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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (2 page)

BOOK: Los reyes heréticos
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Éste es el siglo del soldado.

Fulvio Testi, 1641

Prólogo

Los hombres siempre avanzan hacia el oeste. ¿Tendrá algo que ver con el camino del sol? El oeste los atrae como la llama de una vela a las polillas.

Han pasado muchos años, y aquí continúo: el último de los fundadores, con un cuerpo que ya casi no es mío al llegar el fin. He visto pasar cuatro siglos en el mundo, y su paso apenas ha marcado ningún cambio en la tierra que he convertido en mi hogar. Los hombres cambian, y les gusta creer que el mundo cambia con ellos. No es cierto; el mundo se limita a tolerarlos y continuar con sus revoluciones ancestrales.

Y sin embargo hay algo en el aire, como un susurro de invierno en este país que no conoce estaciones. Siento que se acerca un cambio.

Llegaron siguiendo el rumbo azafrán y escarlata del sol poniente, como siempre supimos que ocurriría, con sus altos barcos arrastrando guirnaldas de algas en los cascos devorados por los gusanos.

Los observamos desde la jungla. Hombres con armaduras llenas de sal y rostros hinchados por el escorbuto, armados con espadas y lanzas, y, más tarde, con apestosos arcabuces de mechas lentas que centelleaban y siseaban con el viento. Hombres enjutos de Hebrion, de Astarac o Gabrion; los navegantes y exploradores del Viejo Mundo. Rudos bucaneros con los ojos cegados por la avaricia.

Nosotros llegamos huyendo de algo; ellos venían buscando. Les dimos terror para llenar los estómagos y pesadillas para sus bolsas. Los convertimos en presas, y tomamos de ellos lo que deseamos.

Sus barcos se pudrieron lentamente en sus amarras, descuidados y llenos de fantasmas. A unos cuantos, muy pocos, les permitimos vivir, para que llevaran la historia a las Monarquías de Dios. De este modo se creó el mito. Ocultamos nuestra tierra tras una cortina de historias fantásticas y rumores siniestros. Cubrimos la realidad con la hipérbole de locura; forjamos una leyenda como la hoja de una espada sobre el yunque de un herrero. Y la templamos con sangre.

Pero el cambio se acerca. Hemos pasado aquí cuatro siglos, y nuestra gente ha ido regresando lentamente al este de acuerdo con el plan. Ahora están en todos los puntos de Normannia. Dirigen soldados, predican a las multitudes, vigilan las cunas. Algunos aconsejan a los reyes.

Ha llegado el momento de que nuestras quillas vuelvan a cruzar el Océano Occidental y recuperen lo que es nuestro. La bestia aparecerá al final. Cada lobo tendrá su momento.

Primera parte
Cisma
1
Año del Santo 551

Hacía rato que habían sonado las vísperas, pero el hermano Albrec había fingido no enterarse. El monje mordió el extremo de su pluma, de modo que algunos fragmentos húmedos cayeron sobre el banco, pero no se percató de ello. Su rostro, parpadeando a la débil luz de la lámpara, se parecía al de un topo miope, agudo e inquisitivo. La mano le temblaba al dar la vuelta a la página de un antiguo pergamino que yacía ante él. Cuando una esquina del documento se desintegró al contacto de sus ágiles dedos, emitió un débil gemido con la parte trasera de la garganta, como un perro cuyo amo abandona sin él la habitación.

Las palabras del pergamino estaban delicadamente trazadas, pero la tinta se había desteñido. Era un documento extraño, pensó. No había ninguna de las ilustraciones que siempre había considerado un adorno necesario en los textos sagrados de Ramusio. Sólo palabras, escuetas, desnudas y elegantemente escritas, pero desvaneciéndose bajo el peso de tantos años.

El pergamino era de mala calidad. Se preguntó si el antiguo escriba no conocía la vitela, pues se trataba de un documento escrito a mano, no producido en las famosas imprentas de Charibon. Era muy antiguo.

Y, sin embargo, parecía que el autor no hubiera querido atraer demasiada atención sobre su obra. De hecho, el manuscrito había sido descubierto oculto en una rendija de la pared, en uno de los niveles inferiores de la biblioteca, en forma de fajo de pergaminos irregulares. El hermano Columbar se lo había llevado a Albrec. La primera idea del monje había sido utilizarlo como papel secante para el
scriptorium
, pues Charibon todavía producía libros escritos a mano. Pero la escritura perfecta apenas visible del pergamino le había hecho vacilar y solicitar la opinión del bibliotecario asistente. La curiosidad natural de Albrec había hecho el resto.

