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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los piratas de los asteroides (11 page)

BOOK: Los piratas de los asteroides
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»Hagamos una síntesis de todo: los piratas cultivan sus propios alimentos en pequeños huertos de levadura, distribuidos entre las cavernas de los asteroides. Pueden obtener bióxido de carbono directamente de las rocas calizas y agua y oxígeno extra de los satélites jupiterianos. Maquinaria y generadores pueden ser importados desde Sirio o bien los cogerán en algún atraco. Y sus incursiones también les dan la posibilidad de reclutar más gente, tanto hombres como mujeres.

»Y la conclusión de este cuadro es que Sirio está organizando un gobierno independiente contra nosotros. Utiliza el descontento de muchas personas para construir una sociedad tan diseminada en el espacio, que será difícil o imposible hacerla desaparecer, si aguardamos demasiado tiempo.

»Los jefes, como el capitán Antón, están, sobre todo detrás del poder, y de buena gana entregarán a Sirio la mitad del Imperio Terrestre, si logran quedarse con la otra mitad para sí mismos.

Conway sacudió la cabeza:

—Es una estructura tremenda para la pequeña base objetiva que tienes. Me parece dudoso que logremos convencer al gobierno. Y ya sabes que el Consejo de Ciencias puede actuar por sí mismo sólo hasta cierto punto. Nosotros no poseemos una escuadra propia, desgraciadamente.

—Lo sé y por esto, justamente, necesitamos más información. Si pudiéramos, mientras aún hay tiempo, hallar sus bases más importantes, capturar a sus jefes, exponer la existencia de conexiones con Sirio...

—¿Sí?

—Pues creo que se podría neutralizar el movimiento. Creo con firmeza que el hombre medio de los asteroides, para utilizar la denominación que ellos se adjudican a sí mismos, no tiene idea de que está convertido en un títere de Sirio; tal vez ese hombre medio puede tener quejas contra la Tierra. Quizá piense que se le abren posibilidades nuevas, que no se le ha permitido desempeñar una tarea adecuada ni lograr un ascenso, que no tenía las condiciones de vida que se ha merecido. También puede haberse sentido interesado por saber cómo era esa vida a la que ve más colorida; Todo esto es posible. Pero hay mucha distancia desde aquí a decidirse por el partido del peor enemigo de la Tierra. Cuando comprenda que sus jefes lo han inducido a hacer esto, la amenaza pirata podrá desaparecer.

Lucky se detuvo en su vehemente reflexión en voz alta al ver que el matemático se acercaba, con una ficha transparente en la mano, impresa con los signos del código del computador.

—Oye —dijo—, ¿estás seguro de que las cifras que me has dado son correctas?

—Estoy seguro. ¿Por qué? —preguntó entonces Lucky.

El joven sacudió la cabeza.

—Hay algo mal aquí. Las coordenadas finales sitúan tu asteroide en las zonas prohibidas. Y allí no es posible que haya muchos asteroides, aun considerando el movimiento lógico. O sea que no puede ser.

Las cejas de Lucky se alzaron en un gesto de perplejidad. El técnico tenía razón en cuanto a las zonas prohibidas. Allí no había asteroides; esas zonas constituían porciones del cinturón asteroidal en las que, de existir, los asteroides tendrían órbitas en torno al Sol cuya duración sería una fracción exacta del período de doce años que dura la revolución de Júpiter. Esto significa que, con intervalos constantes y regulares de pocos años, el asteroide y el planeta se aproximarían en el mismo lugar del espacio. El repetido arrastre gravitacional de Júpiter, lentamente, liberó la zona de asteroides: en los dos mil millones de años transcurridos desde que los planetas se habían formado, Júpiter expulsó a todos los asteroides fuera de las zonas prohibidas.

—¿Estás seguro de que tus cálculos son correctos? —preguntó Lucky.

