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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (32 page)

BOOK: Mal de altura
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Breashears, que tenía experiencia con helicópteros a raíz de su larga y distinguida carrera cinematográfica, encontró al momento un sitio adecuado entre dos profundas grietas, a 6.000 metros de altitud. Até un kata de seda a una vara de bambú para que sirviera de indicador de viento, mientras Breashears —con el contenido de una botella de concentrado de grosella— dibujaba una equis gigante en la nieve para señalar el centro de la zona de aterrizaje. Pocos minutos después apareció Makalu Gau, que había sido arrastrado glaciar abajo por media docena de sherpas sobre un trozo de plástico. Al cabo de un rato oímos el sonido característico del rotor de un helicóptero removiendo el aire enrarecido.

Pilotado por el teniente coronel del ejército nepalés Madan Khatri Chhetri, el B2 Squirrel de color aceituna —con sólo el combustible y el equipo absolutamente necesarios— hizo dos pasadas sin llegar a aterrizar en el último momento. A la tercera intentona, sin embargo, Madan consiguió posar el helicóptero en el glaciar con la cola suspendida sobre una grieta abismal. Dejando los rotores a la máxima potencia y sin quitar los ojos del panel de control, Madan levantó un dedo para indicar que sólo podía llevar un pasajero; a semejante altitud, cualquier peso adicional podía provocar un accidente en el despegue.

Como a Gau le habían descongelado los pies en el campamento II y no podía andar ni sostenerse, Breashears, Athans y yo convinimos en que fuera el escalador taiwanés el que utilizara el helicóptero. «Lo siento —le grité a Beck sobre el bramido de las turbinas—. Con un poco de suerte volverá otra vez». Beck asintió con aire resignado.

Izamos a Gau a la parte trasera del helicóptero y éste se elevó pesadamente. Tan pronto como los patines despegaron del glaciar, Madan dirigió el aparato hacia adelante, se precipitó como una piedra por el borde de la cascada y desapareció en las sombras. El valle quedó sumido en un gran silencio. Treinta minutos después seguíamos en la zona de aterrizaje hablando de cómo bajar a Beck, cuando de abajo nos llegó un débil tac-tac-tac. Poco a poco, el ruido cobró fuerza y finalmente el pequeño helicóptero verde apareció ante nuestros ojos. Madan sobrevoló el valle antes de virar con el morro apuntando cuesta abajo. Luego, sin dudarlo un instante, depositó el Squirrel nuevamente sobre la equis pintada en el hielo y Breashears y Athans subieron a Beck a bordo. Pocos segundos después el helicóptero se elevaba, dejando atrás la vertiente oeste del Everest como una estrafalaria libélula de metal. Al cabo de una hora, Beck y Makalu Gau eran atendidos en un hospital de Katmandú.

Una vez dispersado el equipo de rescate, me quedé a solas sentado en la nieve, mirándome las botas y esforzándome por asimilar lo sucedido en las anteriores 72 horas. ¿Cómo podían haberse torcido tanto las cosas? ¿Cómo era posible que Andy, Rob, Scott, Doug y Yasuko estuvieran muertos? Por más que lo intentaba, las respuestas no acababan de llegar. La magnitud de la tragedia me superaba de tal modo que mi cerebro sufrió un cortocircuito y se apagó por completo. Abandonando toda esperanza de comprender lo ocurrido, me cargué la mochila a la espalda y, más nervioso que un gato, empecé a bajar por la helada Cascada de Hielo, la última vez que cruzaba aquel peligroso laberinto de
seracs.

CAMPAMENTO BASE
- 13 de mayo de 1996 -
5.400 metros

Se me pedirá sin duda un juicio sereno sobre la expedición, lo cual es imposible cuando todos estábamos cerca de conseguirlo. […] Por un lado, Amudsen había llegado allí el primero y había vuelto sin sufrir una sola baja y sin haber sometido a sus hombres ni a sí mismo a mayores esfuerzos que los propios de una exploración polar. Por otro lado, nuestra expedición, después de los grandes riesgos que corrimos, los prodigios de resistencia sobrehumana realizados, el renombre universal conmemorado con sermones catedralicios y estatuas públicas, llegaba al polo para descubrir, sin embargo, que nuestro terrible periplo había sido superfluo, que nuestros mejores hombres habían muerto en el hielo. Pasar por alto este contraste sería ridículo, y escribir un libro sin dar razón de ello, una pérdida de tiempo.

