Lo que ocurrió a continuación fue bien visible a la luz de las lámparas de los piratas.
Dentro del campo artificial de gravedad existente en la compuerta, Lucky se precipitó de pronto hacia el piso rocoso, donde golpeó con tanta violencia que le faltó el aliento. Las risotadas de Dingo, verdaderos aullidos,
llenaron el ambiente.
La puerta externa se cerró; luego se abrió la interna. Lucky se puso de pie, agradecido, a pesar de todo, de regresar a la gravedad normal.
Dingo empuñaba un desintegrador.
—Entra, chivato.
Lucky se detuvo en cuanto cruzó la puerta hacia el interior del asteroide. Sus ojos se deslizaron, veloces, de uno a otro lado en tanto que el hielo se formaba en los bordes de su placa visora. Y lo que vio no fue la biblioteca de Hansen, alumbrada suavemente, sino una inmensa galería, cuyo techo se apoyaba en una larga hilera de pilares. No le fue posible ver el otro extremo. A intervalos regulares, sobre las paredes, se abrían puertas que daban a otras salas. Muchos hombres iban y venían, de prisa, por los corredores, y se advertía un fuerte olor a ozono y a aceite en el aire. A la distancia, se dejaba oír el característico rum-rum de los que debían ser gigantescos motores híper-atómicos.
Era evidente que no estaban en la morada de un ermitaño, sino en una gran planta industrial dentro de un asteroide.
Lucky se mordió el labio inferior, pensativo, y se preguntó con cierta angustia si toda esa información habría de morir con él.
Dingo ordenó:
—Allá, basura. Métete allá.
Le indicaba la puerta de un depósito, cuyos anaqueles y cajones estaban llenos, pero donde no había ningún ser humano, excepto ellos mismos.
—Oye, Dingo —dijo uno de los piratas con voz nerviosa—, ¿por qué le estamos haciendo ver todo esto? No pienso...
—No hables, pues —interrumpió Dingo y se echó a reír—. No temas, a nadie podrá hablarle de nada de lo que ve aquí. Te lo aseguro. Pero ahora tengo que ajustarle una pequeña cuenta. Quítale el traje.
Mientras hablaba, el pirata se había quitado su traje espacial, del que emergió su mole imponente. Con una mano acarició el dorso peludo de la otra: saboreaba el momento con intensidad.
Lucky dijo con firmeza:
—El capitán Antón no te ha dado órdenes de matarme. Lo que quieres es zanjar una disputa personal y sólo lograrás meterte en un lío. Yo soy un hombre valioso para el capitán y él lo sabe.
Dingo se había sentado sobre el borde de un cajón lleno de pequeños objetos metálicos, con una mueca en la cara.
—Quien te oyese, basura, pensaría que tienes algo de razón. Pero no nos has engañado. Cuando te dejamos en la roca con el ermitaño, ¿qué crees tú que hacíamos nosotros? Vigilábamos. El capitán Antón no es ningún tonto, y me envió de regreso; me dijo: «Observa la roca y regresa para informar qué ocurre.» Os he visto cuando partíais en la nave del ermitaño y os podía haber destrozado, pero la orden era seguiros.
»He permanecido cerca de Ceres durante un día y medio y he visto que la nave del ermitaño volvía a salir al espacio. Aguardé unas horas más y luego he visto que esa otra nave le salía al encuentro. El tipo que estaba en la nave del ermitaño pasó a la otra nave, y luego os he seguido.
Lucky no pudo reprimir una sonrisa:
—Has intentado seguirnos, querrás decir.
La cara de Dingo se convirtió en una mancha encarnada; con verdadera furia reconoció:
—De acuerdo. Has sido más veloz. Tu máquina es buena para la carrera. ¿Y qué? No debía darte caza. Sólo he tenido que venir aquí y aguardar. Sabía muy bien hacia dónde te encaminarías. Y ahora te he cogido, ¿no?
