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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (24 page)

BOOK: Los señores del norte
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—¿Tú viniste de aquí, no?

—¿Sí, señor?

Volvió a pegarme, con más fuerza, y los demás esclavos observaban. Reconocían un animal herido cuando lo tenían delante, y sólo Finan sentía simpatía por mí, pero no podía hacer nada.

—Procedes de aquí —dijo Sverri—. ¿Cómo he podido olvidarlo? Aquí es donde te entregaron a mí —señaló hacia Sven, que estaba al otro lado de la salina, junto a la colina coronada de ruinas—. ¿Qué tiene que ver contigo Sven el Tuerto?

—Nada —contesté—. Nunca lo había visto antes.

—Cagarro mentiroso —escupió. Tenía instinto de mercader para los beneficios, así que ordenó que me soltaran del resto de remeros, aunque se aseguró de que los grilletes de mis tobillos estaban firmes, y que seguía llevando la cadena al cuello. Sverri la cogió por un extremo, con la intención de devolverme al monasterio, pero no llegamos más allá de la orilla de guijarros porque Sven también había estado pensándoselo mejor. Mi rostro lo perseguía en sueños, y en el rostro idiota y retorcido de Osbert había visto sus pesadillas, y ahora galopaba hacia nosotros, seguido de seis jinetes.

—Arrodíllate —me ordenó Sverri.

Me arrodillé.

El caballo de Sven frenó en la orilla de guijarros.

—Mírame —me ordenó una segunda vez, y la baba me cayó por la comisura del labio en la barba. Me retorcí, y Sverri me dejó nuevo de un golpe—. ¿Quién es? —quiso saber Sven.

—Me dijo que se llamaba Osbert, señor —contestó Sverri.

—¿Te lo dijo él?

—Me lo entregaron aquí, señor, en este lugar —repuso Sverri—, y me dijo que se llamaba Osbert.

Sven sonrió entonces. Desmontó y caminó hacia mí, levantándome la barbilla para mirarme a la cara.

—¿Te lo entregaron aquí? —le preguntó a Sverri.

—El rey Guthred me lo entregó, señor.

Sven me reconoció entonces y su rostro tuerto se contorsionó en una mezcla de triunfo y odio. Me atizó en la cabeza, tan fuerte que perdí el conocimiento por un instante y caí de lado.

—¡Uhtred! —proclamó triunfante—. ¡Eres Uhtred!

—¡Señor! —Sverri estaba delante de mí, protegiéndome. No porque me tuviera aprecio, sino porque estropeaba su mercancía.

—Es mío —le dijo Sven, y su espada susurró al salir de la vaina.

—Es mío porque yo lo vendo y vuestro si vos lo compráis —contestó Sverri humilde pero firmemente.

—Para llevármelo —repuso Sven— estoy dispuesto a matarte, Sverri, a ti y a todos tus hombres. Así que el precio de este hombre es tu vida.

Sverri supo entonces que había sido derrotado. Hizo una reverencia, me soltó la cadena del cuello y se apartó; entonces cogí la cadena del cuello, azoté el aire con el otro extremo, provocando que Sven tuviera que apartarse, y eché a correr. Los grilletes de los tobillos me hacían cojear, así que no tuve más remedio que meterme en el río. Tropecé en el suave oleaje y me di la vuelta, listo para usar la cadena como arma, y supe que estaba muerto porque los jinetes de Sven venían a por mí, así que me adentré más en el agua. Era mejor ahogarse, pensé, que sufrir las torturas de Sven.

Entonces los jinetes se detuvieron. Sven llegó más cerca pero también él frenó el caballo. Yo estaba metido en el río hasta el pecho, con la cadena en una mano, incómoda, listo para zambullirme de espaldas a una negra muerte en el río, cuando también Sven retrocedió. Dio otro paso atrás, se dio la vuelta y corrió a por su caballo. Había miedo en su rostro, y yo me arriesgué a volverme para ver qué era lo que tanto lo había asustado.

