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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (2 page)

BOOK: Madre Noche
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De manera que, a fin de dar una idea en esta edición acerca de cómo era su poesía en alemán, decidí encomendar a otros la delicada tarea de restauración de los textos. La persona que llevó a cabo este trabajo —la que modeló, por decirlo así, la nueva vasija con los restos de la antigua— fue la señora Teodora Rowley, de Cotuit (Massachussets), excelente lingüista y respetable poetisa.

Sólo he hecho dos cortes significativos en el texto. Uno de ellos —en el capítulo 39— se debe a la insistencia con que me lo pidió el abogado consultor de la editora de este volumen. En el original de dicho capítulo, Campbell presenta a uno de los miembros de la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana gritándole a un policía federal: «¡Soy mejor norteamericano que tú! ¡Mi padre inventó el Día del Norteamericano Auténtico!» Los testigos presenciales están de acuerdo en que tales palabras fueron dichas, pera sin ninguna base. El abogado de la editorial piensa que reproducir esas palabras en el texto sería difamar a las personas que realmente inventaron el «Día del Norteamericano Auténtico».

En ese capítulo 39 —advirtámoslo, de paso— Campbell muestra su mayor grado de fidelidad al transmitir exactamente lo que se dijo, según corroboran los testigos. Todos están de acuerdo en que Campbell ha sabido reproducir con absoluta veracidad las últimas expresiones de Resi Noth, palabra por palabra.

El otro corte que he hecho está en el capítulo 23: un capítulo pornográfico, en el original. Me habría considerado obligado por mi honor a ofrecer el capítulo inexpurgado si no fuese porque el propio Campbell pide, en el texto, que algún revisor de su manuscrito lleve a cabo, la emasculación correspondiente.

El título de la obra pertenece a Campbell. Está tomado de las palabras de Mefistófeles en el
Fausto
de Goethe. Mefistófeles dice:

Soy una parte de la parte que al comienzo lo fue todo, parte de la oscuridad de la que nació la luz, esa luz arrogante que ahora disputa a la Madre Noche su antiguo rango y lugar, y que, sin embargo, no podrá tener éxito; no importa los esfuerzos que haga, pertenece a la materia y no se librará jamás de ésta. La Luz fluye de la sustancia, la vuelve hermosa; los sólidos interceptan su camino, y por ello espero que no tardará mucho en llegar el momento en que la Luz y la sustancia del mundo sean destruidas conjuntamente.

La dedicatoria del libro también es idea de Campbell. Sobre ella, Campbell escribió lo siguiente en un capítulo que luego descartaría:

Antes de ver qué tipo de libro iba a salirme, escribí la dedicatoria: «A Mata Hari». Ella se prostituyó en pro de los altos intereses del espionaje; lo mismo hice yo.

Ahora que veo algo del libro, preferiría dedicarlo a alguien menos exótico, menos fantástico, más contemporáneo; alguien que tenga menos de creación artística de cine mudo.

Preferiría dedicarlo a una persona conocida, hombre o mujer; a alguien que sea ampliamente conocido como capaz de hacer el mal y decirse a sí mismo mientras lo hace: Mí yo bueno, mi real yo, un yo hecho en el cielo, está escondido allá en lo profundo de mis entrañas.

Pienso en muchos ejemplos posibles; podría agitarlos ruidosamente a la manera de esas pegadizas canciones de Gilbert y Sullivan. Pero no existe un solo nombre al cual dedicarle este libro con toda justicia... a no ser que fuera mi propio nombre.

Permítaseme, pues, que me honre a mí mismo de esta manera:
Este libro está rededicado a Howard W. Campbell, Jr., un hombre que sirvió a la causa del Mal demasiado abiertamente y a la del Bien demasiado en secreto, el crimen de su época
.

K
URT
V
ONNEGUT
, J
R
.

LAS CONFESIONES DE HOWARD W. CAMPBELL, JR.

A Mata Hari

¿Respira, acaso, aquel de alma tan muerta

que nunca se ha dicho a sí mismo:

"¡Esta es mi patria, mi nativa tierra!",

y cuyo corazón jamás ha ardido

cuando sus pies tornaron al hogar

tras perderse por costas extranjeras?

Walter Scott

1. Tiglat-Pilasor III

Me llamo Howard W. Campbell, Jr. Soy norteamericano de nacimiento, nazi por reputación y apátrida por vocación.

Escribo este libro en el año 1961.

Lo dedico a Tuvia Friedmann, director del Instituto de Documentación de Criminales de Guerra, en Haifa, y a cualquier otra persona interesada.

¿Por qué podría interesarle este libro al señor Friedmann?

Porque lo ha escrito un hombre sobre el que recaen sospechas de que es un criminal de guerra. El señor Friedmann es especialista en ese tipo de personas. Ya había manifestado su ansiedad por reunir todos los escritos que yo pudiese agregar a sus archivos sobre las villanías nazis. Lo ansía tanto que me ha proporcionado una máquina de escribir, servicio taquigráfico gratis y el uso de ayudantes de investigación encargados de reunir todos los datos que pueda necesitar a los efectos de que mi narración sea completa y exacta.