Lucky arguyó:
—Bien, ¿pero qué sabes tú, en realidad? En la roca del ermitaño yo estaba desarmado. Yo no tenía una sola arma y el ermitaño tenía un desintegrador y me he visto obligado a hacer lo que él decía. Estaba empeñado en ir a Ceres y me ha forzado a acompañarlo para poder engañaros si nos sorprendíais diciendo que yo le había raptado. Tú mismo has admitido que me he marchado de Ceres tan pronto como he podido para regresar aquí.
—¿En una bella y brillante nave del gobierno?
—La he robado, ¿y qué? Esto sólo significa que tendréis una nueva nave para vuestra flota. Y una de las buenas.
Dingo buscó la mirada de los otros piratas antes de comentar:
—Pues sí que nos baña con polvo de cometa, ¿eh?
—Te lo advierto nuevamente —dijo Lucky—, el capitán te hará responsable a ti de cualquier cosa que me suceda.
—No, no lo hará —gruñó Dingo—, porque él sabe muy bien quién eres tú y yo también lo sé, señor David Lucky Starr. Venga, muévete hacia aquí.
Dingo se puso de pie, y dijo a sus dos compañeros:
—Quitad esos cajones de ahí, quitadlos de en medio.
Ambos hombres observaron por un instante su rostro duro, congestionado, y luego hicieron lo que se les ordenaba. El cuerpo voluminoso, casi deforme, de Dingo estaba apenas encorvado hacia adelante, la cabeza hundida entre los hombros musculosos y sus gruesas piernas combadas se asentaban en el suelo rocoso con fuerza. Sobre su labio superior resaltaba la cicatriz, más blanca que nunca.
—Hay formas fáciles de liquidarte y hay formas hermosas de hacerlo. No me gustan los espías y sobre todo no me gusta un chivato que me juega sucio en un duelo de pistolas impelentes. Así pues, antes de terminar contigo te haré pedazos.
Comparado con su oponente, Lucky parecía alto y delgado.
—Dime, Dingo, ¿eres bastante hombre como para vértelas conmigo solo o tus amigos te ayudarán?
—No necesito ayuda, bonito. —El pirata rió con grosería—. Pero si intentas escapar, te detendrán, y si sigues intentado escapar, ellos tienen látigos neurónicos que te detendrán por completo. —Alzó la voz en ese momento—: Y vosotros, utilizadlos si es preciso.
Lucky aguardó a que el otro hiciera algún movimiento. Allí, frente a frente con su enemigo, sabía que la táctica menos indicada sería la de buscar una lucha a corta distancia.
Si permitía que el pirata le rodeara el pecho con sus poderosos brazos, en pocos instantes tendría todas las costillas rotas.
Con el puño derecho recogido, Dingo se adelantó. Lucky se mantuvo en su lugar y, en el momento exacto, dio un paso a la derecha, cogió el brazo izquierdo de su contrincante, lo forzó hacia atrás y, aprovechando el impulso, le echó una zancadilla.
Dingo cayó pesadamente y se deslizó por el suelo, un par de metros. Sin embargo, se incorporó de inmediato; tenía una mejilla arañada y brillos fugaces de locura destellando en los ojos.
El pirata cargó contra Lucky, que se había retirado, ágil, hacia uno de los cajones que se alineaban contra la pared.
Lucky se apoyó en un borde del cajón y describió con sus piernas un semicírculo que fue a dar al medio del pecho de Dingo; por un segundo el pirata se detuvo; Lucky giró con rapidez y volvió a plantarse en medio del salón.
Uno de los piratas aconsejó:
—Eh, Dingo, déjate de tonterías.
—Lo mataré, lo mataré —jadeó Dingo.
Pero se comportó con cautela; sus ojillos estaban casi ocultos entre las bolsas de sus párpados. Se acercó lentamente, estudiando a Lucky, aguardando el momento favorable para su ataque.
