya es demasiado. Eso lo vi en una película por televisión. El asesino iba dejando pistas a la poli para ponerlos en jaque. Escogía versículos de la Biblia relacionados con los crímenes, una ridiculez; no había quien se lo creyera.

—Me está poniendo nerviosa, subinspector. Que usted haya visto una ficción inverosímil no significa que a veces la realidad no tenga componentes fuera de lo normal. ¿Cree que éste es un caso habitual? ¿Es muy corriente que recibamos penes cortados que no pertenecen a nadie? ¿O es que eso también me lo invento yo?

—No digo que se lo invente usted, pero yo llevo a las espaldas treinta y cinco años de servicio, ¡treinta y cinco, inspectora!, y nunca he visto delincuentes que arriesguen el pellejo por jugar.

—Con eso quiere decir que yo soy una principiante sin experiencia que se traga lo que le echen, ¿verdad?

—No he dicho tal cosa.

—Pero lo piensa, ¿o no?

—Con los debidos respetos, inspectora, si usted no fuera mi superiora directa y en estos momentos no estuviéramos tratando un tema del servicio, ¿sabe qué haría yo?

—¿Qué?

—Me largaría por esa puerta y no volvería hasta que se tomara las cosas que digo un poco mejor.

—Perfecto, le complaceré, ya puede marcharse, y haga el favor de llevar esa estúpida nota que no significa nada a que hagan un estudio grafológico y la comparen con toda la escritura anterior de ese individuo que no existe y que no pretende decirnos un carajo, ¿entendido?

—¿Es una orden?

—¡Vaya, gracias a la pericia de treinta y cinco años de servicio lo adivinó!

Garzón se levantó, sulfurado como una brasa, y de unos cuantos pasos firmes se plantó en la puerta del bar. Ni siquiera se despidió de Pepe y Hamed, que lo miraron desde la barra con cara de sorpresa. Yo me quedé en la mesa del rincón, cabreada y molesta como si todas las muelas hubieran empezado a dolerme a la vez. Se acercó Pepe, remiso.

—¿Qué ha pasado?

—Un leve desencuentro.

—Ya. Pues Garzón ha salido con todos los demonios en el cuerpo.

—Es un intransigente y un cabezón.

—¿Y tú?

—Yo soy una estúpida, Pepe, tú me conoces. A la mínima que nos enfadamos ya estoy recordándole que quien manda soy yo, y luego me arrepiento.

Se alejó sin decir palabra y volvió al instante con una botella de oporto y dos copas. Se sentó a mi lado y empezó a servir. Aunque no era muy tarde, había anochecido ya. A aquella hora el bar aún estaba vacío y la iluminación rozaba la penumbra. Bebimos en silencio.

—¿Todavía te cuesta tanto reponerte de un enfado?

Lo miré con alarma. Una amplia sonrisa me indicó que no había antiguas rencillas en su frase. Me relajé.

—Enfados, desencuentros, piques, reconciliaciones, batallas soterradas... Esta historia de las relaciones humanas no tiene remedio.

—Siempre tan optimista.

—Y tú, ¿eres optimista tú?

—He llegado a la conclusión de que la felicidad consiste en no preguntarte durante la vida cotidiana si eres feliz.

Su rostro, como su cuerpo, había perdido el aire aniñado y adquirido la consistencia de la madurez. También su voz sonaba distinta, y al parecer sus palabras. Lo recordé cuando era mío, cuando cada mañana descubría con sorpresa y miedo su juventud al despertar. Me pregunté cómo habían podido llegar a impacientarme los alegres detalles propios de su edad: el descuido, las ganas de bromear, una inconsciencia llena de proyectos... Quizá todo hubiera sido cuestión de esperar un poco, de estar cerca de la paulatina metamorfosis que impone el tiempo. Se me representó su imagen cuando se vestía después de la ducha, el torso fibroso, el modo infantil en que remetía su camiseta ajustada por dentro del pantalón... Creo que, en aquel mismo instante, me hubiera tumbado bajo la mesa con él. En sustitución lo besé en la boca, seca y caliente, acogedora y firme. Pepe correspondió al impulso hambriento y nos succionamos el alma, hinchada y táctil en nuestro interior. Entre el vapor borracho del beso oí una puerta que se cerraba y me volví. Hamed desaparecía en la cocina, urgido por la necesidad de no ser testigo de algo imprevisto. Me aparté del cuerpo de Pepe, intenté reinstalarme en la realidad, borrar el deseo que me desbordaba, que mareaba, que dolía.

—Pepe, tengo que irme.

—No tienes que irte.

—Pero me voy.

Me levanté con un esfuerzo sobrehumano, notando cómo toda mi carne estiraba hacia abajo, ralentizaba los movimientos, se resistía a topar con el frío que producía la ausencia del otro cuerpo. Salí del Efemérides sin respiración, sólo intentando encontrar los gestos mínimos de la normalidad: las llaves del coche en el bolso, acordarme de cómo un motor se pone en funcionamiento. Cada acto que me alejaba de allí era costoso, doloroso, absurdamente contra natura. El dolor físico que provoca la interrupción del deseo violento es palpable, real, atroz, y va mezclado con un gran sufrimiento psíquico también. Pero lo más terrible es que no hay antídoto ni paliativo; sólo es posible ir desgranando mentalmente una serie de razonamientos prudentes y crueles. Lo intenté: enzarzarse en una nueva relación física con Pepe era una barbaridad, justo lo que me faltaba, una complicación innecesaria, podía dar lugar a un montón de malentendidos, estaba en contra de uno de mis principios básicos: nunca mirar hacia atrás... Como colofón a la terapia de choque me di una ducha al llegar a casa e intenté dormir un rato sobre el sofá. Dormir, dormir, dormir, hacer el amor con él habría sido un error fatal, una estupidez, dormir... Pero en mi centro exacto seguía habiendo un pozo profundo y vivo que hubiera podido absorber el océano.

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