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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos (26 page)

BOOK: Mataorcos
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Cincuenta pasos más adelante, llegaron a la periferia de la nube de polvo y continuaron a paso más lento. El trueno constante comenzó a disminuir hasta convertirse en impactos y detonaciones aislados. Los enanos se detuvieron.

Gotrek y Hamnir reían agudamente como escolares traviesos; se atragantaban y volvían a reír en igual medida mientras las lágrimas abrían surcos rosados en sus mejillas polvorientas. Parecía que a ellos y a los demás enanos los hubieran metido dentro de un barril de harina. Félix estaba igual. Estornudaban, carraspeaban y escupían, doblados por la mitad a causa de la agitación de la carrera.

—Hemos estado casi a punto —dijo Hamnir con una risilla infantil.

—Sí, un poquitín —convino Gotrek.

—¡Podríais habernos advertido! —dijo Narin.

—No ha sido tácticamente sensato, precisamente —añadió Galin, malhumorado—. Es muy bonito decir «sin retirada», pero…

Gotrek alzó hacia él una mirada feroz.

—Desde el principio, no había retirada. Esto, simplemente, lo ha dejado claro. La única salida es avanzar.

Hamnir también se puso serio.

—No hay ninguna otra vía de entrada a la fortaleza. La alcanzaremos por aquí o moriremos en el intento. Es lo mismo que jurasteis cuando os presentasteis voluntarios para esta misión. Si estáis reconsiderándolo, bueno —rió perversamente—, lo estáis haciendo demasiado tarde. —Les dirigió a todos una mirada llameante—. Bien, ¿estáis preparados para continuar?

Los enanos asintieron con la cabeza. Se sacudieron el polvo, se acomodaron las armas y las mochilas, y el grupo reanudó la marcha. Félix volvió a ponerse la capa roja. Hacía frío en el interminable túnel.

Mientras caminaban, Hamnir miró atrás, aunque la sección derrumbada era invisible en medio del polvo y la oscuridad. Sonrió ceñudamente.

—Birrisson estará contento… si aún vive. Hace siglos que no tiene un proyecto de reconstrucción realmente grande.

Capítulo 15

El grupo llegó a la entrada subterránea de las minas de Karak-Hirn, donde los enanos le aseguraron a Félix que era el segundo día que pasaban en el camino profundo. Félix había perdido completamente la noción del tiempo. Le parecía que hacía un mes que no veía el sol, y comenzaba a preguntarse si el mundo de arriba sería tan sólo un sueño que había tenido una vez. Había enanos que pasaban la mayor parte de la vida sin ver el sol. Le daban escalofríos con sólo pensarlo.

Los compañeros amortiguaron los faroles y avanzaron cautelosamente hacia la entrada. No pensaban volver a subestimar a los orcos. Sobre los raíles, cerca de la entrada, había un titánico tren de vagonetas construidas a escala del Undgrin, y avanzaron sigilosamente a lo largo de él para mantenerse a cubierto. Al final del tren, se agacharon y miraron por debajo de la última vagoneta. De acuerdo con el resto del Undgrin, la abertura que conducía a Karak-Hirn era inmensa: una arcada de la altura de un edificio de tres pisos, tan ancha que las ocho vías paralelas que salían por ella y se curvaban a derecha e izquierda para unirse a las vías del Undgrin pasaban con espacio de sobra. Gigantescas estatuas de enanos hacían guardia a ambos lados, con las gruesas manos de piedra posadas sobre hachas de batalla de siete metros de altura.

Una pequeña bola de luz se balanceaba lentamente entre los centinelas de piedra; una patrulla de seis orcos marchaban arriba y abajo ante la puerta, con antorchas.

Hamnir miraba más allá de ellos. Al otro lado de la puerta, una ancha rampa ascendía hacia el interior de la mina, y las ocho vías subían por ella. La parte superior de la rampa estaba iluminada por el oscilante resplandor anaranjado del fuego, y a los oídos de los enanos llegaba, débilmente, ruido de rugidos y precipitación.

—Parece que ocupan la fundición inferior —dijo el príncipe—. Estos seis nos permitirán pasar con bastante facilidad, pero si la fundición está bien iluminada…

—No hay necesidad de eso, príncipe —intervino Arn.

—Es verdad —dijo Ragar—. Hay una escalera justo al otro lado de la puerta, a la izquierda, que va directamente hasta la sala de guardia del octavo nivel.

—Es para que los muchachos de la puerta no tengan que dar todo el rodeo hasta el pozo principal cuando acaban el turno.

—Excelente —dijo Hamnir—. Entonces, iremos por allí. La vieja mina agotada está sólo cinco niveles por encima.

Los enanos esperaron hasta que la patrulla de orcos se aproximó al margen derecho de la enorme puerta, y luego salieron de puntillas de detrás del tren y corrieron silenciosamente a ocultarse en la sombra de la estatua de la izquierda. Aguardaron mientras la patrulla marchaba lentamente de vuelta hacia ellos, giraba y volvía a alejarse. Félix y los demás repararon en el extraño comportamiento de los orcos: la inexpresividad y el silencio, puntuados por breves estallidos de gritos que cesaban casi en el momento de comenzar. A Félix le recordaban perros de pelea a los que picaran las pulgas.

