Mal de altura (22 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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Lopsang, un joven muy perspicaz, reverenciaba a Fischer; comprendía hasta qué punto era importante para su amigo y jefe llevar a Pittman hasta la cumbre. En efecto, Fischer le dijo a Jane Bromet en una de las últimas conversaciones que mantuvo con ella desde el campamento base: «Si consigo que Sandy llegue arriba, me juego algo a que saldrá en la tele. ¿Tú crees que me hará un poquito de publicidad?»

Como explicó Goldman, «Lopsang era absolutamente fiel a Scott. Para mí es inconcebible que remolcara a nadie a menos que estuviera convencido de que Scott lo quería así».

Al margen de los motivos de Lopsang, la decisión de remolcar a un cliente no se consideró en ese momento un error grave. Pero resultó ser una de otras muchas pequeñas cosas que se acumularon imperceptiblemente hasta formar una masa crítica.

ARISTA SURESTE
- 10 de mayo de 1996 -
8.400 metros

Baste decir que [el Everest] tiene las crestas más escarpadas y los más pavorosos precipicios que haya visto jamás, y que todo eso de que es una fácil pista de nieve es puro mito […] Querida, esto es tan emocionante… No puedo explicar cómo me tiene poseído, si vieras qué panorama…, ¡Es todo tan bello!

George Leigh Mallory, en una carta a su esposa 28 de junio de 1921

Más arriba del collado Sur, ya en la Zona de la Muerte, la supervivencia es en gran medida una carrera contrarreloj. Al partir del campamento IV el día 10 de mayo, cada cliente llevaba dos botellas de oxígeno de tres kilos y tenía que recoger una tercera en la cima Sur, de un escondite que los sherpas se encargaban de abastecer. A un ritmo tranquilo de dos litros por minuto, cada botella debía durarnos entre cinco y seis horas. El oxígeno se nos acabaría hacia las cuatro o cinco de la tarde. Según la aclimatación y el estado fisiológico de cada uno, aún podríamos hacer algo a esa altitud, pero poca cosa y por poco tiempo. Quedaríamos expuestos inmediatamente al edema pulmonar, al edema cerebral, a la hipotermia y a las congelaciones. El riesgo de morir se dispararía.

Hall, que había coronado cuatro veces el Everest, comprendía mejor que nadie la necesidad de subir y bajar lo más rápido posible. Sabedor de que la destreza de algunos de sus clientes estaba claramente en entredicho, Hall pretendía servirse de cuerdas fijas para salvaguardar a nuestro grupo y al de Fischer en el tramo más difícil. Por tanto, le preocupaba el que ninguna expedición hubiera llegado hasta arriba aquel año, pues significaba que habría muy pocas cuerdas instaladas.

Göran Kropp, el escalador solitario sueco, había llegado el 3 de mayo a unos cien metros por debajo de la cima, pero no había fijado ninguna cuerda. Los montenegrinos, que habían subido aún más, habían instalado algunas, pero cometieron el error de emplear todas sus reservas en los primeros cuatrocientos metros por encima del collado, derrochándolas en pendientes bastante suaves donde la cuerda no era necesaria. Así, en la mañana del día 10, las únicas cuerdas tendidas a lo largo de la escarpada cresta de la arista Sureste eran unos restos viejos y deshilachados, de anteriores expediciones, que asomaban esporádicamente entre el hielo.

Previendo esa posibilidad, Hall y Fischer habían convocado una reunión de guías de ambos equipos en el campo base, y habían acordado que dos sherpas de cada expedición —incluidos los
sirdar
de escalada Ang Dorje y Lopsang— partirían del campamento IV noventa minutos antes que el grupo. Eso les daría tiempo para instalar cuerdas fijas en los tramos más peligrosos antes de que llegaran los clientes. «Rob dejó claro que esto era muy importante —recuerda Beidleman—. Quería evitar a toda costa un atasco, pues nos haría perder mucho tiempo».