Y allí, llegando desde el mar, empujado por dos filas gemelas de remos y la suave marea alta, estaba el barco rojo.

C
APÍTULO
VI

El barco rojo estaba cerca y avanzaba a toda prisa. La proa llegaba coronada por una cabeza de dragón con colmillos negros y repleta de hombres armados con malla y cascos. Lo acompañaba un gran estrépito: las paladas de los remos en el agua, los gritos de sus guerreros y el bullir del agua blanca alrededor del enorme pecho rojo que era la alta proa. Tuve que echarme a un lado para evitarla, pues no aminoró el paso al acercarse a la playa, sino que siguió adelante, los remos rascaron en la playa con un tronar de guijarros desperdigados. Tenía el casco oscuro justo encima, un remo me atizó en la espalda, me lanzó hacia las olas, y cuando conseguí ponerme en pie a trompicones vi que el barco se había detenido con un golpe seco y una docena de hombres vestidos con malla saltaban a tierra con lanzas, espadas, hachas y escudos. Los primeros guerreros en tierra aullaron desafiantes mientras los remeros dejaban caer los remos, empuñaban armas y les seguían. Aquél no era ningún barco mercante, sino una embarcación vikinga llegada para matar.

Sven se dio a la fuga. Subió como pudo en la silla de montar y marchó al galope por el prado mientras sus seis hombres, mucho más valientes, se lanzaron a caballo contra los vikingos, pero las bestias perecieron bajo las hachas entre gritos y los jinetes desmontados acabaron hechos picadillo sobre la playa; la sangre corrió hasta las pequeñas olas junto a mí, que estaba boquiabierto y sin poder creerme lo que veían mis ojos. Sverri estaba de rodillas, con las manos bien a la vista para mostrar que no llevaba armas.

El patrón del barco rojo, glorioso con un casco empenachado con alas de águila, condujo a sus hombres hasta el prado y de allí a los edificios del monasterio. Dejó media docena de guerreros en la playa, y uno de ellos era un hombre descomunal, alto como un árbol y ancho como un tonel, que llevaba un hacha de guerra enorme manchada de sangre. Se quitó el casco y me sonrió. Dijo algo, pero no lo oí. Sólo miraba sin podérmelo creer, y él aún sonrió más.

Era Steapa.

Steapa
Snotor.
Steapa el Listo, significaba el nombre, y se trataba de una broma, pues no era el más espabilado de los hombres, pero era un gran guerrero que antaño fuera mi enemigo y después se convirtió en mi amigo. Ahora me sonreía desde la orilla y yo era incapaz de comprender qué hacía un guerrero sajón viajando en un barco vikingo. Y entonces me eché a llorar. Lloré porque era libre, y porque el rostro ancho, torvo y marcado de cicatrices de Steapa era la cosa más hermosa que había visto desde la última vez que estuve en aquella playa.

Salí a grandes zancadas del agua y lo abracé, y él me dio palmaditas en la espalda incómodo, y no podía parar de sonreír porque estaba contento.

—¿Eso os han hecho? —preguntó señalando mis grilletes de los pies.

—Los he llevado durante más de dos años —contesté.

—Separad las piernas, señor —contestó.

—¿Señor? —Sverri acababa de oír a Steapa y comprendió esa única palabra sajona. Se puso en pie y se acercó vacilante hacia nosotros—. ¿Eso os ha llamado? —me preguntó—. ¿Señor? —Me limité a quedarme mirándolo, y volvió a hincarse de hinojos—. ¿Quién sois vos? —preguntó asustado.

—¿Queréis que lo mate? —gruñó Steapa.

—Aún no —contesté.

—Os he mantenido con vida —dijo Sverri—. Os he alimentado.

Le señalé con un dedo.

—Cállate —le dije, y se calló.

—Separad las piernas, señor —me repitió Steapa—. Tensadme esa cadena.

Hice lo que me indicaba.

—Ten cuidado —le dije.