Estuvo a punto de detenerse y levantarse para advertir al bibliotecario jefe. Pero algo mantenía al pequeño monje clavado allí, leyendo con fascinación mientras los demás hermanos sin duda habían empezado ya a cenar.

El trozo de pergamino tenía cinco siglos de antigüedad. Era casi tan antiguo como la propia Charibon, la más sagrada de todas las universidades monasterio tras la desaparición de Aekir. Cuando el autor desconocido escribía sus palabras, el bendito Ramusio acababa de ascender al cielo; era concebible que aquel gran acontecimiento hubiera tenido lugar durante la vida del escritor.

Albrec contuvo la respiración mientras el pergamino, delgado como un pétalo, se pegaba a sus dedos sudorosos. Le daba miedo respirar encima de él, temiendo que aquel texto, antiguo e irreemplazable, se emborronara y quedara ilegible, o que se desintegrara como la arena bajo un céfiro repentino.

… y le suplicamos que no nos dejara solos y desamparados en un mundo tan oscuro. Pero el bendito Santo se limitó a sonreír. «Soy un hombre anciano», dijo. «Os dejo para que continuéis lo que yo he empezado; mi tiempo aquí ha terminado. Todos sois hombres de fe; si creéis en las cosas que os he enseñado y ponéis vuestras vidas en manos de Dios, no hay necesidad de tener miedo. El mundo es un lugar oscuro, sí, pero se ha oscurecido por voluntad del hombre, no de Dios. Es posible cambiar el curso de la historia: lo hemos demostrado. Recordad, en los años venideros, que no sólo sufrimos la historia; también la creamos. Todo hombre tiene la capacidad de cambiar el mundo. Todo hombre tiene una voz con la que hablar; y si esa voz es silenciada por los que no quieren escuchar, otro hablará, y luego otro. La verdad puede silenciarse durante un tiempo, sí, pero no para siempre…

El resto de la página había sido arrancado. Albrec hojeó los fragmentos indescifrables que la seguían. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y parpadeó para ahuyentarlas al comprender que las partes que faltaban estaban perdidas por completo. Era como si alguien diera una gota de agua a un hombre perdido en el desierto, para derramar después un cuarto de galón sobre la arena.

Finalmente, el menudo clérigo se levantó del duro banco y se arrodilló para rezar sobre el suelo de piedra.

La vida del Santo, un texto original que nadie había visto hasta entonces. Contaba la historia de un hombre llamado Ramusio, que había nacido, vivido y envejecido, que había reído, llorado y pasado noches en vela. La historia de la figura central de la fe del mundo occidental, escrita por un contemporáneo… posiblemente incluso por alguien que lo había conocido personalmente.

Aunque una gran parte se había perdido, también se había ganado mucho. Era un milagro, y se le había concedido a él. Dio gracias a Dios de rodillas por habérselo concedido. Y rezó a Ramusio, el bendito Santo al que empezaba a ver como a un hombre; un ser humano igual que él mismo, aunque infinitamente superior, por supuesto. No la imagen icónica que la Iglesia había creado a partir de él, sino un hombre. Y todo gracias a aquel documento increíblemente precioso que tenía ante sí.

Regresó a su asiento, limpiándose la nariz con la manga del hábito, besando su humilde símbolo del Santo hecho de madera de roble. Aquel texto no tenía precio; era comparable al
Libro de los Hechos
compilado por San Bonneval en el siglo I. Pero, ¿cuántas partes se habían conservado del texto original? ¿Cuántas partes eran legibles?

Volvió a inclinarse sobre el texto, ignorando los pinchazos de dolor que le recorrían los hombros y el cuello.

Ningún título o portada, nada que pudiera indicar la identidad del autor o su patrono. Albrec sabía que, cinco siglos atrás, la Iglesia no poseía el monopolio casi total del conocimiento del que gozaba en aquellos momentos. En los tiempos del autor del texto, aún quedaban mu-chas partes del mundo sin convertir a la verdadera fe, y los nobles ricos protegían a escribas y artistas en un centenar de ciudades a cambio de que copiaran antiguos textos paganos, o incluso de que inventaran textos nuevos. La alfabetización estaba más extendida. Pero con la llegada al poder de los inceptinos, unos doscientos años atrás, la alfabetización había vuelto a declinar, pasando a ser una prerrogativa de los profesionales. Se decía que todos los antiguos emperadores fimbrios sabían leer y escribir, mientras que hasta hacía muy poco, casi ningún rey occidental había sido capaz de deletrear su propio nombre. La situación había cambiado con la nueva generación de reyes recién llegada al poder, pero los gobernantes más viejos aún preferían un sello a una firma.

