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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (39 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—¿Está buena de verdad? —preguntó Cézanne.

—¡Deliciosa! ¿No es cierto, Vincent?

—En efecto.

—Entonces creo que iré a probarla. ¿Quieren acompañarme?

—Creo que no podría comer un sólo bocado más. ¿Y tú, Vincent?

—Me parece que yo tampoco... Pero si el señor Cézanne insiste...

—Vamos, sean buenos compañeros. Ya sabes Gauguin que detesto comer sólo.

Tomarán otra cosa si no quieren más ternera.

—Iremos por complacerte. Ven, Vincent.

Y los tres volvieron por la Rue des Abesses hacia el restaurant.

—Buenas noches, señores —dijo el mozo—. ¿Qué se van a servir?

—Traiga tres porciones del plato del día.

—Bien. ¿Vino?

—Elige tú el vino, Cézanne. Eres más entendido que yo.

—Veamos la lista. Saint Estephe, Bordeaux, Sauterne, Beaune...

—¿Has probado el Pommard que tienen? —interrumpió Gauguin cándidamente—. Creo que es el mejor que hay aquí.

—Tráiganos una botella de Pommard —ordenó Cézanne.

Gauguin engulló su ternera con arvejas en pocos segundos, y volviéndose hacia Cézanne, que comía lentamente, le dijo:

—He oído decir que «L'Oeuvre» de Zola se está vendiendo por millares.

Cézanne le echó una mirada indignada y alejando con desagrado su plato se volvió hacia Vincent:

—¿Ha leído usted ese libro, señor?

—Aun no tuve tiempo. Acabo de terminar «Germinal».

–«.L'Oeuvre» es un libro malo —dijo Cézanne—. Es falso. Además, es la traición más grande que jamás se haya conocido en nombre de la amistad. El libro trata de un pintor, señor Van Gogh, y ¡ese pintor soy yo! Emile Zola es mi más viejo amigo, nos criamos juntos en Aix, fuimos a la misma escuela. Si vine a París fue únicamente porque él estaba aquí. Emile y yo nos queríamos más que dos hermanos. Durante toda nuestra juventud soñamos juntos en convertirnos en artistas. ¡Y ahora eso es lo que me hace!

—¿Qué le hace? —inquirió Vincent.

—Me ridiculiza, se mofa de mí. Me convierte en el hazmerreír de todo París. Día tras día le hablé de mis teorías sobre la luz, sobre mis ideas revolucionarias acerca del color... El me escuchaba, me alentaba, me instaba para que le revelara todo mi pensamiento. ¡Y todo eso para reunir material para su libro! ¡Para hacerme pasar como un idiota a los ojos de los demás!

Vació su copa de vino, se volvió de nuevo hacia Vincent y prosiguió:

—En ese libro Zola ha descrito a tres personajes, señor Van Gogh, a mí, a Bazille y a un pobre diablo que barría el estudio de Manet. El muchacho aquél tenía ambiciones artísticas, pero terminó por ahorcarse. Zola me describe como a un visionario... ¡pobre desgraciado que cree estar revolucionando el arte, pero que no escribe de otro modo por carecer de talento!... En su libro, termino por ahorcarme del andamio de mi obra maestra al comprender que lo que consideraba genio no eran más que desvaríos de un demente. En oposición a mi personalidad aparece otro artista de Aix, un escritor sentimental, vulgar, académico, a quien convierte en gran artista.

—Todo esto resulta divertido —dijo Gauguin—, si se considera que Zola fue el primer paladín de la pintura revolucionaria de Edouard Manet. Emile hizo más en pro de los Impresionistas que cualquier otro hombre.

—Sí, tenían adoración por Manet porque Edouard se sobrepuso a los académicos despreciándolos. Pero cuando yo quise ir más allá de los Impresionistas, me llamó loco e idiota. Es un amigo detestable y una inteligencia mediocre. Hace tiempo que dejé de verlo.