Por motivos que se desconocen, ningún sherpa partió del collado Sur la noche del 9 de mayo. Quizás el furioso vendaval, que no cesó hasta las 19:30, les impidiera ponerse en marcha a la hora prevista. Después de la expedición, Lopsang aseguró que en el último momento Fischer y Hall habían descartado el plan de instalar cuerdas antes de que llegaran los clientes, porque tenían informaciones —falsas— de que los montenegrinos habían hecho el trabajo hasta la cima Sur.

Pero aunque la afirmación de Lopsang sea correcta, ni Beidleman ni Groom ni Boukreev —los tres guías supervivientes— se enteraron del cambio de planes. Y si la idea de fijar las cuerdas hubiera sido abandonada a propósito, no habría sido necesario que Lopsang y Ang Dorje partieran del campamento IV antes que los demás cargados con noventa metros de cuerda cada uno.

En cualquier caso, por encima de los 8.350 metros de altitud nadie había fijado cuerdas antes de nuestra llegada. Cuando a las 5:30 Ang Dorje y yo alcanzamos el Balcón, llevábamos más de una hora de ventaja al grueso del grupo. En ese momento habríamos podido adelantarnos para instalar las cuerdas, pero Rob me había prohibido explícitamente que subiera más, y Lopsang todavía estaba muy abajo, tirando de Pittman, así que nadie podía acompañar a Ang Dorje.

De natural callado y melancólico, Ang Dorje me pareció especialmente abatido cuando nos sentamos a ver cómo salía el sol. Mis intentos de entablar conversación con él terminaron en nada. Me figuré que su mal humor quizá se debiera a una muela que lo atormentaba desde hacía dos semanas. O a que estaba meditando sobre la visión que había tenido cuatro días atrás: en su última velada en el campamento base, él y otros sherpas habían celebrado el inminente ataque a la cima bebiendo una gran cantidad de
chhang
, una bebida dulce y espesa a base de arroz y mijo. A la mañana siguiente, con una resaca de cuidado, Ang Dorje estaba muy nervioso; antes de llegar a la Cascada de Hielo le había confiado a un amigo que había visto fantasmas por la noche. Persona de intensa vida espiritual, el sherpa no era de los que se tomaban a la ligera esa clase de portentos.

Sin embargo, es posible que sólo estuviera enfadado con Lopsang, a quien consideraba un fanfarrón. Un año antes, Hall los había contratado a ambos para su expedición al Everest, y los dos sherpas no se habían llevado muy bien.

El día del ataque a la cumbre, Hall y su equipo habían llegado tarde a la cima Sur —serían las 13:30— y encontraron que el último tramo de la cresta estaba cubierto de un espeso e inestable manto de nieve. Hall envió por delante a un guía neozelandés llamado Guy Cotter y a Lopsang, que no a Ang Dorje, para ver si era factible seguir subiendo; pero Ang Dorje era el sirdar, y se lo tomó como un insulto. Poco después, cuando Lopsang había ganado la base del escalón Hillary, Hall decidió abortar la intentona e hizo señas a Lopsang y Cotter de que volvieran. Lopsang hizo caso omiso, se desenganchó de Cotter y continuó en solitario hasta la cima. Hall se había enfadado mucho por la insubordinación de Lopsang, sentimiento que Ang Dorje compartió con su patrono.

A pesar de que ese año iban en grupos diferentes, a Ang Dorje se le había pedido que trabajara otra vez con Lopsang en el ataque a la cima, y una vez más éste parecía comportarse de un modo extraño. Ang Dorje llevaba seis largas semanas trabajando más de lo que le exigían sus funciones. Ahora, al parecer, estaba cansado de hacer lo que no le tocaba. Con cara de pocos amigos, permaneció sentado junto a mí a la espera de que llegara Lopsang, y las cuerdas quedaron por fijar.

