Mamá rió porque papá seguía intentando hacerse el gracioso, pero su manera de reír dejó bien a las claras que tenía que dejar de interrumpirla; luego pasó a explicarme cómo habían protegido la casa. Por ejemplo, todos los enchufes están cubiertos por si intento meter los dedos y me electrocuto con el pelo de punta en todas las direcciones y los ojos desorbitados como un gato de dibujos animados o como uno de esos tipos a los que manda a la silla eléctrica el presidente Bush por estar en el Corredor de la Muerte. Han colocado esquineras redondeadas de plástico blando en todas las mesas y encimeras con ángulos rectos de la casa para que no me golpee la cabeza y me haga una herida profunda de la que salga sangre a borbotones, y luego tengan que llevarme a toda prisa al hospital y ponerme puntos mientras mis padres se quedan junto a mi cama, mesándose los cabellos, atormentados por la angustia y el remordimiento. Asimismo, los quemadores de la cocina tienen un mecanismo de bloqueo especial para que no pueda encenderlos por accidente y quemarme al meter la mano en la llama o prender fuego a las cortinas, lo que haría arder la casa entera y me convertiría en un montoncito de carne carbonizada, como un soldado iraquí entre las ruinas humeantes de nuestra casa, sobre la que papá acaba de obtener una segunda hipoteca. Incluso el retrete está probado para niños, de manera que la tapa no se me caiga encima del pene mientras hago pipí, lo que, supongo, dolería un montón. Cuando quiero hacer caca tengo que llamar a mamá para que desenganche un gancho y baje la tapa con sumo cuidado.
Mamá está al tanto de todo esto gracias a un curso que siguió sobre relaciones paternofiliales. No trataba sólo sobre protección para niños, también incluía otros aspectos, como que hay que respetar a los niños y escucharlos y no tratarlos como si fueran idiotas estúpidos, tal como solían tratar los padres a sus hijos en otros tiempos. Tengo que reconocer que mamá nunca me ha hecho sentir como un idiota. Es como lo de María y Jesús. María nunca se oponía a ninguno de los deseos de Jesús porque sabía que a su hijo lo esperaba un destino especial, así que guardaba todas esas cosas en su corazón y las sopesaba. La principal diferencia es que no tengo intención de acabar clavado a una vieja cruz cualquiera.
Mamá siempre viene a rezar conmigo a la hora de acostarme. Inventamos una oración especial cada noche, le pedimos a Dios que nos ayude a llevar la paz a Irak y hacer que todos los iraquíes crean en Jesús, o nos centramos especialmente en la salud y la felicidad de los miembros de nuestra familia, o damos gracias a Dios por proporcionarnos un barrio tan agradable para vivir. Rezar es una especie de conversación privada entre tú y Dios, sólo que en realidad no oyes las respuestas sino que debes confiar en ellas.
—Para mí eres lo más importante del mundo —me dijo una vez mamá cuando me daba un beso de buenas noches después de rezar.
—¿Más importante que papá? —le pregunté.
—Ah, no hay comparación —contestó entre risas, y no sé con seguridad lo que significaba su risa, pero me dio la sensación de que era un «sí».
Creo que en esencia ve a papá como el sostén de la familia y una ayuda en casa, y discuten las cosas importantes, como si podrán permitirse una cocina nueva el año que viene, pero al mismo tiempo mamá tiene plena conciencia de los defectos de papá. Por ejemplo, es de esos que a veces pierden los estribos de una manera impredecible. Una vez fuimos los tres al Parque Nacional Sequoia; era un bonito día de octubre, estábamos todos de buen humor y algo así como paseando tranquilamente por la carretera cogidos de la mano. La naturaleza era tan hermosa que papá empezó a sentir nostalgia de cuando vivía en el Este, así que empezó a contarme cómo una vez su padre y él se fueron juntos a Vermont y durmieron en un campo, pero como mi madre nos quiere tanto siempre trata de asegurarse de que no nos pille un coche o una camioneta, así que en cuanto oye que se acerca uno a un kilómetro siempre nos dice que tengamos cuidado de quedarnos a la orilla de la carretera, y eso interrumpía una y otra vez el hilo de los pensamientos de papá hasta que al final lo dejó y masculló:
—Bah, olvídalo.
—Ay, cariño, lo siento mucho —dijo mamá—, sigue con la historia, por favor. Sencillamente tenemos que asegurarnos de que Solly sepa lo importante que es apartarse de la carretera cuando oye venir un coche, eso es todo.
Pero papá se negó a contarnos lo que había ocurrido aquel día en Vermont.
U otra vez que estábamos en casa, ya habían cenado y yo no tenía ganas de probar bocado, así que no me senté a la mesa, y luego subimos a ver una película familiar no violenta en la tele y a mitad de la peli empecé a tener un poco de hambre, así que le pedí a mamá que me trajera algo de comer. Bajó y me trajo una bandeja con leche y galletas, cosa que le agradecí de veras porque se estaba perdiendo la mejor parte de la película, le di las gracias pero de pronto, sin que viniera a cuento, papá gritó:
—Tess, ya va siendo hora de que dejes de desvivirte por tu hijo. ¡Eres su madre, no su esclava! ¡Ser su madre significa que tú estás al mando, tú tienes la autoridad, no él, por el amor de Dios!