Vive como un verdadero burgués, con espesas alfombras, magníficos adornos, sirvientes, y un escritorio ricamente esculpido sobre el que escribe sus obras. ¡Bah! Es más «clase media» de lo que Manet jamás se atrevió a ser. Esos dos son burgueses hasta la punta de las uñas, por eso se entienden tan bien. Y Emile se cree que porque me conoció de criatura y porque somos del mismo pueblo, no soy capaz de hacer ningún trabajo importante.

—He oído decir que escribió un folleto para tus cuadros del «Salón de los Rehusados», hace algunos años. ¿Qué fue de él?

—Lo rompió en mil pedazos antes de entregarlo a la imprenta.

—¿Y por qué ?—inquirió Vincent,

—Temió de que los críticos pensaran que estaba apadrinándome sólo porque era un viejo amigo suyo. Si ese folleto se hubiese publicado, yo hubiera quedado establecido, pero en cambio publicó «L'Oeuvre». ¡Para eso sirve la amistad! El noventa y nueve por ciento del público se ríe de mis cuadros del «Salón de los Rehusados». Durand Ruel expone cuadros de Degas, Monet y de mi amigo Guillaumin, pero rehúsa darme dos centímetros de espacio en sus salones. Hasta su hermano, señor Van Gogh, teme aceptarme en su entresuelo. El único comerciante en París que se atreve a colocar mis cuadros en su vidriera es el Père Tanguy, y él, pobre desgraciado, no es capaz de vender una migaja de pan a un millonario hambriento.

—¿Queda aún un poco de Pommard en la botella, Cézanne? —inquirió Gauguin—. Gracias. Lo que reprocho a Zola es hacer hablar a sus lavanderas como a verdaderas lavanderas, y cuando las deja, se olvida de cambiar su estilo.

—Ya estoy hastiado de París. Voy a regresar a Aix y pasar allí el resto de mi vida. Existe aún allí una colina desde donde se puede dominar todo el valle. Hay en Provence un sol brillante y claro y un colorido incomparable. Sé de un lote de terreno en aquella colina que está en venta. Está cubierto de pinos. Construiré allí un estudio y plantaré un pomar. Levantaré todo alrededor de mi propiedad un grueso muro de piedra coronado de trozos de vidrio para alejar a los intrusos. Y jamás volveré a dejar la Provence. ¡Jamás!

—¿Te convertirás en ermitaño? —murmuró Gauguin con la nariz metida en su vaso de Pommard.

—Eso mismo.

–«.El ermitaño de Aix». Qué título sugestivo... Bien, ¿ qué te parece si vamos ahora al Café Batignolles? Todo el mundo debe ya estar allí.

EL ARTE SE TORNA MORAL

En efecto, casi todo el mundo ya se encontraba en el café.

Lautrec tenía ante sí una pila de platillos que casi hubiera podido descansar su barbilla sobre ellos. Georges Seurat charlaba tranquilamente con Anquetin, joven pintor que trataba de combinar el método de los Impresionistas con el de las estampas japonesas. Henri Rousseau se hallaba muy ocupado en sacar bizcochos de su bolsillo y remojarlos en su café con leche antes de comérselos, mientras Theo estaba enfrascado en una discusión animada con dos de los más modernos críticos parisinos.

Algunos años antes, Les Batignolles habían sido un suburbio a la entrada del Boulevard Clichy, y era allí donde Edouard Manet había reunido a los espíritus afines con el suyo. Antes de la muerte de Manet, «L'Ecole des Batignolles» acostumbraba a reunirse dos veces por semana en aquel café. Legros, Fantin Latour, Courber y Renoir habíanse encontrado, y discutido en aquel salón, sus teorías sobre arte, pero ahora l'Ecole había pasado a manos de hombres más jóvenes.

Cézanne advirtió la presencia de Emile Zola y se dirigió hacia una mesa aislada, pidiendo un café y permaneciendo indiferente a lo que lo rodeaba. Gauguin presentó a Vincent a Zola, y luego tomó asiento cerca de Toulouse Lautrec, dejando a Vincent y al escritor solo en su mesa.

