Mal de altura (26 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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El grupo se había desviado sin querer hacia la punta más oriental del collado, justo al borde de un precipicio de más de dos mil metros, por la cara del Kangshung. Estaban a la misma altura que el campamento IV y apenas los separaban de las tiendas trescientos metros en línea recta
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, pero, según Beidleman, «estaba claro que si seguíamos dando tumbos, pronto íbamos a perder a alguien en la tormenta. Yo estaba agotado de cargar con Yasuko. Charlotte y Sandy apenas se tenían en pie.

«Entonces les grité a todos que se apiñaran allí en espera de que el temporal amainara un poco».

Beidleman y Schoening buscaron un sitio abrigado del viento, pero no encontraron dónde esconderse. Todos habían agotado las reservas de oxígeno, lo cual los hacía más vulnerables a las rachas glaciales. Amparados tras una roca no mayor que un lavaplatos, los alpinistas se agacharon en patética hilera sobre un trecho de hielo batido por el vendaval. «El frío prácticamente había acabado conmigo —dice Charlotte Fox—. Tenía los ojos congelados. No veía cómo podíamos salir de allí con vida.

Aquel frío hacía tanto daño que creí que ya no lo soportaría. Sencillamente me acurruqué en el suelo y esperé a que la muerte me llegase lo antes posible».

«Procurábamos darnos calor pegándonos los unos a los otros —recuerda Weathers—. Alguien nos indicó que moviéramos los brazos y las piernas. Sandy estaba histérica, y no dejaba de chillar: “¡No quiero morir! ¡No quiero morir!” pero los demás apenas si abrían la boca».

Trescientos metros más al oeste, yo tiritaba en la tienda sin poder controlarme, aun cuando estaba metido en el saco de dormir y llevaba puesta toda la ropa que había a mano. El viento amenazaba con volar la tienda. Cada vez que abría la puerta, entraba una rociada y todo lo que había dentro quedaba cubierto por dos dedos de nieve. Ajeno a la tragedia que se desarrollaba fuera, estuve a punto de quedar inconsciente mientras el cansancio, la deshidratación y los efectos añadidos de la falta de oxígeno me hacían delirar.

En algún momento de la tarde, mi compañero de tienda, Stuart Hutchison, me sacudió con fuerza y me preguntó si salía con él a hacer ruido con las cacerolas y lanzar bengalas a ver si así conseguíamos que nuestros compañeros extraviados se orientaran hacia el campamento, pero yo estaba demasiado desfallecido para reaccionar. Hutchison —que había vuelto al campamento a las dos de la tarde y estaba, por lo tanto, menos debilitado que yo— trató de reunir a clientes y sherpas de otras tiendas. Todo el mundo estaba agotado o aterido. Hutchison decidió enfrentarse solo a la tormenta.

Aquella noche salió hasta seis veces de la tienda en busca de los desaparecidos, pero la ventisca era tan violenta que no se atrevió a alejarse muchos metros del campamento. «El viento soplaba con la fuerza de una bala —recuerda Hutchison—. El impacto de la nieve era como una ducha de arena o algo así. Sólo podía estar fuera un cuarto de hora cada vez, porque el frío me obligaba a volver a la tienda».

Apiñado entre los demás compañeros en el borde oriental del collado Sur, Beidleman procuraba seguir atento al menor indicio de que la tormenta remitiese. Poco antes de la media noche, su vigilancia se vio recompensada cuando de pronto divisó unas estrellas en lo alto e indicó a voz en cuello a los demás que mirasen al cielo. La ventisca seguía soplando con furia a ras de tierra, pero allá arriba el cielo estaba despejando y no tardaron en ver las siluetas del Everest y el Lhotse. Con estos puntos de referencia, Klev Schoening creyó que podía situar al grupo respecto del campamento. Tras un intercambio de gritos con Beidleman, convenció al guía de que sabía cómo llegar a las tiendas.