Cuando los orcos llegaron al otro lado de la puerta, Hamnir les dio a los demás la señal de avance. Se escabulleron rodeando la estatua y a través de la arcada. Los hermanos Rassmusson señalaron una pequeña abertura negra que había en la pared de la izquierda. Los enanos entraron, uno tras otro, y comenzaron a ascender por la escalera que había dentro; luego, cuando todos estuvieron en el interior, esperaron por si oían dar la alarma. Todo permaneció en silencio.

—Bien hecho —susurró Hamnir—. Allá vamos, hacia el extremo este del tercer nivel.

Los enanos, sigilosos y atentos a cualquier sonido, ascendieron por la escalera, donde reinaba una oscuridad absoluta. Félix no oía nada salvo la respiración del grupo y sus pasos, pero unos pocos escalones más arriba, comenzó a reparar en una débil luz roja que viajaba con ellos.

—Gotrek —dijo—. Tu hacha.

El Matador alzó el arma para mirarla. Las runas de la hoja relumbraban suavemente. Frunció el entrecejo.

—Nunca antes había brillado con los pieles verdes —gruñó—. Con los trolls, los demonios, la brujería, sí; no con los pieles verdes.

Hamnir frunció el ceño.

—¿Podrían ser los Poderes Oscuros los que estuvieran detrás de todo esto? Ahora, son fuertes en el norte.

Gotrek se encogió de hombros.

—Cualquier cosa que sea la mataremos cuando lleguemos hasta ella.

Pero el resplandor de las runas se amorteció a medida que ascendían, y cuando por fin llegaron al octavo nivel, ya se había apagado.

* * *

Una luz anaranjada brillaba a través de los barrotes de la puerta de lo alto. Gotrek subió a gatas para investigar, mientras los otros esperaban en las sombras, con las armas preparadas. Se pegó a la pared, se asomó a la abertura y luego probó la puerta. Estaba cerrada con llave. Maldijo para sí, y aferró los barrotes, de los que tiró con fuerza inexorable.

—¡Gotrek, déjalo! —susurró Hamnir al mismo tiempo que alzaba la vista y sacaba una llave de plata del bolsillo del cinturón—. Te recuerdo que soy un príncipe de la fortaleza. Tengo una llave maestra.

Gotrek gruñó y retrocedió para permitir que Hamnir abriera la puerta, mientras Félix y los enanos ascendían tras él. La sala de guardia continuaba siendo una sala de guardia. Por todas partes, había armas de orcos y trozos de armaduras toscas, y sobre la mesa vieron los restos rancios de una comida de orcos. La luz de los faroles de los enanos danzó sobre las paredes.

—Bestias asquerosas —dijo Thorgig—, profanando nuestro hogar.

—Tranquilo, muchacho —lo calmó Hamnir.

Gotrek atravesó la sala y se asomó al corredor.

—Todo despejado.

Hamnir condujo el grupo al pasillo, y recorrieron sigilosamente los corredores y salas de la vasta mina. Los ruidos de ocupación de los orcos resonaban por todas partes: pesados pies que marchaban, el rugido de los hornos, el golpeteo de martillos y picos. Los enanos se sintieron horrorizados ante esos sonidos, y al llegar a una galería que dominaba una profunda excavación rodeada de andamios, sobre los que centenares de orcos y goblins picaban las paredes en triste silencio, se los quedaron mirando fijamente, desgarrados entre el asombro y la furia.

—Esto es una locura —declaró Narin—. Los orcos no explotan minas. No funden.

—Es cierto —convino Galin—; las inquietas bestias no han dedicado ni un solo día al trabajo honrado en toda su historia. El hierro que tienen se lo roban a los enanos.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Yo temía que fuéramos a encontrar enanos engrilletados bajo el látigo de capataces orcos, pero esto es…

—Grotesco, eso es lo que es —dijo Barbadecuero, asombrado.

—Está fuera de lugar —añadió Thorgig—. Todo lo que está sucediendo es antinatural.

—Y pensar que he vivido para ver orcos paseándose por nuestra mina como por su propia casa… —dijo Karl.

—Sí —asintió Ragar—. Un día negro.

—Los haremos pedazos, hermanos —les prometió Arn—. No os preocupéis. Cuando hayamos abierto la puerta principal, lo pondremos todo en su sitio.

Continuaron adelante, evitaron a las lentas patrullas de orcos que iban hacia ellos y se mantuvieron fuera de la vista de los grupos de trabajo de los orcos, que cavaban y arrancaban mineral y roca en todos los niveles. Los enanos estaban sumidos en un sombrío silencio a causa del extraño comportamiento de los orcos y su mera presencia en las ancestrales minas.