El matemático hizo un gesto que parecía significar «yo conozco mi oficio». Pero en voz alta ofreció:

—Lo podemos comprobar a través del telescopio. El de veinticinco metros está en servicio. Pero, de todos modos, no es adecuado para el trabajo a corta distancia. Utilizaremos uno de los pequeños. Ven conmigo, por favor.

El Observatorio en sí era casi un santuario, y los distintos telescopios, los altares. Los hombres estaban absortos en sus tareas y no se distrajeron de ellas para observar al técnico y a los tres hombres del Consejo, cuando éstos llegaron.

El joven matemático se encaminó hacia una de las alas en que estaba dividido el enorme salón.

—Charlie —dijo a un joven prematuramente lisiado—, ¿puedes poner en acción al «Berta»...?

—¿Para qué? —Charlie levantó la vista de una serie de fotografías de estrellas que había estado observando.

—Quiero examinar el lugar determinado por estas coordenadas —y le tendió las fichas del computador.

Charlie examinó las fichas y frunció el entrecejo:

—¿Para qué? Eso es parte de la zona prohibida.

—De todos modos, ¿podrías enfocar el punto? —preguntó el matemático—. Es un asunto del Consejo de Ciencias.

— ¡Oh! Sí, por supuesto. —De pronto su actitud era mucho más complaciente—. Llevará unos pocos minutos.

Oprimió un interruptor y un diafragma flexible emergió de la parte superior del cubículo, cerrado en tomo al tubo del «Berta», telescopio de tres metros, que se utilizaba para observación a corta distancia. El diafragma estaba sellado al vacío y por encima de él, Lucky pudo advertir que el orificio de superficie giraba con suavidad. El amplio ojo del «Berta» se deslizó hacia arriba, con el diafragma suspendido de él, y quedó expuesto a la magnificencia del firmamento.

—Por lo común —explicó Charlie utilizamos al «Berta» para obtener fotografías. La rotación de Ceres es demasiado veloz para observaciones ópticas adecuadas. El punto que ustedes quieren enfocar está sobre el horizonte, lo cual es favorable.

Tomó asiento cerca del visor y manejó el tubo del telescopio como si fuera la trompa flexible de un gigantesco elefante. El telescopio describió un ángulo y el joven astrónomo fijó en posición; con gran cuidado ajustó el foco.

Bajó de su butaca y luego descendió por los escalones de una escalera que bordeaba la pared. Al toque de sus dedos, una placa, debajo del telescopio, se deslizó hacia un costado y dejó visible un pozo de negrura. En una serie de espejos y lentes se enfocaba y ampliaba la imagen captada por el telescopio.

Sólo negrura. Charlie dijo:

—Aquí está. —Utilizó una pequeña vara para señalar—. Ese punto diminuto es Metis, que es una roca bien grande. Tiene unos cuarenta kilómetros de diámetro, pero está a millones de kilómetros de distancia. Aquí hay unos pocos puntos más, dentro del millón y medio de kilómetros con respecto del punto en que ustedes se interesan, pero están a un lado, fuera de la zona prohibida. Ya he filtrado mediante polarización la imagen de las estrellas; de lo contrario no veríamos nada.

—Gracias —dijo Lucky. Se sentía anonadado.

—A ustedes. Ha sido un placer.

Ya se hallaban en el ascensor, descendiendo hacia las oficinas del Consejo, cuando Lucky habló. Con voz apenas audible susurró:

—No puede ser.

—¿Por qué no? —inquirió Henree—. Tus cifras eran equivocadas.

—¿Pero cómo es posible? Con ellas he llegado a Ceres.

—Tal vez hayas pensado en una cifra y luego hayas anotado otra, por error, y luego harás hecho una corrección a ojo y te has olvidado de corregir en el papel.

—No —Lucky sacudió la cabeza—, no puede ser que haya hecho tal cosa. No he... Espera. ¡Gran Galaxia! —con expresión airada miró a sus acompañantes.

—¿Qué ocurre, Lucky?

— ¡Es lógico! ¡Por el espacio! Es perfecto. Oíd, me he equivocado. Ya no hay tiempo; es terriblemente tarde. Tal vez sea demasiado tarde. Creo que he vuelto a subestimarlos.

