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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los piratas de los asteroides (12 page)

BOOK: Los piratas de los asteroides
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—Si lo hubieras llevado desde el primer momento, Lucky, no habrías tenido ningún inconveniente. ¿Recuerdas lo que sucedió en Marte? —Bigman ahogó una risita aguda—. Brillaba alrededor de tu cuerpo, como el humo, sólo que luminoso, y se te veía como entre una bruma. Y no se te distinguía la cara, que parecía una mancha de luz blanca.

—Sí —dijo Lucky, secamente—. Y a éstos los asustaría. Querían quitarme de en medio con sus desintegradores y ni siquiera me herirían. Entonces, habrían salido del Atlas y desde veinte kilómetros habrían destrozado la nave. Y yo sería una piedra muerta a estas horas. No olvides que el escudo es sólo un escudo. No me otorga poderes ofensivos, de ninguna manera.

—¿Y no piensas llevarlo nunca más? —preguntó Bigman.

—Cuando sea necesario. No antes. Si lo utilizo demasiado a menudo, se perderá el efecto. Se conocerían sus puntos débiles y yo me convertiría en el blanco de cualquiera que se me enfrente.

Lucky observó el instrumental de medición. Con serenidad advirtió:

—Preparado para una nueva aceleración.

— ¡Eh! —exclamó Bigman.

Luego, cuando se sintió oprimido contra su asiento, cuando tuvo que luchar para mantener su respiración, ya no le fue posible decir nada más. Una luminosidad rojiza cubría sus ojos y sintió que la piel se le estiraba hacia atrás, como si intentara abandonar sus huesos.

Esta vez la Shooting Starr llevó su aceleración al máximo, durante quince minutos.

Hacia el final, Bigman apenas estaba consciente. Luego, cuando el período de aceleración terminó, la vida volvió a latir en ambos.

Lucky sacudía la cabeza y respiraba en forma entrecortada. Bigman le

dijo:

— ¡Eh! No es nada divertido.

—Lo sé —convino Lucky.

—¿Y qué ocurre? ¿No teníamos bastante velocidad?

—No la suficiente. Pero ya está bien. Nos los hemos quitado de encima.

—¿Quitado a quién?

—A quienes nos seguían. Alguien nos ha seguido, Bigman, desde el instante en que has puesto un pie en la Shooting Starr. Mira el ergómetro.

Bigman echó una mirada al aparato. El ergómetro se parecía al del Atlas sólo por el nombre; en esa nave, el ergómetro era un modelo primitivo, diseñado para registrar radiaciones de otro motor con la finalidad de liberar los cohetes salvavidas. Ese era su único objetivo. El ergómetro de la Shooting Starr podía registrar el esquema de radiación de motores híper- atómicos en naves no mayores que un cohete salvavidas normal, y a

distancias de más de tres millones de kilómetros.

Aun en ese mismo instante la línea negra en el folio cuadriculado indicaba una débil pero periódica variación.

—Eso no es nada —comentó Bigman.

—Lo era, hace unos momentos. Míralo tú mismo —Lucky desenrolló el cilindro de papel ya impreso por la aguja; las oscilaciones de la línea se veían más pronunciadas, y su origen era inequívoco—. ¿Lo ves, Bigman?

—Pudo haber sido cualquier nave espacial. Pudo haber sido una nave de carga de Ceres.

—No. Por una sola razón: ha intentado seguimos y, hasta cierto punto, lo ha logrado, lo cual significa que tiene un ergómetro excelente. Además, ¿has visto alguna vez un esquema de radiación similar a éste?

—No, Lucky, no exactamente igual a éste.

—En cambio yo sí lo he visto: el de la nave que abordó al Atlas. Este ergómetro realiza un análisis mucho más completo de la radiación, pero la semejanza es definitiva. El motor de la nave que nos ha seguido era de diseño sirio.

—O sea que era la nave de Antón.

—U otra similar. En este caso no es importante. De todos modos, los hemos dejado atrás.

—En este momento —dijo Lucky— estamos en el preciso punto en que tendría que hallarse la roca del ermitaño; o, al menos, dentro de un radio de unos cuarenta mil kilómetros.

—Pues aquí no veo nada —comentó Bigman.

—Así es, no hay nada. El registro de gravedad no indica la cercanía de ninguna masa asteroidal. Estamos dentro de lo que los astrónomos denominan la zona prohibida.

—Aja —asintió Bigman prudentemente—, ya veo.

Lucky sonrió: no había nada que ver. Una zona prohibida en el cinturón asteroidal no se veía muy distinta de una parte del cinturón que estuviese sembrada de rocas, al menos a la observación directa, sin instrumental óptico. A menos que un asteroide se hallara a una distancia cercana a los ciento ochenta kilómetros, la vista de conjunto era la misma.

Estrellas o cuerpos que semejaban estrellas cubrían el firmamento; no era posible asegurar cuáles de ellos eran asteroides y no estrellas, a menos que se hiciese una observación muy prolongada, para ver qué presuntas «estrellas» variaban su posición relativa, o a menos que se utilizara un telescopio.