Apsley Cherry-Garrard

The Worst journey in the World, crónica de la fracasada expedición al Polo Sur de Robert Falcon Scott en 1912

Cuando el lunes por la mañana llegué al pie de la Cascada de Hielo, encontré a Ang Tshering, Guy Cotter y Caroline Mackenzie esperándome al borde del glaciar de Khumbu. Guy me pasó una cerveza, Caroline me dio un abrazo, y un momento después me sentaba en el hielo con la cara entre las manos, llorando como no lo había hecho desde que era niño. Por fin a salvo, y despojado de la insoportable tensión de los días precedentes, lloraba a mis compañeros muertos, lloraba porque me alegraba de estar vivo, lloraba porque me sentía mal al saber que otros habían muerto.

El martes por la tarde, Neal Beidleman presidió un funeral en el recinto de Mountain Madness. El padre de Lopsang Jangbu, Ngawang Sya Kya (lama ordenado), quemó incienso de enebro y cantó salmos budistas bajo un cielo gris metálico. Neal pronunció unas palabras, Guy habló también, Anatoli Boukreev lamentó la pérdida de Scott Fischer. Yo me levanté para balbucir algunos recuerdos que tenía de Doug Hansen. Pete Schoening trató de levantar la moral instándonos a mirar siempre hacia delante. Pero cuando la ceremonia concluyó y todos volvimos a nuestras tiendas, un fúnebre pesimismo se había apoderado del campamento.

A la mañana siguiente llegó otro helicóptero para evacuar a Charlotte Fox y Mike Groom, ambos con los pies congelados, por lo que requerían atención médica inmediata. John Taske, que era médico, subió a bordo para tratar a Charlotte y Mike durante el viaje. Hacia el mediodía, mientras Helen Wilton y Guy Cotter supervisaban el desmantelamiento del recinto de Adventure Consultants, Lou Kasischke, Stuart Hutchison, Frank Fischbeck, Caroline y yo partimos del campamento base.

El jueves 16 de mayo, fuimos trasladados en helicóptero de Pheriche a la aldea de Syangboche, cerca de Namche Bazaar. Mientras cruzábamos la pista de tierra a la espera de un segundo vuelo con destino a Katmandú, tres pálidos japoneses nos abordaron a Stuart, a Caroline y a mí. El primero dijo llamarse Muneo Nukita —un escalador curtido en el Himalaya que había coronado dos veces el Everest— y nos explicó educadamente que actuaba como guía e intérprete de los otros dos, a los que presentó como el marido de Yasuko Namba, Kenichi Namba, y el hermano de ésta. Estuvieron haciéndonos preguntas durante tres cuartos de hora, pero yo no pude darles muchas respuestas.

La muerte de Yasuko era noticia de primera plana en todo Japón. Efectivamente, el 12 de mayo —cuando no habían pasado ni 24 horas de su fallecimiento en el collado Sur— un helicóptero había tomado tierra en el campamento base y dos periodistas japoneses habían saltado del aparato provistos de mascarillas de oxígeno. Abordaron a la primera persona que se les acercó —Scott Darsney, un escalador estadounidense— y le pidieron información sobre Yasuko Namba. Ahora, cuatro días después, Nukita nos advertía que un enjambre de periodistas ávidos de noticias nos esperaba en Katmandú.