Beidleman intentó animar a todos a ponerse de pie y seguir la dirección indicada por Schoening, pero Pittman, Fox, Weathers y Namba no tenían fuerzas para nada. Para entonces el guía daba por sentado que si alguien no conseguía llegar al campamento y volver con un grupo de rescate, todos morirían. De modo que Beidleman y los que aún podían andar —Schoening, Gammelgaard, Groom y los dos sherpas— se encararon al temporal para ir en busca de ayuda, dejando a los cuatro incapacitados al cuidado de Tim Madsen, que se había ofrecido voluntariamente a cuidar de ellos, pues no quería abandonar a su novia, Charlotte Fox.

Veinte minutos después, el contingente de Beidleman llegaba al campamento y era recibido emotivamente por un preocupadísimo Anatoli Boukreev. Schoening y Beidleman, que apenas podían hablar, le dijeron al ruso dónde encontrar a los cinco clientes que habían quedado a merced de los elementos y luego se fueron a sus respectivas tiendas, absolutamente agotados.

Boukreev había bajado al collado Sur horas antes que los demás miembros del grupo de Fischer. A las 17:00, mientras sus compañeros se debatían entre la niebla en pleno descenso, Boukreev ya estaba en su tienda descansando y tomando té. Guías experimentados criticarían después su decisión de bajar tan por delante de sus clientes, un comportamiento nada ortodoxo para alguien de la profesión. Uno de los clientes en concreto afirma con despecho que cuando más lo necesitaban, el guía «se largó corriendo».

Anatoli había dejado la cima alrededor de las 14:00 y poco después se vio metido en el atasco del escalón Hillary. Tan pronto como el terreno quedó libre, Boukreev descendió a toda prisa por la arista Sureste sin esperar a los clientes (pese a que había dicho a Fischer que iba a bajar con Martin Adams). Así, Boukreev alcanzó el campamento IV mucho antes de que se desatara la tormenta.

Cuando semanas después le pregunté a Anatoli por qué se había dado tanta prisa en bajar, me pasó la trascripción de una entrevista que había concedido días antes a
Men's Journal
por mediación de un intérprete ruso. Boukreev dijo que había leído la trascripción y que la consideraba fiel. Tras una rápida ojeada al documento localicé las preguntas que le hacían acerca del descenso, a las que él había respondido:

Estuve [en la cima] cerca de una hora […] Hace mucho frío, como es natural, y eso te va dejando sin fuerzas […] Mi idea era que si me quedaba allí esperando, aterido, no sería de gran ayuda para nadie. En cambio, si regresaba al campamento IV podía subir oxígeno a los que volvían o ir a ayudarlos si alguno se debilitaba en el descenso […] si te quedas quieto a esa altitud, pierdes las fuerzas y luego ya no eres capaz de hacer nada.

El que Boukreev no usase oxígeno hacía que su susceptibilidad al frío se viese agravada; sin él no podía quedarse esperando en la cima a que llegaran los clientes lentos, pues se arriesgaba a una hipotermia y a sufrir congelaciones. El caso es que Boukreev tomó la delantera al grupo, lo cual había venido haciendo durante toda la expedición, y así consta en cartas y llamadas telefónicas a Seattle efectuadas por Fischer desde el campamento base.

Cuando le pregunté sobre la conveniencia de dejar a sus clientes en la cresta de la cima, Anatoli insistió en que lo hizo por el bien de todos: «Era mejor para mí calentarme en el collado Sur y estar preparado para subir oxígeno a los clientes que lo necesitasen». Poco después del anochecer, al comprobar que el grupo de Beidleman se había extraviado y que la tormenta era ahora un verdadero huracán, Boukreev comprendió que debían de tener problemas e hizo un valiente intento de llevarles oxígeno. Su estrategia, sin embargo, tenía un gran inconveniente: como ni él ni Beidleman disponían de radio, Anatoli no podía conocer el alcance del problema ni el paradero de los escaladores en medio de aquella enorme extensión de montaña.