El ascensor se detuvo; las puertas se abrieron y Lucky, casi de un brinco, se halló fuera.

Conway se precipitó tras él, le cogió del brazo y le hizo girar.

—¿De qué hablas?

—Saldré al espacio. Ni penséis en detenerme. Y si no regreso, por el amor de la Tierra, forzad al gobierno a iniciar preparativos bélicos importantes. De otro modo los piratas podrán controlar todo el Sistema en el término de un año. Quizá antes.

—¿Por qué? —inquirió Conway con tono violento—. Porque tú no has podido hallar un asteroide.

—Exactamente —fue la respuesta de Lucky en aquel mismo momento.

10. EL ASTEROIDE EXISTENTE

Bigman había llevado a Conway y a Henree a Ceres en la nave espacial de Lucky, la Shooting Starr, y Lucky sintió alivio al saberlo. Le sería posible salir al espacio en su propia nave, sentirla bajo sus pies, dirigir los controles con sus manos.

Shooting Starr era una nave para dos personas, construida unos meses atrás, luego de los sucesos en Marte y de la intervención de Lucky en la solución del problema. La apariencia de la nave era tan engañosa como le había sido posible hacerla a la ciencia moderna. Tenía el aspecto de un yate espacial por sus líneas graciosas y su longitud era doble de la longitud de la diminuta nave de Hansen.

Cualquier viajero del espacio, al cruzarse con la Shooting Starr, pensaría que se trataba de algo similar a un capricho de hombre rico, veloz quizá, pero de exterior débil, poco resistente a los choques fuertes. Por cierto que nadie la habría considerado el tipo de nave adecuada para penetrar en el peligroso espacio del cinturón de asteroides.

Sin embargo, una observación del interior de la nave bien podía hacer cambiar algunas de estas ideas. Los motores híper-atómicos centelleantes eran iguales a los de cruceros espaciales blindados diez veces más pesados que la Shooting Starr. Sus reservas de energía eran tremendas y la capacidad de su escudo histerético era suficiente para detener el proyectil de mayor calibre que se pudiera enviar desde cualquier nave espacial de guerra. Ofensivamente su masa limitada le impedía un alto nivel de eficacia, pero en condiciones de igualdad de peso, podía abatir a cualquier nave.

No era extraño, pues, que Bigman ejecutara unas cabriolas de puro placer luego de atravesar la cámara de aire y quitarse el traje espacial.

— ¡Por el espacio! —dijo el hombrecito—, me siento muy complacido de haber abandonado esa tina. ¿Qué haremos con ella?

—Pediré que envíen una nave desde Ceres para que la lleven a remolque hasta el asteroide.

Ceres estaba a espalda de ellos, a cientos de miles de kilómetros. En ese momento su diámetro parecía la mitad del que muestra la Luna vista desde la Tierra.

Bigman, lleno de curiosidad, preguntó:

—¿Por qué me has metido en esto, Lucky? ¿Por qué ha habido este cambio repentino de planes? Según lo que habíamos hablado, yo iría solo a ese lugar.

—No hay coordenadas para enviarte allá —dijo Lucky preocupado.

En pocas palabras le relató lo sucedido en esas pocas horas. Bigman silbó en señal de asombro:

—¿Y hacia dónde iremos, pues?

—No estoy seguro —dijo Lucky—, pero comenzaremos por el lugar en que ahora tendría que hallarse la roca del ermitaño. —Luego de estudiar los cuadrantes de los instrumentos de medición añadió—: Y lo haremos a toda velocidad.

Y fue a toda velocidad. La aceleración en la Shooting Starr aumentaba junto con la velocidad. Bigman y Lucky estaban sujetos a sus sillones acolchados dia-magnéticamente y la presión creciente se distribuía de modo uniforme sobre toda la superficie de sus cuerpos.