Estoy tras las rejas.

Estoy tras las rejas en una preciosa celda nueva de la vieja Jerusalén.

Aguardo el justo juicio a que me someterá la República de Israel por mis crímenes de guerra.

La máquina de escribir que me ha dado el señor Friedmann resulta extraña y apropiada a la vez. Es una máquina obviamente fabricada en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo lo sé? Es muy sencillo: porque pone bajo la yema de los dedos un símbolo que nunca fue usado en otras máquinas de escribir antes del Tercer Reich alemán; un símbolo que nunca volverá a emplearse.

El símbolo es ese par de rayitos gemelos de los temidos S. S., el
Schutztaffel
, el ala más fanática del nazismo.

Historia antigua.

Claro que estoy rodeado de historia antigua. Aunque la cárcel en que me pudro sea nueva, me dijeron que algunos de sus muros tienen sillares cortados en la época del rey Salomón.

Y algunas veces, cuando contemplo por la ventana de mi celda esa alegre y brillante juventud de la joven República de Israel, siento que yo y mis crímenes de guerra somos tan antiguos como las grises y viejas piedras del rey Salomón.

¡Cuánto tiempo ha transcurrido desde esa guerra, esa Segunda Guerra Mundial! ¡Cuánto tiempo hace de sus crímenes!

Casi olvidados, inclusive por los judíos; es decir, los judíos jóvenes.

Uno de los judíos que monta guardia aquí no sabe nada de la guerra. Ni le interesa. Se llama Arnold Marx. Es muy pelirrojo. Y tiene sólo dieciocho años; lo cual significa que tenía tres cuando Hitler murió y que aún no existía cuando empezó mi carrera de criminal de guerra.

Está de guardia desde las seis de la mañana hasta el mediodía.

Arnold nació en Israel. Nunca salió del país. Su madre y su padre dejaron Alemania a comienzos de la década del treinta. Su abuelo —me ha dicho— ganó la Cruz de Hierro en la Primera Guerra Mundial.

Arnold estudia abogacía. Pero la verdadera pasión de Arnold y de su padre, armero de profesión, es la arqueología. Padre e hijo pasan la mayor parte de su tiempo libre excavando las minas de Hazor. Lo hacen bajo la dirección de Yigael Yadin, jefe del Estado Mayor del ejército Israelí durante la guerra contra los estados árabes.

Así es la cosa.

Hazor —me dice Arnold— fue una ciudad cananita, al norte de Palestina, que existió por lo menos 1.800 años antes de Cristo. Cerca de 1.400 años antes de Cristo —me informa Arnold— un ejército israelita capturó Hazor, mató a sus 40.000 habitantes y quemó toda la ciudad.

—Salomón la reconstruyó —me dijo Arnold—. Pero el 732 antes de Cristo, Tiglat-Pilasor III la quemó otra vez.

—¿Quién? —pregunté.

—Tiglat-Pilasor III, «El Asirio» —dijo, dando un empujoncito de ayuda a mi memoria.

—OH.
Ese
Tiglat-Pilasor —dije.

—Parece como sí nunca hubiera oído hablar de él.

—No, nunca —me encogí de hombros, humildemente—. Supongo que eso es terrible.

—Bueno —Arnold frunció el ceño como un maestro de escuela—, me parece que es alguien de quien todos deberían saber algo. Fue quizá el hombre más notable que han producido nunca los asirios.

—Ah.

—Le traeré un libro sobre él, sí lo desea.

—Muy amable de su parte, Arnold. Quizá más adelante vuelva a pensar en asirios notables. Pero en estos momentos mi mente se encuentra absorbida por los alemanes notables.

—¿Quiénes, por ejemplo?

—OH, he estado pensando mucho últimamente acerca de mi viejo patrón, Paul Josef Goebbels —le contesté.

Arnold me miró fijamente.

—¿Quién?

Y yo sentí todo el polvo de la Tierra Santa deslizándose para enterrarme. Y sentí el grosor de la capa de tierra y los cascotes que algún día me cubrirían: algo así como diez o doce metros de ciudades arruinadas sobre mí y, debajo, los desechos de comida de algunas cocinas primitivas, un templo o dos... y, por fin, Tiglat-Pilasor III.

2. Destacamento especial

El guardia que releva a Arnold Marx cada mediodía es un hombre que debe de tener mi edad, cuarenta y ocho años. Aunque no le gusta, él sí recuerda la guerra muy bien.

Su nombre es Andor Gutman. Andor es un judío estoniano, somnoliento y no muy inteligente. Pasó dos años en el campo de concentración de Auschwitz. Según su propio desganado relato, allí estuvo en un tris de convertirse en el humo de la chimenea de un crematorio.

—Me habían asignado al
Sonderkornmando
cuando llegó la orden de Himmler de clausurar los hornos.