Como consecuencia de ello, me metí en el primer tropiezo una hora y media después de dejar atrás el Balcón, a 8.500 metros, cuando miembros de los dos equipos toparon con una serie de imponentes escalones de roca que no podían salvarse sin ayuda de cuerdas. Apiñados y nerviosos, los clientes estuvieron casi una hora al pie del escollo mientras Beidleman —asumiendo las obligaciones del ausente Lopsang— se encargaba de tender la cuerda.

En este punto, la impaciencia y la inexperiencia técnica de Yasuko Namba estuvo a punto de provocar un desastre. Yasuko, una experta mujer de negocios en la nómina de Federal Express, no cuadraba con el estereotipo de la mujer japonesa de mediana edad, mansa y deferente. En su casa, según me había contado entre risas, era su marido quien se encargaba de cocinar y limpiar. Su afán de conquistar el Everest se había convertido en una
cause célebre
en todo Japón. Al inicio de la expedición, Yasuko se había mostrado como una escaladora lenta e insegura, pero ahora, con la cima a la vista, se la veía más decidida que nunca. «Desde que llegamos al collado Sur —dice John Taske, que había compartido tienda con ella en el campamento IV—, Yasuko no pensaba en otra cosa que en hacer cima; era casi como si estuviera en trance». Desde el inicio de la última etapa, Namba se había esforzado por estar en los primeros puestos de la marcha.

Mientras Beidleman escalaba la roca treinta metros más arriba de los clientes, la ansiosa Yasuko afianzó el jumar a la cuerda que colgaba antes de que el guía hubiera anclado su extremo de la misma. Cuando ya se disponía a apoyar todo el peso de su cuerpo en la cuerda (lo que habría hecho caer a Beidleman), Mike Groom intervino y la reprendió por su impaciencia.

El embotellamiento al pie de las cuerdas crecía a medida que iban llegando expedicionarios, con lo que se formó una hilera cada vez más larga. A media mañana, tres clientes de Hall —Stuart Hutchison, John Taske y Lou Kasischke, que subían entre los últimos con éste— empezaron a inquietarse por la lentitud de la ascensión. Enfrente de ellos estaba el equipo taiwanés, avanzando a paso de tortuga. «Subían de una manera muy peculiar, muy juntitos —recuerda Hutchison—, como rebanadas de un pan de molde, uno detrás del otro, con lo que era casi imposible adelantarlos. No acababan de dejar libre la cuerda».

En el campo base, Hall había contemplado dos posibles horas para dar marcha atrás: la una o las dos de la tarde. Sin embargo, no llegó a decirnos por cuál debíamos guiarnos, lo que no dejaba de ser curioso si se tenía en cuenta su insistencia previa sobre la importancia de marcar un plazo límite y atenerse a él pasara lo que pasase. Todos pensamos que Hall no tornaría ninguna decisión definitiva hasta el último día, tras valorar el tiempo y otros factores, y que entonces asumiría la responsabilidad de hacer volver a todo el mundo a la hora fijada.

A media mañana del 10 de mayo, Hall
aún
no había anunciado cuál sería la hora de recular. Hutchison, que era conservador por naturaleza, actuaba en el supuesto de que sería la una de la tarde. A eso de las once, Hall les dijo a él y a Taske que aún faltaban tres horas para la cima y luego hizo un intento de adelantar a los taiwaneses. «Cada vez parecía menos probable que tuviéramos oportunidad de llegar a la cumbre antes de la hora prevista», dice Hutchison. Se produjo una breve discusión. Kasischke se resistía a aceptar la derrota, pero Taske y Hutchison lo persuadieron. A las 11:30, los tres dieron media vuelta y empezaron a bajar, acompañados a instancias de Hall por los sherpas Kami y Chhiri.

Elegir el descenso tuvo que ser muy duro para esos tres clientes, así como para Frank Fischbeck, que se había vuelto varías horas antes. El alpinismo suele atraer a hombres y mujeres que difícilmente desisten de sus objetivos. En esta fase tan avanzada de la expedición, con las desgracias y los peligros que habíamos arrastrado, cualquier persona sensata habría arrojado la toalla. Para llegar tan lejos había que ser de una terquedad fuera de lo común.