Le escocían los ojos, y Albrec se los frotó, haciendo brotar luces de la oscuridad bajo sus párpados cerrados. Su amigo Avila lo habría echado de menos durante la cena, e incluso era posible que lo estuviera buscando. A menudo regañaba a Albrec por saltarse las comidas. No importaba. Cuando viera la joya que había descubierto…

El leve golpe de una puerta al cerrarse. Albrec parpadeó, mirando a su alrededor. Una mano cubrió el antiguo documento con un montón de papeles sueltos, mientras la otra alcanzaba la lámpara.

—¿Hola?

No hubo respuesta. La sala de los archivos era larga y estaba abarrotada, con estanterías llenas de montones de libros y pergaminos que la dividían en compartimentos. También estaba totalmente a oscuras, a excepción del lugar donde la temblorosa llama de la lámpara de Albrec parpadeaba en un cálido círculo de luz amarilla. Nada.

La biblioteca contaba con sus propios fantasmas, por supuesto; ¿qué edificio antiguo no los tenía? En ocasiones, los clérigos que trabajaban hasta muy tarde habían percibido un aliento gélido en las mejillas, o sentido una presencia observadora. En una ocasión, el bibliotecario jefe, Commodius, había tenido que pasar una noche en vela en la biblioteca rezando a Garaso, el santo cuyo nombre llevaba el edificio, porque algunos novicios sentían verdadero terror de las sombras que juraban que se reunían allí después de oscurecer. No había sucedido nada, y los novicios habían sido blanco de las burlas durante muchas semanas después.

Un arañazo en la oscuridad, más allá de la luz de la lámpara. Albrec se puso en pie, aferrando su símbolo del Santo en forma de A.

—«Dulce Santo que velas por mí en los espacios sin luz de la noche» —dijo, recitando la antigua oración de viajeros y peregrinos—, «sé mi lámpara, mi guía y mi báculo,/y protégeme de la ira de la bestia.»

Dos luces amarillas parpadearon en la oscuridad. Albrec tuvo una impresión momentánea de algo enorme agazapado en las sombras. La insinuación de un hedor animal que duró sólo un segundo, y luego desapareció.

Alguien estornudó, y el sobresalto de Albrec sacudió la mesa detrás de él. La lámpara tembló y el pábilo siseó cuando el aceite se le derramó encima. Las sombras se cernieron sobre él mientras la iluminación vacilaba. Albrec sintió que el duro roble del símbolo crujía bajo los huesos de sus pálidos dedos. No podía hablar.

De nuevo una puerta, y el ruido de pies desnudos sobre la piedra del suelo. Una forma surgió de la oscuridad.

—Os habéis vuelto a perder la cena, hermano Albrec —dijo una voz.

La figura avanzó hacia la luz. Una cabeza alta, demacrada, casi sin cabello, con unas orejas enormes y unas cejas fantásticamente arqueadas a cada lado de una gran nariz. Los ojos eran brillantes y amistosos. Albrec soltó un suspiro tembloroso.

—¡Hermano Commodius!

Una ceja se elevó rápidamente.

—¿A quién esperabais? El hermano Avila me ha pedido que os buscara. Está haciendo penitencia de nuevo: el vicario general sólo puede tolerar un número limitado de guerras de pan durante una noche, y la puntería de Avila no es demasiado buena. ¿Habéis estado cavando en el polvo en busca de oro, Albrec?

El bibliotecario jefe se acercó a la mesa. Siempre andaba descalzo, en invierno y en verano, y sus pies, anchos y de uñas negras, estaban en consonancia con su nariz.

Albrec había recuperado el control de su respiración.

—Sí, hermano. —De repente, la idea de contar su descubrimiento al bibliotecario jefe dejó de parecerle atractiva. Empezó a balbucear—. Algún día, espero encontrar allí abajo algo maravilloso. ¿Sabíais que casi la mitad de los textos de los archivos de abajo nunca han sido catalogados? ¿Quién sabe lo que podría esperarme?

Commodius sonrió, convirtiéndose en una especie de ogro alto y cómico.

—Aplaudo vuestro esfuerzo, Albrec. Sentís verdadero amor por la palabra escrita. Pero no olvidéis que los libros no son más que los pensamientos de los hombres hechos visibles, y no todos esos pensamientos pueden ser tolerados. Muchos de los textos sin catalogar de los que habláis son sin duda heréticos; miles de pergaminos y libros fueron traídos aquí desde toda Normannia en los días de las Guerras Religiosas, para que los inceptinos los examinaran. La mayor parte fueron quemados, pero se dice que muchos quedaron abandonados y olvidados en los rincones. De modo que debéis tener cuidado con lo que leéis, Albrec. Ante el menor indicio de heterodoxia en un texto, deberéis traérmelo. ¿Queda claro?

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