La concentración de oxígeno en la cabina iba aumentando gracias a los controles del purificador de aire, sensible a la aceleración, y permitía aspiraciones más profundas sin el peligro del desgaste total del oxígeno. Los aparejos que ambos llevaban puestos eran livianos y no entorpecían sus movimientos; bajo las condiciones de creciente velocidad, esas ataduras entraban en tensión y protegían los huesos, en especial la columna vertebral, de cualquier fractura. Una malla especial de nylon, a modo de cinturón, les protegía el abdomen, para evitar lesiones internas.

En todos los aspectos, los accesorios de la cabina habían sido diseñados por los expertos del Consejo de Ciencias para permitir a la Shooting Starr una aceleración que superara en un veinte y hasta en un treinta por ciento la que podían obtener las más avanzadas naves espaciales de la armada oficial.

Así y todo, en este caso, la aceleración había sido sólo la mitad de lo elevada que podía ser.

Cuando la velocidad se estabilizó, la Shooting Starr estaba a ocho millones de kilómetros de Ceres y, si Lucky y Bigman hubiesen experimentado alguna curiosidad por mirar el asteroide, lo habrían visto convertido, en apariencia, en un simple punto de luz, más borroso que muchas estrellas.

—Oye, Lucky —dijo Bigman— hace días que quiero preguntarte algo. ¿Tienes tu escudo de luz?

Lucky asintió y Bigman hizo un gesto de alivio.

—Y dime, grandísimo bruto, ¿por qué no lo has llevado cuando has ido a la caza de los piratas?

—Lo llevaba conmigo —respondió Lucky, calmoso—. Lo he llevado conmigo desde el día en que los marcianos me lo entregaron.

Como Lucky y Bigman sabían, pero nadie más en toda la Galaxia, los marcianos a los que el joven consejero se refería no eran los horticultores y habitantes humanos de Marte, sino una raza de criaturas inmateriales, descendientes directos de las antiguas inteligencias que una vez habitaron la superficie de Marte en tiempos en que el planeta no había perdido aún su oxígeno y su agua. Luego de excavar inmensas cavernas bajo la superficie de Marte, destruyendo kilómetros y kilómetros cúbicos de roca, convirtiendo la materia así destruida en energía y almacenando esa energía para su utilización futura, vivían ahora en un aislamiento total y confortable. Y ya que habían abandonado sus cuerpos materiales y vivían como pura energía, su existencia ni siquiera era sospechada por la humanidad.

Sólo Lucky Starr había penetrado en sus dominios y como recuerdo de ese viaje fantástico había obtenido lo que Bigman denominaba el «escudo de luz».

La turbación del hombrecito era muy evidente.

—¿Y si lo tenías contigo, por qué no lo has utilizado? ¿Qué tienes en la cabeza?

—No sabes muy bien qué es el escudo, Bigman. No puede hacerlo todo. No puede darme de comer ni enjugarme los labios cuando lo llevo.

—Ya he visto yo qué puede hacer. Y es mucho.

—Así es, en cierto modo. Es capaz de absorber cualquier tipo de energía.

—Como la energía de un proyectil desintegrador, ¿es cierto?

—Sí, admito que he sido inmune a los disparos de desintegrador. El escudo puede absorber energía potencial, también, si la masa de un cuerpo no es demasiado grande ni demasiado pequeña. Por ejemplo: un cuchillo o un proyectil común no pueden atravesarlo, aunque el proyectil podría hacerme también caer. Un mazo de grandes dimensiones podría hacer sentir su fuerza a través del escudo, sin embargo, y su impulso podría llegar a dañarme. Y más aún: las moléculas de aire pueden atravesar el escudo con facilidad, porque son demasiado pequeñas para ser detenidas. Y te explico todo esto porque quiero que comprendas que si yo hubiese llevado el escudo y Dingo hubiera roto el visor de mi casco, cuando estábamos luchando en el espacio, yo habría muerto, de cualquier modo. El escudo no habría impedido que el aire de mi traje se colara hacia fuera en una milésima de segundo.

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