—Lo he visto entrar con Paul Cézanne, señor Van Gogh, y no dudo de que le habrá hablado de mí.

—Así fue.

—¿Y qué le dijo?

—Et libro que usted ha escrito parece haberlo herido muy profundamente.

Zola suspiró.

—¿Ha oído usted hablar de la cura de Schweininger? —inquirió—. Dicen que si un hombre no bebe absolutamente nada durante las comidas, puede perder treinta libras de peso en tres meses.

—No, no he oído mencionarla.

—Me ha dolido mucho escribir ese libro acerca de Paul Cézanne, pero lo que digo de él es la pura verdad. Usted es pintor; pues bien, ¿falsificaría un retrato de un amigo por la sencilla razón de no herirlo? No. ¿Verdad? Paul es un muchacho espléndido, y durante años ha sido mi amigo más querido. Pero su trabajo es sencillamente ridículo. Cuando tengo amigos que vienen a verme a casa, debo esconder las telas de Paul para que no se rían de ellas.

—Es imposible que su trabajo sea tan malo...

—¡Malísimo, mi querido Vas Gogh, malísimo! ¿Usted no ha visto ninguno de sus cuadros? Eso explica su incredulidad. Dibuja como un niño de cinco años. Le doy mi palabra de que lo creo completamente loco.

—Gauguin lo respeta, sin embargo.

—Me destroza el corazón —prosiguió Zola— ver a Cézanne perder su vida de ese modo. Debería regresar a Aix y trabajar en el Banco de su padre. Creo que por ese lado tendría éxito. Pero... tal como encara él la vida hoy en día... terminará por ahorcarse. Por otra parte, ya lo he predicho en «L'Oeuvre». ¿Ha leído usted ese libro, señor?

—No, todavía no. Acabo de terminar «Germinal».

—¿Sí? ¿Y qué piensa de él?

—Que es la obra más bella escrita desde el tiempo de Balzac

—Sí; es mi obra maestra. Apareció en folletín el año pasado en «Gil Blas». Por cierto que me reportó bastante dinero. Y ahora se han vendido del libro más de sesenta mil ejemplares. Mis rentas nunca han sido tan importantes como ahora, y pienso construir un ala más a mi casa de Medan. Esa obra ya ha ocasionado cuatro huelgas y algunas revueltas en las regiones mineras de Francia. «Germinal» causará una revolución gigantesca, y entonces, ¡adiós capitalismo! ¿Qué clase de pintura hace usted, señor?..., ¿cómo dijo Gauguin que se llamaba?

—Vincent Van Gogh. Soy hermano de Theo.

Zola dejó el lápiz con el cual había estado garabateando sobre el mármol de la mesa y miró fijamente a su compañera

—Es extraño —murmuró.

—¿Qué?

—Su nombre... Lo he oído antes. —Tal vez Theo le haya hablado de mí. —Sí, pero no es eso. ¡Espere! Fue en... en... ¡Germinal! ¿Estuvo usted en las regiones mineras? —Sí. Viví en el Borinage belga durante dos años. —¡El Borinage! ¡Petit Wennet!

!Marañe!

Los grandes ojos de Zola parecían querérseles saltar de su rostro barbudo.

—¡Entonces usted es el segundo Cristo!

Vincent se sonrojó. —¿Qué quiere decir con eso?

—Pasé cinco semanas en el Borinage recogiendo material para «Germinal». Los «hocicos negros» me hablaron de un «hombre Cristo» que trabajó entre ellos como evangelista.

—¡Baje la voz, se lo ruego!

—No tiene porqué avergonzarse, Vincent —dijo—. Lo que usted ha tratado de cumplir allí valía la pena. Pero se ha equivocado de ambiente. La religión nunca llevará al pueblo a ningún lado. Sólo los pobres de espíritu aceptan las miserias de este mundo bajo promesa de buenaventura en el otro.

—Lo comprendí demasiado tarde.