Bigman inquirió:

—Bien, ¿qué haremos?

—Observar las cercanías. Y esto tal vez nos llevará un par de días.

La trayectoria de la Shooting Starr se tornó errática; la nave se dirigió hacia la región exterior del Sistema Solar, abandonando la zona prohibida en dirección a las agrupaciones más cercanas de asteroides. El registro de fuerza de gravedad mostró, con el salto de sus agujas, la aproximación a masas aún distantes.

Uno detrás de otro, los pequeños cuerpos se deslizaron por la pantalla visora, permanecieron en ella mientras su capacidad de movimiento lo permitía y luego desaparecieron.

La velocidad de la Shooting Starr había disminuido hasta convertirse en un relativo deslizamiento, pero aun así los kilómetros recorridos superaban los cientos de miles y alcanzaban los millones. Transcurrieron varias horas; una docena de asteroides apareció y quedó atrás.

—Será mejor que comas —dijo Bigman.

Pero Lucky se contentó con un bocadillo y unos sorbos de agua mientras él y Bigman se alternaban para observar la pantalla visora, el registro de gravedad y el ergómetro.

De pronto, a la vista de un asteroide, Lucky dijo con voz tensa:

—Ahora descenderé.

Bigman, sorprendido, preguntó:

—¿Es ése el asteroide? —advirtió sus angulosidades—. ¿Lo has reconocido?

—Creo que sí, Bigman. Sea como fuere, tenemos que investigarlo.

Media hora más tarde, Lucky había conducido la nave hasta la zona sombreada del asteroide.

—Mantente aquí —ordenó Lucky—. Uno de los dos debe quedarse en la nave y tú eres el indicado. No lo olvides: no es imposible detectar la presencia de la nave, pero si te mantienes en la sombra, con las luces apagadas y los motores al mínimo, será muy difícil para ellos localizarte. Según el registro actual del ergómetro, ahora no hay ninguna nave en las cercanías. ¿De acuerdo?

— ¡De acuerdo!

—Lo que debes recordar como cosa principal es esto: no vayas en mi busca por ninguna razón; cuando yo haya cumplido mi objetivo vendré hacia aquí. Si no regreso dentro de doce horas y tampoco he llamado durante ese tiempo irás a Ceres con un informe, después de tomar fotografías de este asteroide desde todos los ángulos posibles.

La expresión del rostro de Bigman denotaba claramente hosquedad y

obstinación:

—¡No!

—Aquí está el informe —dijo Lucky con voz inalterable, a la vez que cogía de un bolsillo interno una cápsula personal—. Esta cápsula está especialmente sellada para el doctor Conway. Él es el único que puede abrirla, y debe tener esta información en su poder, prescindiendo de lo que pueda ocurrirme a mí, ¿comprendes?

—¿Qué hay dentro? —preguntó Bigman, sin tender la mano para cogerla.

—Sólo teorías, me temo. No he hablado de ellas con nadie, porque quería venir aquí, reunir pruebas y regresar con hechos. Si no lo logro, al menos las teorías irán de regreso. Tal vez Conway crea en ellas y pueda forzar al gobierno a que actúe según ellas.

—No lo haré —protestó Bigman—. No te abandonaré.

—Bigman: si no puedo confiar en que tú harás lo que corresponde, más allá de lo que nos ocurra a ti y a mí, tampoco podré confiar en ti luego, si regreso sano y salvo.

Bigman tendió su mano y la cápsula quedó sobre su palma.

—Está bien —dijo el hombrecito.

Lucky se deslizó a través del vacío hacia la superficie del asteroide, ayudándose con las pistolas impelentes de su traje espacial. Sabía que el asteroide tenía un tamaño aproximadamente igual al del ermitaño, que la forma era similar a la que él recordaba, que su superficie era escarpada e irregular y, a la luz del Sol, su color era el mismo, poco más o menos. Pero todo esto, sin embargo, podría ajustarse a la descripción de cualquier asteroide.

Pero había otro elemento. Y era el único que no debía repetirse en muchos casos más.

De un pequeño saco, suspendido de su cintura, extrajo un instrumento diminuto, similar a un compás: en realidad se trataba de una unidad de radar de bolsillo. Su fuente blindada de emisión podía poner en el aire ondas cortas de casi cualquier frecuencia. Algunas octavas podían ser parcialmente reflejadas por la roca y parcialmente transmitidas a distancias razonables.

Frente a un estrato rocoso sólido, la reflexión de las radiaciones activaba una aguja dentro de un cuadrante. Frente a un cuerpo rocoso no totalmente sólido, por ejemplo, una superficie bajo la cual se hallara una cavidad o un agujero, parte de la radiación era reflejada en forma directa, en tanto que otra porción penetraba en el hueco y era reflejada por la pared más lejana. De este modo se producía una doble reflexión, uno de cuyos componentes era más débil que el otro. De acuerdo con esa doble reflexión, la aguja vibraba con un movimiento doble característico.