También a Félix se le había contagiado el humor sombrío. Desde que habían entrado en la mina, se había apoderado de él una sensación de pavor y desesperación que parecía aumentar a cada paso. Se sentía como si el corazón le bombeara agua helada en las venas. No podía determinar el origen de esa ansiedad. La infiltración por parte del grupo había ido bien hasta el momento. La misión no era entonces más peligrosa que al principio, y sin embargo, apenas podía evitar los sollozos. Tenía la sensación de que estaban condenados al fracaso; de que había caído sobre ellos una predestinación antigua que no habría modo de evitar. No tenían la más leve esperanza de éxito. Debería renunciar y simplemente correr hacia la primera patrulla de orcos que viera, y acabar con todo.

Se obligó a controlarse. ¿Qué estaba pensando? Nunca antes había sentido propensión a desear la muerte. Esa era la carga de Gotrek, no la suya. ¿Qué le sucedía? ¿Acaso se le estaba contagiando la inquietud de los enanos por el extraño comportamiento de los orcos? ¿Era porque había relumbrado el hacha de Gotrek? Se obligó a apartar de sí la sensación y a calmarse. Lo último que le faltaba era que los enanos se rieran de él por asustarse de las sombras. Ya había abundancia de peligros tangibles por los que preocuparse.

* * *

En el cuarto nivel, tuvieron que escalar por un respiradero para ascender más arriba de una zona atestada de cuadrillas de trabajo de orcos. A través de las rejillas de ventilación que había a lo largo del respiradero, les llegaba un resplandor rojizo desde las salas del otro lado, que teñía los rostros de los enanos de un rojo macabro. Los enanos espiaban a través de las rejillas y maldecían. Uno miró al interior de un grandioso taller de forja dentro del cual rugían un centenar de fuelles y cien yunques resonaban bajo los martillos de los herreros orcos.

—¡Están usando nuestros martillos! ¡Nuestros yunques sagrados! —dijo Thorgig, cuya voz aumentaba de volumen—. Tenemos que matarlos. No puede permitirse que ellos…

—Tranquilo —dijo Hamnir, pero también él estaba temblando y apenas era capaz de apartar los ojos del espectáculo del otro lado de la rejilla.

Galin sacudió la cabeza al mirar al interior.

—Hachas, lanzas, armaduras, y de una calidad pasable, además. Nunca había visto orcos trabajando de ese modo.

—¿Y qué diseños son ésos? —preguntó Narin—. Nunca he visto nada semejante. Parecen partes de una araña.

Cuando Gotrek miró al interior de la forja, la luz roja destelló en su único ojo.

—¿Para qué los hacen? Ésa es la pregunta. Da la impresión de que están preparándose para hacerle la guerra el mundo entero.

Los enanos lo miraron con ojos desorbitados.

—¡Por la barba de Grimnir! —dijo Thorgig—, ¿qué pretenden hacer? ¿Acaso Karak-Hirn es la primera de las muchas fortalezas que tienen intención de tomar?

—No —replicó Hamnir, ceñudo—, es la última.

—Es la tumba de todos ellos —añadió Gotrek.

Félix se estremeció cuando repentinamente la sensación de pavor se hizo más fuerte. Se libró de ella con dificultad.

* * *

Los enanos continuaron subiendo por el respiradero para salir a una sala oscura del tercer nivel. Hamnir los condujo hacia el este a través de un laberinto de salas de clasificación y fundición, forjas y almacenes de material. Cuanto más se alejaban del respiradero principal, menos patrullas de orcos encontraban, hasta que, al cabo de poco rato, parecieron quedarse a solas. Estaban en una sección antigua de la mina, excavada cuando la fortaleza era joven; había sido convertida hacía mucho en salas de almacenaje y talleres, pero entonces los orcos las habían saqueado para abandonarlas después.

Al fin, Hamnir se detuvo ante una gran puerta de piedra que había en un corredor polvoriento y en desuso.

—La puerta que da a la mina agotada —dijo.

Ante ella, en el polvo del suelo, había huellas de orcos.

Gotrek acercó la antorcha al ojo de la cerradura y lo examinó.

—La han abierto recientemente —dijo—, con una llave.

Hamnir gimió. Sacó una llave del llavero y la insertó en la cerradura. Los enanos prepararon las armas. La llave giró con facilidad, y Hamnir abrió la puerta. Los enanos se asomaron al interior. Las pisadas de orcos se alejaban hacia la oscuridad de un viejo túnel, más pequeño y más toscamente excavado que los del resto de la mina.

—¿Es que lo han encontrado todo? —preguntó Hamnir, colérico.

Los enanos entraron, y Hamnir le echó la llave a la puerta detrás de ellos. Avanzaron con sigilo por la vieja mina, mirando con ferocidad hacia las sombras, mientras seguían el rastro dejado por los orcos. Sin embargo, no pasó mucho rato antes de que las huellas acabaran y volvieran sobre sí mismas, y los enanos no encontraron ninguna otra más adelante.

Hamnir suspiró de alivio.

—Parece que decidieron que no había nada que llevarse. Bien. Ahora, por aquí.

Con una infalible certeza de enano que le permitía determinar su posición bajo tierra, los condujo con rapidez a través de un laberinto de corredores entrecruzados, hasta detenerse ante una sección de pared indistinguible de cualquier otra de la mina agotada.

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