—¡Ten cuidado! —se burló, después levantó el hacha, y la pesada hoja silbó justo al lado de mi ingle, se estampó contra la cadena y los tobillos se me torcieron hacia dentro del golpe brutal, así que me tambaleé—. Estaos quieto —me ordenó Steapa, volvió a atizarle y esta vez la cadena se rompió—. Ya podéis caminar, señor —dijo Steapa, y podía, aunque aún me colgaban las cadenas de los tobillos.

Me acerqué a los muertos y elegí dos espadas.

—Libera a ese hombre —le dije a Steapa señalando a Finan, y Steapa siguió triturando cadenas y Finan llegó corriendo hasta mí, con una sonrisa de oreja a oreja, y los dos nos miramos, con los ojos encharcados por la alegría, y le tendí una espada.

Miró la espada por un instante, como si no creyera lo que veía, después la empuñó y aulló como un lobo en la noche. Luego me rodeó con sus brazos. Lloraba.

—Eres libre —le dije.

—Vuelvo a ser un guerrero —me dijo él—. ¡Soy Finan el Ágil!

—Y yo soy Uhtred —le dije, usando ese nombre por primera vez desde que abandonara años atrás esta misma playa—, y soy señor de Bebbanburg —me volví hacia Sverri, y la ira empezaba a bullir—. Soy el señor Uhtred —le dije—, el hombre que mató a Ubba Lothbrokson junto al mar y envió a Svein, el del Caballo Blanco, al banquete de los muertos. Soy Uhtred —ya estaba totalmente enfurecido. Acosé a Sverri y le levanté la cara con la punta de la espada—. Soy Uhtred —le dije—, y me vas a llamar señor.

—Sí, señor —repuso.

—Y éste es Finan de Irlanda —le dije—, y le vas a llamar señor.

Sverri miró a Finan, pero fue incapaz de sostenerle la mirada, y agachó los ojos.

—Señor —le dijo a Finan.

Quería cepillármelo allí mismo, pero tenía la impresión de que la utilidad de Sverri en este mundo aún no se había agotado por completo, así que me contenté con cogerle el cuchillo a Steapa, abrirle la túnica a Sverri y desnudar su hombro. Estaba temblando, esperaba que le rebanara el pescuezo, pero me limité a grabarle una S en la carne, y después le restregué arena por encima.

—Bueno, esclavo, dime —le pregunté—, ¿cómo me quito estos grilletes? —me señalé las cadenas con el cuchillo.

—Necesito herramientas de herrero, señor —contestó Sverri.

—Si quieres seguir vivo, Sverri, reza porque las encontremos.

Tenía que haber herramientas en el monasterio en ruinas, pues allí encadenaban los hombres de Kjartan a los esclavos, así que Steapa envió a dos hombres a investigar cómo liberarnos de las cadenas, y Finan se entretuvo despiezando a Hakka porque no le dejé que matara a Sverri. Los esclavos escoceses observaban maravillados cómo la sangre se arremolinaba en el mar junto al
Comerciante.
Finan bailó de alegría y cantó una de sus canciones salvajes; después se despachó al resto de la tripulación de Sverri.

—¿Por qué estás aquí? —le pregunté a Steapa.

—Fui enviado, señor —respondió orgullosamente.

—¿Enviado? ¿Quién te envió?

—Pues el rey, por supuesto —repuso.

—¿Te ha enviado Guthred?

—¿Guthred? —preguntó Steapa, confundido por el nombre, después sacudió la cabeza—. No, señor. Fue el rey Alfredo.

—¿Alfredo te ha enviado? —le pregunté; después me quedé con la boca abierta—. ¿Alfredo?

—Alfredo nos ha enviado —me confirmó.

—Pero estos hombres son daneses —y señalé a la tripulación que se había quedado en la playa con Steapa.

—Algunos son daneses —contestó Steapa—, pero la mayoría somos de Wessex. Nos ha enviado Alfredo.

—¿Alfredo os ha enviado? —volví a preguntar, y sabía que sonaba como un imbécil tarado, pero es que no me podía creer lo que estaba oyendo—. ¿Alfredo ha enviado daneses?