El joven se burló:
—¿Qué sucede, Dingo? ¿Me tienes miedo? Para ser tan fanfarrón, te has asustado muy pronto.
Tal como Lucky lo había supuesto, Dingo gruñó furioso y se precipitó de cabeza hacia él, en línea recta; no fue difícil evadir la acometida; su mano derecha, de lado, se abatió fuerte y veloz sobre la nuca de Dingo.
Lucky había visto a muchos hombres quedar inconscientes luego de ese golpe especial; también había visto a más de uno muerto de ese modo. Pero Dingo apenas se tambaleó, y luego de sacudir la cabeza, se volvió, bramando.
Pesado en sus movimientos, el pirata se adelantó hacia Lucky, que bailoteaba sin cesar. Cuando estuvieron frente a frente, el joven consejero castigó la mejilla arañada de su rival con un vigoroso puñetazo. La sangre comenzó a manar, pero Dingo no hizo ningún gesto para detener el golpe, ni parpadeó siquiera al recibirlo.
Lucky, luego de unas fintas, aplicó dos golpes más en el rostro del pirata, pero éste no pareció advertirlos. Dingo avanzaba, avanzaba siempre.
De pronto, en forma inesperada, cayó al suelo; en apariencia había tropezado, pero sus brazos se adelantaron y una de sus manos se cerró sobre el tobillo derecho de Lucky quien, a su vez, cayó al suelo.
—Ahora te he cogido —masculló Dingo.
El pirata estiró su otra mano hasta la cintura de Lucky y, en un instante y estrechamente abrazados, ambos rodaban por el piso.
Lucky sintió la presión que crecía y le estrechaba, sintió el dolor que estallaba dentro y avanzaba como una llamarada. El fétido aliento de Dingo lo invadía y su jadeo sonaba junto al oído del joven.
El brazo derecho de Lucky estaba libre, pero el izquierdo había quedado preso en el abrazo implacable de su rival en torno a su pecho. Con el último ímpetu de sus fuerzas, Lucky lanzó su puño derecho hacia arriba; a unos diez centímetros, el puñetazo estalló contra la mandíbula de Dingo, con una intensidad que le colmó de dolor todos los músculos de su brazo.
La presión de Dingo sobre el pecho de Lucky se debilitó y éste, con una rápida contorsión, quedó fuera del abrazo feroz y se puso de pie.
Dingo se incorporó con lentitud; sus ojos se veían vidriosos y un hilo de sangre había comenzado a brotar de su boca.
— ¡El látigo! ¡El látigo! —Dingo escupió, más que dijo, las palabras.
De inmediato se volvió hacia uno de los piratas que estaban de pie, inmóviles, con una mirada turbia y confundida, y arrancó de sus manos el arma, mientras lo empujaba con furia.
Lucky intentó evitar el latigazo, pero ya la correa estaba restallando en el aire; cuando el golpe llegó a su costado derecho, todos los nervios de esa zona respondieron al estímulo, envolviéndole en una onda de agudo dolor. El cuerpo del joven perdió su rigidez y cayó al suelo.
Por un instante sus sentidos le obedecieron sólo confusamente y un resto de conciencia le hizo pensar que su muerte estaba muy cercana. Entre las brumas de su cerebro traspasado por el efecto del látigo neurónico, oyó la voz de uno de los piratas:
—Oye, Dingo, el capitán ha dicho que esto debía parecer un accidente. Es un hombre del Consejo de Ciencias y...
Fue todo lo que Lucky logró oír.
Cuando recobró el sentido llevaba otra vez el traje espacial. El costado derecho le escocía con la sensación lacerante de mil agujas clavadas a todo lo largo de sus músculos. En ese instante le ajustaban el casco. Dingo, con los labios hinchados, la mejilla y la mandíbula enrojecidas, observaba lleno de placer maligno.