Y a mamá le sorprendió tanto que se expresara así, sobre todo pronunciando el nombre de Dios en vano, que las manos le temblaron cuando me dejó la bandeja delante.
—Ya hablaremos de eso luego, Randall —dijo.
En el curso de relaciones paternofiliales probablemente le dijeron que no era buena idea que los niños estuvieran presentes en las peleas conyugales de los padres. Mamá ha seguido toda clase de cursos sobre meditación y pensamiento positivo, relajación y autoestima, y ha llegado a ser una experta en el asunto, así que luego, en la cama, los oí hablar de lo ocurrido y hacer el intento de precisar con exactitud cuándo había empezado a aumentar la tensión en el transcurso de la velada.
—¿Quizá te ha recordado alguna escena de tu propia infancia? —sugirió ella con suma delicadeza. Papá lanzó un gruñido—. ¿O tal vez, en cierto modo, estás celoso porque tu madre nunca se ocupó de ti como me ocupo yo de Solly?
Unos cuantos gruñidos más y murmullos y suspiros reacios por parte de papá.
Supongo que se las arreglaron para resolver sus diferencias conyugales, aunque debo decir que nunca los he oído follar a pesar de que mi habitación está al lado de la suya, separada únicamente por una puerta de madera contrachapada. Igual la gente casada folla en silencio, a diferencia de lo que se ve en las páginas web de
XXX
Brutal
, en las que jadean y braman.
Una cosa en la que mis padres están de acuerdo por completo es en que nunca se me debe abofetear, azotar o someter a ninguna clase de castigo corporal. Eso es porque han leído cantidad de libros en los que se demuestra que los niños maltratados se convierten en padres maltratadores, los niños que han sufrido abusos en pedófilos, y los niños violados en chulos y prostitutas. Así que lo importante es que siempre hay que hablar, hablar, hablar, preguntarle al niño por qué se ha portado mal y darle la oportunidad de explicarse antes de indicarle, siempre con la mayor delicadeza, cómo puede portarse mejor la próxima vez. No hay que pegarle nunca.
A mí me parece un principio excelente, y aquello en lo que más difiero con respecto a Jesús es en lo de poner la otra mejilla y dejar que otros te hagan daño. Yo, en el lugar de Jesús, cuando los soldados romanos vinieron a detenerlo, no les habría permitido atarme las manos a la espalda sin plantarles cara, por no hablar de lo de ponerme una corona de espinas, escupirme a la cara o flagelarme. Ahí es donde cometió Jesús el gran error, a mi modo de ver, que dio con sus huesos en la cruz.
Mamá me lo ha dejado bien claro:
—Nadie tiene derecho a levantarte ni un solo dedo, Solly —me dice, lanzándome una intensa mirada a los ojos—. Nadie sobre la faz de la tierra. ¿Me oyes?
Y yo asiento con solemnidad y pienso: «Vaya, por suerte somos protestantes», porque a los pastores protestantes (como a los rabinos judíos) se les permite casarse y follarse a sus mujeres, de manera que no abusen de niños ni se los follen como hacen los sacerdotes católicos, según han estado diciendo en las noticias estos días.
Sea como sea, hasta el momento sólo una persona en el mundo se ha atrevido a transgredir esta regla sobre el castigo corporal, concretamente el padre de mi propia madre, el abuelo Williams, y dudo que vaya a hacer ningún otro intento en el futuro próximo. El verano pasado fuimos de vacaciones a su casa en Seattle, lo que (ir de visita a casa de otros) ya supone un gran problema debido a las comidas: nadie cocina como a mí me gusta y la abuela Williams se niega a cambiar su manera de hacer la comida, así que mamá tiene que ir de compra a diario sólo para mí.
Una tarde, mamá y papá se fueron al cine y mi abuelo me llevó al parque del barrio. Él no tiene un juego de béisbol con soporte como nosotros, y cuando mamá se lo describió, dijo:
—¡Anda ya, es hora de que este granujilla juegue como es debido!
Así que lo que trajo fue bate, guante y pelota de
softball
de los de verdad, y aunque a los cinco yo ya era muy fuerte y tenía buena coordinación para mi edad, el bate pesaba una tonelada en comparación con el de plástico. Me había colocado en el plato, el abuelo estaba en el montículo del lanzador, me tiraba una pelota increíblemente rápida y fuerte tras otra y yo fallaba una y otra vez.
—¡
Strike
uno,
strike
dos,
strike
tres, eliminado! —me dijo, cosa que me enfureció, así que le tiré el bate.
No le di ni de lejos, pero aun así se le salieron los ojos de las órbitas cuando lo vio y se puso a gritarme.
—¿Qué demonios te has creído? —me dijo, cosa que me pareció profundamente ofensiva, con una palabra como «demonios», que no debe utilizarse en presencia de niños.