Sobre las 19:30, no obstante, Boukreev dejó el campamento y se puso a buscarlos. Como él recuerda en la entrevista:

La visibilidad era apenas de un metro. De pronto no veías nada. Llevaba una linterna y empecé a usar oxígeno para acelerar mi ascensión. Llevaba conmigo tres botellas. No podía correr más debido a la falta de visibilidad […] Era como no tener ojos, no se veía nada. Y es muy peligroso, porque puedes caer en una grieta o patinar por la cara Sur del Lhotse, lo que significa una caída de tres mil metros al vacío. Traté de subir, era noche cerrada, pero no conseguí encontrar la cuerda fija.

Unos doscientos metros más arriba del collado, Boukreev reconoció que era inútil seguir intentándolo y regresó a las tiendas, aunque admite que a punto estuvo de perderse también. En cualquier caso, fue una suerte que abandonara su búsqueda, porque en ese momento el grupo de Beidleman ya no estaba en el pico, donde Boukreev pensaba buscarlos, sino que en realidad se encontraba vagando por el collado doscientos metros más abajo que el ruso.

Cuando llegó al campamento a eso de las 21:00, Boukreev estaba intranquilo por los diecinueve desaparecidos, pero como no tenía la menor idea de cuál era su paradero, no podía hacer otra cosa que esperar el momento propicio. Por fin, a las 00:45, Beidleman, Groom, Schoening y Gammelgaard llegaron destrozados al campamento. «Klev y Neal estaban sin fuerzas y casi no podían andar —recuerda Boukreev—. Me dijeron que Charlotte, Sandy y Tim necesitaban ayuda, que Sandy se estaba muriendo. Luego me indicaron más o menos dónde podía localizarlos».

Al oír que regresaban los escaladores, Stuart Hutchison salió para ayudar a Groom. «Lo metí en su tienda —explicaba Hutchison— y vi que estaba totalmente exhausto. Podía comunicarse con claridad, pero eso suponía un esfuerzo sobrehumano para él, como si fuera un moribundo. “Has de coger unos cuantos sherpas”, me dijo, “y enviarlos a buscar a Beck y Yasuko”. Luego señaló hacia el lado Kangshung del collado».

Los esfuerzos de Hutchison por reunir un grupo de rescate fueron infructuosos. Chuldum y Arita —los sherpas del equipo de Hall que no habían ido con el grupo que pretendía llegar a la cima y que esperaban en el campamento IV para una emergencia como aquélla— estaban incapacitados debido a un envenenamiento con monóxido de carbono por cocinar en una tienda mal ventilada; de hecho, Chuldum había vomitado sangre. En cuanto a los otros cuatro sherpas de nuestro equipo, estaban demasiado débiles tras su ascensión a la cumbre.

Al término de la expedición le pregunté a Hutchison por qué motivo, si ya sabía el paradero de la gente que faltaba, no intentó despertar a Frank Fischbeck, Lou Kasischke o John Haske —o de nuevo a mí mismo— a fin de que colaboráramos en el rescate. «Era tan evidente que estabais agotados, que ni siquiera pensé en proponéroslo. Tú estabas absolutamente reventado y me dije que si intentabas echar una mano, tal vez fuera para peor, pues luego tendría que rescatarte a ti». El resultado fue que Stuart se internó solo en la tormenta, pero de nuevo tuvo que retroceder a los pocos metros al comprender que si se aventuraba más, quizá no consiguiese dar con el camino de vuelta a las tiendas.

Simultáneamente, Boukreev también trataba de formar un grupo de rescate, pero no habló con Hutchison ni vino a nuestra tienda, de modo que Stuart y él trabajaron por separado y yo no llegué a enterarme de los planes de ninguno de los dos. Al igual que Hutchison, Boukreev descubrió que todos sus candidatos estaban demasiado enfermos, extenuados o asustados para ayudar. El ruso decidió entonces rescatar al grupo sin ayuda de nadie. Adentrándose en las fauces del huracán, registró el collado durante casi una hora, pero no consiguió encontrar a nadie.