Comenzó a oírse una voz a través de la puerta. Deprisa, hablando atropelladamente, un hombre entró en el cuarto. Lucky oyó que decía:
—... Para el puesto 247. La cosa se ha puesto de tal forma que no puedo rastrear todos los encargos. Ni siquiera me es posible mantener nuestra órbita dentro de las correcciones de las coordenadas de...
La voz se debilitó primero para luego callar. Lucky giró la cabeza y vio un hombrecillo con gafas y cabellos grises. Apenas había franqueado el umbral y con una mezcla de asombro e incredulidad contemplaba la escena que sus ojos habían sorprendido.
— ¡Fuera! —vociferó Dingo.
—Pero es que tengo que cumplir con un encargo...
— ¡Luego!
El hombrecito se marchó; el casco de Lucky ya estaba en la posición correcta sobre su cabeza.
Le llevaron afuera nuevamente, a través de la compuerta de aire, hacia una superficie, que ahora estaba apenas iluminada por el resplandor débil del lejano Sol. Una catapulta estaba a la espera, sobre un plano rocoso. Su funcionamiento no era un misterio para Lucky. Un cabestrante automático ponía en tensión una gran palanca metálica que se inclinaba, con lentitud, más y más, hasta llegar a la línea horizontal, a partir de la posición de reposo, que había sido oblicua. Los piratas ataron el extremo de la palanca con correas que luego enlazaron en la cintura de Lucky.
—Quédate quieto —advirtió Dingo. Su voz sonaba lejana y poco clara en los oídos del hombre del Consejo de Ciencias, que comprendió que su receptor estaba averiado—. Estás malgastando tu oxígeno. Y para que te sientas más tranquilo: enviaremos naves que atacarán a tu amigo y le harán trizas antes de que él pueda ganar velocidad, si es que se le ocurre huir.
Un instante más y Lucky percibió la vibración seca y potente de la palanca al ser liberada. Con fuerza aterradora, la catapulta volvió a su posición original y el lazo de su cintura se abrió suavemente. El cuerpo de Lucky saltó al espacio, a una velocidad de dos kilómetros por minuto, o más, sin fuerza de gravedad que pudiera detener su loco vuelo. Tuvo una visión fugaz del asteroide y de los piratas con las cabezas inclinadas hacia él, mirándole.
Pero todo se desvaneció casi inmediatamente, mientras su cuerpo se elevaba.
Lucky revisó su traje espacial. Sabía ya que su aparato radiorreceptor estaba averiado; sin duda el control de sensibilidad no funcionaba. Esto significaba que su voz tendría un alcance de pocos kilómetros en el espacio. Probó la pistola impelente del traje, pero sin resultado: los depósitos de gas habían sido vaciados.
Estaba indefenso por completo. Sólo el contenido de un cilindro de oxígeno lo separaba de una lenta, horrible muerte.
Con una opresión ominosa en el pecho, Lucky analizó su situación. Estaba seguro de interpretar correctamente los planes de los piratas. Por un lado, su deseo era quitarle de en medio sin que él llegara a saber demasiado.
Por otro, querían que fuese hallado muerto de modo que el Consejo de Ciencias no pudiera probar en forma concluyente que su muerte había sido ocasionada por los piratas.
Veinticinco años antes los piratas habían cometido el error de matar a un funcionario del Consejo y la correspondiente reacción casi los había exterminado. Esta vez serían más prudentes.
«Atacarán a la Shooting Starr —pensó Lucky—, la aislaran con una interferencia, para impedir que Bigman emita un mensaje de socorro. Podrán barrenarla con un cañón, para que el choque en la nave se asemeje a un golpe con un meteorito, y hasta serían capaces de enviar a bordo a sus propios ingenieros, para que averiasen los activadores del escudo.» Así parecería que un defecto del mecanismo habría impedido que el escudo cubriera el casco de la nave en el instante en que el meteorito se acercaba.