Sonderkommando
significa destacamento especial. En Auschwitz significaba, por cierto, un destacamento muy especial: estaba compuesto por prisioneros cuyos deberes consistían en conducir a los condenados a las cámaras de gas y luego arrastrar sus cadáveres afuera. Una vez finalizada la tarea, también liquidaban a los miembros del
Sonderkornmando
. El primer deber de los sucesores era disponer de los despojos del
Sonderkommando
anterior.

Gutman me contó que, de hecho, muchos se presentaban por voluntad propia al
Sonderkommando
.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Si usted escribiese un libro sobre el asunto y encontrase una respuesta a esa pregunta, a ese ¿por qué?, escribiría un libro excelente.

—¿Usted sabe la respuesta?

—No. Por eso pagaría mucho dinero por el libro que me la diese.

—¿Tiene, al menos, alguna sugerencia?

—No —contestó, mirándome fijamente a los ojos—. Aunque yo fui uno de los que se ofrecieron voluntarios.

Se marchó por un rato tras habérmelo confesado. Y pensó en Auschwitz; en lo que menos le gustaba pensar. Cuando regresó me dijo:

—Había altavoces en todo el campo y nunca permanecían en silencio durante mucho tiempo. Transmitían mucha música. Los que sabían de música me decían que, a menudo, era buena música; a veces, de la mejor.

—Es interesante.

—Música no compuesta por judíos, desde luego; eso estaba prohibido.

—Naturalmente.

—Y la música se detenía siempre en la mitad y luego se oía un anuncio. Durante todo el día, música y anuncios.

—Muy moderno.

Cerró los ojos, intentando recordar.

—Había un anuncio que siempre transmitían canturreándolo como una melodía infantil. Nos llegaba muchas veces por día. Era el llamado al
Sonderkommando
.

—OH.

—Leichentrager zu Wache
—canturreó con los ojos todavía entrecerrados.

Traducción: «Los transportadores de cadáveres al cuarto de guardia.» En una institución cuyo propósito era eliminar a seres humanos por millones, se explica la frecuencia del llamado.

—Después de dos años de oír ese canturreo por los altavoces, siempre surgiendo de entre la música, el puesto de porta-cadáveres acabó sonando como un buen trabajo.

—Puedo comprenderlo —dije.

—¿Puede usted? —sacudió la cabeza—. Yo, no. Yo siempre me avergonzaré. ¡Voluntario del
Sonderkommando!...
Fue una vergüenza hacer algo así.

—No lo creo.

—Yo sí. Vergonzoso. No quiero volver a hablar de eso jamás.

3. "Briquetas"

El guardia que releva a Andor Gutman todas las tardes a las seis se llama Arpad Kovacs. Arpad es alto como un cirio, gritón y alegre.

Cuando Arpad vino a montar su guardia anoche a las seis, me pidió que le mostrase lo que ya tenía escrito. Le di unas cuantas páginas y Arpad caminó de arriba para abajo por el corredor, sacudiendo y alabando de manera extravagante todo lo que había escrito.

No leía las páginas. Las alababa por lo que se imaginaba que habría en ellas.

—¡Déle fuerte a esos complacientes hijos de puta! —dijo—. ¡Dígales de todo a esas briquetas requemadas !

Por «briquetas» Arpad quería indicar a toda esa gente que no hizo nada por salvar sus propias vidas o la de algún otro cuando los nazis se adueñaron de la situación; aquellos que estaban dispuestos a recorrer mansamente el camino hacia las cámaras de gas, si eso era lo que los nazis les ordenaban. Una briqueta es, por supuesto, un ladrillo moldeado con polvo de carbón, la mar de conveniente en lo que se refiere a transporte, almacenamiento y combustión.

Arpad, enfrentado con el problema de ser judío en la Hungría nazi, no se convirtió en briqueta. Por el contrario, se consiguió documentación falsa y se unió a los S.S. húngaros.

Ese hecho es la base de su simpatía por mí.

—¡Dígales las cosas que un hombre es capaz de hacer con tal de seguir vivo! ¿Qué tiene de noble ser una briqueta? —me dijo anoche.

—¿Oyó alguna vez mi programa radiofónico? —le pregunté.

El medio usado para mis crímenes de guerra fue la transmisión radiofónica. Yo era propagandista de radio nazi; un astuto y aborrecible antisemita.

—No.

Entonces le mostré la transcripción de una de aquellas emisiones mías; una transcripción que me había proporcionado el Instituto de Haifa.

—Léala —le dije.

—No tengo por qué. Todas decían las mismas cosas una y otra vez por aquellos días.

—Léala, de cualquier manera... como un favor.

Mientras leía, su cara se amargaba más y más. Me la devolvió.

—Me desilusiona usted... —dijo.

—¿Por?

—Es tan débil... ¡No tiene alma, ni sal, ni pimienta! ¡Y yo que pensé que usted era un maestro de la invectiva racial!

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