Boukreev no se rendía. Regresó al campamento, pidió más detalles a Beidleman y Schoening y salió de nuevo a la ventisca. Esta vez divisó la lámpara del casco de Madsen, que parpadeaba, y eso le permitió localizar a los escaladores perdidos. «Estaban tirados en el hielo, inmóviles —dijo Boukreev—. No podían ni hablar». Madsen permanecía consciente y aún en condiciones de valerse por sí mismo, pero Pittman, Fox y Weathers estaban completamente indefensos; Namba parecía muerta.

Después de que Beidleman y compañía se separaran del grupo para ir a buscar ayuda, Madsen reunió a los restantes escaladores y los exhortó a que siguieran moviéndose a fin de no perder calor. «Hice sentar a Yasuko en el regazo de Beck —recuerda Madsen—, pero él apenas reaccionaba y ella no se movía en absoluto. Al cabo de un rato vi que Yasuko se había tumbado de espaldas y que la nieve se le iba acumulando en la capucha. Había perdido una manopla; tenía la mano derecha destapada y los dedos tan rígidos que era imposible enderezárselos. Parecían congelados hasta la médula.

«La di por muerta, pero un rato después se movió de improviso, y eso me alarmó mucho; vi que arqueaba ligeramente el cuello, como si quisiera incorporarse, y que levantaba un poco el brazo derecho. Eso fue todo; se echó hacia atrás y ya no volvió a moverse».

En cuanto Boukreev hubo encontrado el grupo, comprendió que sólo podía rescatarlos de uno en uno. El y Madsen conectaron la botella de oxígeno que llevaba al regulador de Pittman. Boukreev dijo que volvería en cuanto pudiera y se fue con Fox hacia las tiendas. «Cuando se marcharon —dice Madsen—, Beck quedó acurrucado en posición fetal, casi inmóvil, y Sandy en postura parecida, sobre mi regazo, y moviéndose tan poco como él. Entonces le grité: ¡Vamos, mueve los dedos! ¡Quiero ver esas manos!” Sandy se incorporó y, al sacar las manos, vi que no llevaba puestas las manoplas; éstas le colgaban de las muñecas.

»Estaba tratando de meterle otra vez las manos en las manoplas cuando de improviso Beck murmuró: “Eh, ya lo tengo”. Entonces se alejó unos pasos, se agachó tras una roca grande y se puso de cara al viento con los brazos extendidos a los lados. Momentos después una ráfaga le hizo caer de espaldas, lejos del haz de mi lámpara. Ya no volví a verlo más.

»Toli regresó al cabo de un rato y agarró a Sandy. Yo sencillamente recogí mis cosas y empecé a arrastrarme detrás de ellos procurando seguir las luces de Toli y de Sandy. Para entonces ya daba por muerta a Yasuko y por perdido a Beck».

Cuando por fin llegaron al campamento eran las 4:30 y el cielo empezaba a clarear por el este. Al enterarse por Madsen de que Yasuko no lo había conseguido, Beidleman se encerró en su tienda y se pasó tres cuartos de hora llorando.

COLLADO SUR
- 11 de mayo de 1996, 6:00 h -
7.900 metros

Desconfío de los compendios, de cualquier clase de paseo por el tiempo, de cualquier pretensión enfática de que uno controla lo que está narrando; aquel que afirma comprender y se queda tan tranquilo, aquel que afirma escribir con una emoción amparada en recuerdos serenos, es un tonto y un embustero. Comprender es temblar. Recordar es revivir y quedar desgarrado. […] Admiro la autoridad de quien encara los hechos postrado de rodillas.

Harold Brodkey

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