Por desgracia, la clase de individuo que puede hacer caso omiso de estas cosas y seguir con la vista fija en la cima suele estar programado también para descuidar las señales de peligro inminente. Este es el meollo de un dilema al que todo escalador en el Everest acaba enfrentándose: para tener éxito has de ser extraordinariamente decidirlo, pero si lo eres en exceso, tienes un pie en la tumba. Es más, por encima de los 8.000 metros, la línea que separa el entusiasmo de la temeridad es fatalmente delgada. De ahí que las laderas del Everest estén pobladas de cadáveres.

Taske, Hutchison, Kasischke y Fischbeck habían pagado cada uno 70.000 dólares y sufrido durante semanas para tener la oportunidad de alcanzar la cumbre. Todos ellos eran ambiciosos, gente poco acostumbrada a perder y aún menos a rendirse, pero, enfrentados a una decisión tan dolorosa, fueron de los pocos que ese día eligieron bien.

La cuerda fija terminaba encima del escalón de roca donde John, Stuart y Lou habían dado media vuelta. A partir de ahí la ruta se empinaba considerablemente siguiendo un gracioso picacho de nieve compacta que culminaba en la cima Sur; yo llegué a las 11:00 y me encontré con un nuevo atasco, todavía peor que el primero. Algo más arriba estaba el tajo vertical del escalón Hillary, y un poco más allá la cima propiamente dicha. Entumecido por la fatiga y una especie de temor reverencial, tomé unas cuantas fotos y me senté con los guías Andy Harris, Neal Beidleman y Anatoli Boukreev a esperar a que los sherpas fijaran cuerdas en la espectacular cornisa del último tramo.

Advertí que, al igual que Lopsang, Boukreev no utilizaba oxígeno. Aunque el ruso había coronado dos veces el Everest de aquella forma, y Lopsang tres, me extrañó que Fischer les hubiera dado permiso para guiar a los clientes hasta el pico sin emplear oxígeno, pues no podía redundar en beneficio de éstos. Me extrañó también que Boukreev no llevara mochila alguna (normalmente, un guía lleva en ella cuerda, artículos de primeros auxilios, equipo de rescate, ropa extra y otros elementos necesarios para asistir a los clientes si se presenta alguna emergencia). Boukreev era el primer guía que yo veía, en aquella o en cualquier montaña, que contravenía la norma.

En realidad, había partido del campo IV con la mochila y una botella de oxígeno; me dijo después que aunque no tenía intención de utilizar ésta, quería tenerla a mano por si necesitaba recuperar fuerzas cerca de la cima. Sin embargo, al llegar al Balcón, Boukreev desechó el macuto y le entregó a Beidleman la botella, la mascarilla y el regulador para que se los llevara. Como no estaba respirando oxígeno adicional, debió de optar por reducir al máximo su carga a fin de estar en las mejores condiciones para enfrentarse a aquel aire tan enrarecido.

Un viento de 20 nudos azotaba la arista, empujando nieve en polvo hacia la cara del Kangshung, pero arriba el cielo era de un azul que dañaba la vista. Expuesto al sol dentro de mi plumífero, contemplando el techo del mundo en el estupor de la hipoxia, a 8.750 metros de altitud, perdí toda noción del tiempo. Ninguno de nosotros prestaba mucha atención al hecho de que Ang Dorje y Ngawang Norbu, otro sherpa del equipo de Hall, estuviesen cerca de allí compartiendo un termo de té sin que parecieran tener prisa por seguir subiendo. A eso de las 11:40, Beidleman preguntó: «Oye, Ang Dorje, ¿vas a poner las cuerdas o qué?» La respuesta del sherpa fue un rápido e inequívoco «no»; quizá porque ninguno de los sherpas de Fischer estaba allí para echar una mano.

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