—Usted pasó dos años en el Borinage, Vincent. Dio todo lo que poseía: comida, dinero y vestimenta. Trabajó hasta matarse, casi. ¿Y qué consiguió? Nada. Que lo llamaran loco y que lo expulsaran de la Iglesia. ¿Cree usted que cuando partió las condiciones de vida eran mejores?

—Al contrario, eran peores.

—Donde la acción fracasa, la palabra escrita triunfará. Todo minero que sabe leer en Francia y en Bélgica ha leído mi libro. No hay un sólo café o cabaña miserable donde no exista un ejemplar de «Germinal». Aquéllos que no saben leer se lo hacen leer una y otra vez. Ya ha producido cuatro huelgas y producirá una docena más. Toda la región se está levantando. "Germinal» creará una sociedad nueva donde la religión no lo ha logrado. Y por todo esto, ¿qué consigo yo como recompensa? Francos. Miles y miles de francos. ¿Quiere tomar algo conmigo?

La discusión alrededor de la mesa de Lautrec se animaba y la atención de todo el mundo se volvía hacia aquel lugar.

—¿Cómo sigue «mi método», Seurat? —preguntó Lautrec haciendo sonar sus nudillos uno por uno.

Seurat ignoró la pulla. Sus rasgos perfectos y su expresión tranquila parecían la esencia misma de la belleza masculina.

—Apareció un libro nuevo sobre la refracción del color cuyo autor es un americano llamado Ogden Rood. Creo que sobrepasa a Helmboltz y Chevral, aunque no es tan estimulante como el trabajo de Superville. Podrías leerlo con provecho.

—No leo libros sobre pintura —repuso Lautrec—, dejo eso para los legos.

Seurat se desabrochó la casaca a cuadros blancos y negros que llevaba, se enderezó la corbata a pintas azules, y contestó:

—Es que eso eres, un lego. Y seguirás siéndolo mientras adivines el color que necesitas usar.

—No lo adivino, lo sé por instinto.

—La ciencia es un método, Georges —intervino Gauguin—. Nos hemos vuelto científicos en el arte de aplicar nuestros colores, debido a largos años de dura labor y experimentos.

—Eso no basta, amigo. El sino de nuestra época es la producción objetiva. Los días de la inspiración, de la prueba y del error han desaparecido para siempre.

—Yo no puedo leer esos libros —dijo Rousseau—. Me dan dolor de cabeza, y después tengo que pintar todo el día para reponerme.

—Todos soltaron la carcajada. Anquetin se volvió hacia Zola diciendo:

—¿Ha visto el ataque que le hacen a «Germinal» en este diario?

—No. ¿Qué dicen?

—El crítico lo llama a usted el escritor más inmoral del siglo XIX.

—Siempre lo mismo. ¿No encuentran otra cosa que decir de mí?

—Tienen razón, Zola —intervino Lautrec—. Encuentro tus libros carnales y obscenos.

—No cabe duda de que tú puedes opinar acerca de la obscenidad.

—¡Te embromaron esta vez, Lautrec!

—Mozo, —llamó Zola—, una vuelta de bebidas.

—Estamos listos, ahora —murmuró Cézanne a Anquetin—. Cuando Emile paga una vuelta quiere decir que tendremos que soportar su perorata durante una hora.

El mozo trajo la bebida y los pintores encendieron sus pipas y se acercaron en semicírculo. La lámpara de gas iluminaba el salón con espirales de luz, y el murmullo de las conversaciones de las mesas vecinas hacía un acompañamiento sordo y monótono.

—Llaman mis libros inmorales —dijo Zola—, por la misma razón que atribuyen inmoralidad a las pinturas de ustedes, Henri, El público no puede entender que no hay lugar para juicios morales en el arte. El arte es amoral y así es la vida. Para mí no existen ni pinturas ni libros obscenos, sólo existen libros mal concebidos y cuadros mal pintados. Una ramera pintada por Toulouse-Lautrec es moral porque sabe destacar la belleza que se oculta bajo su apariencia externa. Una campesina virgen ejecutada por Bouguereau es inmoral porque está submentalizada y tan empalagosamente dulce que el sólo mirarla da ganas de vomitar.

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