Fue a recoger el bate, me lo trajo y dijo con expresión seria:
—Escucha, Sol. Ya sé que estás acostumbrado a los bates de plástico, pero los de madera pueden ser sumamente peligrosos. Así que no vuelvas a hacer eso nunca, ¿me oyes? ¿De acuerdo? ¿Seguimos?
—Vale —le dije, pero me disgustaba cómo estaba yendo la tarde, con mi propio abuelo humillándome, por lo visto sin darse cuenta de que yo era el Número Uno y que su obligación era decir: «¡Hurra, Sol! ¡Bien hecho!», tal como hace mamá, en vez de hablarme con semejante condescendencia.
Empezamos de nuevo, pero el abuelo seguía lanzándome esas malintencionadas pelotas con efecto y, como estaba tan enfadado, yo bateaba con menos tino aún que antes.
—¡
Strike
uno,
strike
dos,
strike
tres, eliminado! —me dijo, y esta vez, cuando pronunció la palabra «eliminado», me sulfuré y volví a tirar el bate con todas mis fuerzas, sin importarme adónde iba, y fue a darle en el pie.
Aquello no pudo hacerle mucho daño, pero desde luego le hizo perder los estribos. Se acercó a largas zancadas, me cogió por la muñeca y me levantó hasta que prácticamente quedé suspendido en el aire y entonces —«toma, toma, toma»— me pegó en el culo tres veces con la palma de la mano.
Me quedé estupefacto. El escozor en el trasero se propagó directamente a la corriente sanguínea, algo así como una cerilla encendida en contacto con gasolina. Prendió y entré en erupción como un volcán, desbordándome en un candente grito tras otro de ira e indignación porque nadie tiene derecho a levantarle ni un solo dedo a Solomon. Saltaba a la vista que el abuelo estaba horrorizado ante el lío en que se había metido con su «toma toma toma» y yo no tenía intención de parar porque quería darle una lección de una vez para siempre. Berreé durante todo el camino a casa en el coche, y cuando aparcó en el sendero de entrada y me llevó de vuelta a la casa grité con tanta fuerza que los vecinos debieron de preguntarse a quién estaban asesinando. Las preguntas angustiadas de la abuela, sus palabras tranquilizadoras y sus gestos de consuelo no consiguieron acallarme, y aún estaba gritando cuando mamá y papá volvieron del cine una hora después.
Mamá se abalanzó hacia mí presa del pánico y me cogió en brazos y entonces guardé silencio de inmediato.
—¡Solly, Solly! ¿Qué ha pasado?
Cuando le dije que su padre me había azotado en las nalgas, noté su cuerpo entero tensarse y supe a ciencia cierta que el abuelo iba a arrepentirse de lo que había hecho.
—¿Has puesto la otra mejilla? —preguntó papá.
—Randall —le advirtió mamá con aspereza—. No tiene gracia.
Hicimos el equipaje y nos fuimos de su casa sin esperar siquiera a la cena. Mientras papá iba al volante de regreso a California, mamá intentó explicarme un poco el asunto para que no odiara a su padre durante el resto de mi vida.
—Tiene ideas anticuadas sobre la educación —me dijo—. Así lo criaron y así crió él a sus propios hijos, de manera que tienes que perdonarlo. Además, ¡no olvides que éramos seis! Si no hubiera tenido cuidado con la disciplina, esa casa se habría convertido en un pandemonio.
Aun así, estoy casi seguro de que mamá no volvió a dirigirle la palabra a su padre hasta que él le envió una disculpa por escrito, junto con la promesa solemne de que no volvería a pegarme.
Soy poderoso.
Todo eso ocurrió el verano pasado, cuando tenía cinco años y medio. Era la parte de la familia de mamá. Ahora he cumplido seis años y es domingo de Ramos (que es cuando Jesús regresó a Jerusalén en burro, un gesto no demasiado acertado por su parte) y nos las estamos viendo con la parte de la familia de mi padre. G.G. llegó ayer en avión de Nueva York. Mi padre se lleva mucho mejor con G.G. que con la abuela Sadie, que es su propia madre, de hecho casi adora a G.G., pero mamá tiene muchas reservas sobre ella: por un lado porque fuma y por otro porque no va a la iglesia.
Cuando salgo a la galería ya está allí, sentada en la mecedora blanca de mimbre con un libro en una mano y un purito en la otra, el pelo blanco en mechones de punta reluciente al sol.
No me hace gracia que ya esté levantada.
Quiero ser siempre el primero en levantarme, el que da la bienvenida al día y lo crea.
—Buenos días, querido Sol —dice, al tiempo que mira el reloj de pulsera y pone el punto de libro entre las páginas—. ¡Dios santo, apenas son las siete, sí que eres un pájaro madrugador! Yo tengo excusa, es el desfase horario.
No me digno responder. Se cruza en mi camino, me atasca los procesos de razonamiento; ojalá pudiera coger un mando a distancia y apagarla.