—Una docena, señor —dijo Steapa—, pero sólo están aquí porque lo siguen a él —señaló al patrón del barco, con su casco alado, que regresaba a grandes zancadas a la playa—. Es el rehén —me contó Steapa como si eso lo explicara todo—, y Alfredo me ha enviado para asegurarse de que mantendrá su palabra. Yo lo vigilo.

¿El rehén? Entonces recordé de quién era el emblema de las alas de águila, y avancé a trompicones hasta el patrón, impedido por las cadenas de los tobillos, y el guerrero que se acercaba se quitó el casco alado y apenas pude verle la cara por las lágrimas. Pero fui capaz de gritar su nombre.

—¡Ragnar! —grité—. ¡Ragnar!

Se reía cuando llegó hasta mí. Me abrazó, me dio una vuelta, me abrazó una segunda vez y luego me apartó de un empujón.

—Apestas —me dijo—, eres el cabrón más feo, peludo y apestoso que he visto jamás. Tendría que arrojarte a los cangrejos, pero ¿cómo van a querer los cangrejos algo tan asqueroso?

Reía y lloraba.

—¿Te ha enviado Alfredo?

—Sí que me envió, sí, pero no habría venido de haber sabido que te habías convertido en un cagarro asqueroso —contestó. Me sonrió con ganas y me recordó a su padre, todo su buen humor y su fuerza. Volvió a abrazarme—. Me alegro de verte, Uhtred Ragnarson —contestó.

Los hombres de Ragnar habían hecho huir al resto de tropas de Sven. Sven mismo había huido a caballo, en dirección a Dunholm. Quemamos los corrales de esclavos, los liberamos, y aquella noche, a la luz de las vallas de juncos, me liberaron por fin de los grilletes. Durante los siguientes días levantaba los pies a una altura ridícula, porque me había acostumbrado a las cadenas de hierro.

Me lavé. Una esclava escocesa pelirroja me cortó el pelo, observada por Finan.

—Se llama Ethne —me dijo. Hablaba su lengua, o por lo menos se entendían, aunque a mí me pareció que por el modo en que se miraban los distintos idiomas no iban a ser un obstáculo. Ethne había encontrado a dos de los hombres que la habían violado entre los muertos de Sven, y cogió la espada prestada a Finan para mutilar los cuerpos, operación que Finan contempló orgulloso. Ahora empleaba unas tijeras de esquilar para cortarme el pelo y recortarme la barba, y después me puse un jubón de cuero, pantalones limpios y zapatos como era debido. Y luego comimos en el monasterio en ruinas, y yo me senté con Ragnar a escuchar el relato de mi rescate.

—Llevamos siguiéndoos todo el verano —me contó Ragnar.

—Os vimos.

—Imposible no vernos, no con ese casco. Menudo espanto de barco. Odio los cascos de pino. Se llama el
Dragón de fuego,
pero yo lo llamo
Aliento de gusano.
Me llevó un mes ponerlo a punto para zarpar. Pertenecía a uno de los muertos de Ethandun, y estaba pudriéndose en el Temes cuando nos lo dio Alfredo.

—¿Y por qué haría una cosa así Alfredo?

—Porque dice que le devolviste el trono en Ethandun —contestó Ragnar y sonrió maliciosamente—. Alfredo exageraba —prosiguió—, estoy convencido. Supongo que darías cuatro tumbos armando jaleo, pero conseguiste engañarlo.

—Bastante hice —respondí en voz baja, recordando la larga colina verde—. Pero pensaba que Alfredo no se había dado cuenta.

—Sí se dio, sí —contestó Ragnar—, pero no lo hizo sólo por ti. Se llevó de camino un convento.

—¿Se llevó qué?

—Se consiguió un convento nuevo. Dios sabe para qué lo querrá. Yo te habría cambiado por una casa de putas, pero Alfredo consiguió un convento y parecía bastante satisfecho con el trueque.

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