Aquella tarde subimos a un gigantesco helicóptero Mi-17 y despegamos por una brecha abierta entre las nubes. Una hora más tarde el aparato se posaba en el aeropuerto internacional de Tribhuvan, donde nos esperaba un verdadero bosque de micrófonos y cámaras de televisión. Como periodista que soy, me resultó instructivo ver las cosas desde el otro lado de la barrera. Los reporteros, en su mayoría japoneses, querían una versión minuciosa de la catástrofe, a poder ser con héroes y villanos. Pero el caos y el sufrimiento que habíamos presenciado en la montaña no se dejaban reducir a cuatro frases pegadizas. Tras unos minutos de intenso interrogatorio en el asfalto, fui rescatado por el cónsul de la embajada estadounidense, David Schensted, quien me llevó al hotel Garuda.

Aún nos entrevistarían más veces, primero otros periodistas y después un grupo de ceñudos funcionarios del Ministerio de Turismo. El viernes por la noche, paseando por las callejuelas del barrio de Thamel en Katmandú, busqué refugio para no deprimirme. A cambio de unas cuantas rupias, un escuálido muchacho nepalés me entregó una cajita envuelta en papel que llevaba dibujado un tigre gruñón. De regreso en mi habitación abrí el paquete y desmenucé el contenido sobre una hoja de papel de fumar. Los brotes de color verde estaban pegajosos de resina y olían a fruta pasada. Lié un canuto, lo apuré al máximo, lié otro más gordo y me fumé la mitad hasta que la habitación empezó a dar vueltas y tuve que apagarlo.

Me tumbé en la cama, desnudo, y escuché los sonidos de la noche que entraban por mi ventana. Los timbrazos de las jiurickishas se mezclaban con los cláxones de los coches, las voces de los buhoneros, la risa de una mujer, la música de un bar cercano. Boca arriba, demasiado colocado para moverme, cerré los ojos y dejé que el viscoso calor premonzónico me cubriera como un bálsamo; sentí que me derretía sobre el colchón. Un desfile de intrincadas girándulas y narigudos personajes de dibujos animados flotaba por detrás de mis párpados en colores de neón.

Al volver la cabeza hacia un lado, rocé algo húmedo con la oreja; noté que tenía la cara bañada en lágrimas y que había empapado la sábana. Sentí hincharse muy dentro de mí una burbuja de dolor y vergüenza que me subía por la espina dorsal. Al primer sollozo, acompañado de un aluvión de mocos, le siguió otro y otro más, y ya no pude pararlos.

El 19 de mayo regresé a Estados Unidos. Entre mi equipaje había dos bolsas grandes con pertenencias de Doug Hansen que pensaba devolver a sus seres queridos. En el aeropuerto de Seattle me recibieron sus hijos, Angie y Jaime; su novia, Karen Marie, y otros parientes y amigos. Me sentí estúpido y absolutamente impotente ante sus lágrimas.

Respirando aquel denso aire marino con perfume de marea baja, me maravilló la fecundidad de la primavera en Seattle y disfruté como nunca de sus húmedos y musgosos encantos. Poquito a poco, Linda y yo reiniciamos el proceso de conocernos el uno al otro. Los placeres normales de la vida doméstica —desayunar con mi esposa, ver ponerse el sol por Puget Sound, poder levantarme por la noche e ir descalzo a un cuarto de baño caldeado— me producían destellos de alegría rayanos en el éxtasis. Pero tales momentos quedaban atemperados por la larga penumbra del Everest, que no parecía extinguirse con el paso del tiempo.

Ensimismado en mi propia culpabilidad, fui aplazando el momento de telefonear a la compañera de Andy Harris, Fiona McPherson, y a la esposa de Rob Hall, Jan Arnold, y al final fueron ellas las que me llamaron desde Nueva Zelanda. No pude decir nada para aplacar la ira o la perplejidad de Fiona. En cuanto a Jan, tuve yo más consuelo que el que ella recibió de mí.

Siempre había sabido que escalar montañas era una empresa muy arriesgada. Aceptaba que el peligro era una parte esencial del deporte; sin ese valor añadido, la escalada no diferiría demasiado de otras muchas diversiones. Resultaba estimulante rozar el enigma de la mortalidad, atisbar en sus fronteras prohibidas. Escalar era algo estupendo, a mi modo de ver, y no pese a sus peligros intrínsecos, sino precisamente por ellos.