Lucky observó el instrumento al moverse con libertad por entre los picos rocosos. Suavemente, la aguja vibraba con dos movimientos distintos: primero el más débil, luego el de mayor intensidad. El corazón de Lucky latía con fuerza. El asteroide era hueco. Si hallaba el lugar en que los movimientos subsidiarios fuesen más intensos, estaría en el lugar en que el agujero era más cercano a la superficie: la compuerta de aire.

Por unos minutos todas las facultades de Lucky se concentraron en la aguja. El joven no advirtió el cable magnético que serpenteaba hacia él desde el horizonte cercano.

Y no lo advirtió hasta que estuvo prisionero en él, espiral tras espiral, en ajustado lazo que lo elevó de la superficie del asteroide y luego lo depositó en lo hondo de la roca, como un cuerpo sin peso, totalmente indefenso.

11. FRENTE A FRENTE

Tres luces surgieron en el horizonte y avanzaron hacia el cuerpo yaciente de Lucky. En la oscuridad de la noche asteroidal era imposible ver las figuras que acompañaban a esas luces.

Luego, una voz resonó en sus oídos, y era la voz ronca e inconfundible del pirata Dingo, diciendo:

—No llames a tu compinche allá arriba. Aquí tengo un aparato que puede detectar tu onda de transmisión. Si lo intentas, te taladraré el traje inmediatamente, chivato.

Su última palabra fue casi escupida; era el término despectivo con que todos los malhechores se referían a quienes consideraban espías de las instituciones oficiales.

Lucky guardó silencio. Desde el preciso instante en que sintió que su traje temblaba al contacto del cable magnético, tuvo la certeza de que había caído en una trampa. Llamar a Bigman, antes de saber algo más acerca del tipo de peligro que le amenazaba, habría significado arriesgar a la Shooting Starr, y sin que ello le reportase ninguna posibilidad de auxilio.

Dingo estaba de pie a su lado, con la mole de su cuerpo proyectada hacia el firmamento.

Un resplandor de luz permitió a Lucky observar la pantalla facial del casco de Dingo y las gafas voluminosas que cubrían la zona correspondiente a sus ojos. El joven sabía que ésos eran convertidores infrarrojos, capaces de cambiar cualquier radiación calórica común en luz visible. Aun desprovistos de luces, pensó Lucky, habrían sido capaces de verlo en medio de la oscuridad del asteroide, gracias a la radiación de sus propias unidades calefactoras, incorporadas a su traje espacial.

Dingo preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo, chivato?

El pirata alzó una pierna recubierta por el traje metálico y bajó el talón en un movimiento veloz hacia la placa visora de Lucky; el joven desvió de prisa su cabeza para que el golpe recayera sobre la sección metálica del casco, pero el pie de Dingo se detuvo a mitad de su recorrido; con una risotada repugnante, el pirata aseguró:

—No será tan fácil para ti, basura.

El tono de su voz fue muy distinto cuando Dingo habló a los otros dos

piratas:

—Idos de aquí y dejadme la compuerta libre.

Por un instante los hombres no reaccionaron. Luego uno de ellos dijo:

—Pero, Dingo, el capitán ha ordenado que tú...

— ¡Andando!, o de lo contrario él será el primero y le seguiréis vosotros.

La amenaza surtió efecto y los hombres se alejaron. Dingo se volvió

hacia Lucky:

—Pues bien, ahora, ¿qué tal si vamos a la compuerta?

En la mano sostenía el cabo del cable metálico; oprimió un interruptor con lo cual cortó la corriente que magnetizaba las ataduras.

Tras hacerse a un lado tiró del cable con fuerza en dirección a su pecho; el cuerpo de Lucky se arrastró por el suelo rocoso del asteroide, brincó hacia un lado y se desprendió de algunas de las espirales desmagnetizadas que lo sujetaban. Dingo oprimió el interruptor nuevamente y el lazo volvió a cerrarse, magnetizado otra vez. El pirata imprimió al cable un movimiento de látigo y, junto con el cabo opuesto a su mano, vio el cuerpo de Lucky elevándose mientras él se movía con gran habilidad para mantener su propio equilibrio.

Lucky flotaba en el espacio y Dingo marchaba como lo haría un niño que sostuviese una cuerda con un globo atado en un extremo.

Las luces de los otros dos hombres se hicieron visibles cinco minutos más tarde. Brillaban en medio de una mancha oscura cuya forma regular denunciaba que allí estaba la compuerta de aire.

Dingo gritó:

— ¡Cuidado! ¡Que aquí va un paquete!

Desmagnetizó una vez más el cable y le imprimió un movimiento serpenteante; al hacerlo se elevó quince centímetros por encima del suelo. Lucky, en un veloz movimiento de rotación, quedó libre de sus ataduras.

Dingo, de un ágil brinco, lo cogió en el aire. Con la habilidad de un hombre habituado a la ingravidez, evitó los esfuerzos de Lucky por liberarse de su abrazo y lo arrojó hacia la compuerta; luego detuvo su propia caída hacia atrás con un par de disparos de la pistola impelente de su traje espacial y se enderezó a tiempo para ver a Lucky trasponiendo con limpieza la compuerta de aire.

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