Sin embargo, jamás había visto la muerte tan de cerca hasta que estuve en el Himalaya. Qué diablos, antes de ir al Everest ni siquiera había estado en un funeral. Para mí la mortalidad era un concepto lejano e hipotético, una idea que ponderar en abstracto. Tarde o temprano, era inevitable que esa inocencia privilegiada fuese expropiada, pero cuando esto se produjo, el impacto fue aún mayor debido a la mera enormidad de la carnicería: aquella primavera, el Everest se cobró las vidas de doce personas, entre hombres y mujeres, el peor saldo en una sola temporada desde que los primeros escaladores hollaron el pico en el año 1921.

De los seis alpinistas del grupo de Hall que llegamos a la cima, sólo Mike Groom y yo bajamos sanos y salvos: cuatro compañeros de equipo, con los que había reído, vomitado y mantenido largas conversaciones, perdieron la vida. Mi intervención —o la falta de ella— desempeñó un papel decisivo en la muerte de Andy Harris. Y mientras Yasuko Namba agonizaba en el collado Sur, yo estaba a trescientos cincuenta metros de allí, acurrucado en una tienda, ajeno a sus sufrimientos y preocupado únicamente por mi supervivencia. La mancha que ello ha dejado en mi conciencia no es algo que pueda borrarse con unos meses de aflicción y remordimiento.

Finalmente me decidí a confiar mis inquietudes a Klev Schoening, cuya casa no quedaba lejos de la mía. Klev dijo que también él se sentía muy desgraciado por la pérdida de tantas vidas, pero que, a diferencia de mí, no experimentaba la «culpa del superviviente». «Aquella noche, en el collado —me explicó—, hice lo imposible por salvarme a mí mismo y a los que estaban conmigo. Cuando conseguimos llegar a las tiendas, ya no podía más. Tenía una córnea congelada y estaba casi ciego, hipotérmico, deliraba, temblaba sin poder remediarlo. Fue terrible perder a Yasuko, pero he hecho las paces conmigo mismo porque sé a ciencia cierta que no pude hacer nada más para salvarla. No deberías ser tan duro contigo mismo. La tormenta fue terrible. En el estado en que te encontrabas, ¿qué podrías haber hecho por Yasuko?».

Tal vez nada, admití. Pero nunca estaré del todo seguro. Y la envidiable paz de que habla Schoening, a mí se me escapa.

La proliferación de escaladores inexpertos en el Everest presagiaba sin duda que podía producirse una tragedia de gran magnitud. Sin embargo, nadie imaginaba que en el centro de la misma iba a estar una expedición dirigida por Rob Hall, la más compacta y segura de cuantas expediciones se hayan aventurado en esa montaña. Hombre compulsivamente metódico, Hall había elaborado sistemas concretos para prevenir una catástrofe así. ¿Qué pasó entonces? ¿Cómo explicarlo, no sólo a los seres queridos sino también a un público hipercrítico?

Algo tuvo que ver la arrogancia, probablemente. Hall tenía tanta práctica en llevar clientes de toda condición a la cima del Everest y bajarlos otra vez, que quizá se volvió un poco engreído. En más de una ocasión había alardeado de que podía hacer que cualquier persona más o menos en forma coronase, y sus antecedentes así parecían confirmarlo. Además, había demostrado una gran maestría para superar la adversidad.

En 1995, por ejemplo, Hall y sus guías no sólo habían salido adelante con los problemas de Hansen en el tramo final, sino que también habían lidiado el colapso de Chantal Mauduit, cliente y célebre alpinista francesa que intentaba su séptimo asalto a la cima sin oxígeno. Mauduit perdió el conocimiento a 8.750 metros y tuvo que ser trasladada de la Antecima al collado Sur «como si fuera un saco de patatas», en palabras de Guy Cotter. El hecho de que todos los clientes sobrevivieran a aquel intento, quizás hizo pensar a Hall que prácticamente no había problema que no pudiera solventar.

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