La única esperanza que le quedaba a Philip era que Stephen fuera derrotado en el combate que se avecinaba.
El obispo celebró la misa en la catedral cuando el cielo empezaba a pasar de negro a gris. Para entonces, los caballos estaban ya ensillados, los caballeros vestían su cota de malla, se había dado de comer a los hombres de armas y se les había servido una medida de vino fuerte para aumentar su valor.
William Hamleigh se encontraba arrodillado en la nave, junto con otros caballeros y condes, mientras los caballos de guerra pateaban y relinchaban en las naves laterales. Se encontraba recibiendo de antemano el perdón por las muertes que causara ese día.
A William se le habían subido a la cabeza el miedo y la excitación.
Si ese día el rey saliera victorioso, el nombre de William se vería asociado para siempre a él, porque se diría que los hombres que había llevado de refuerzo inclinaron la balanza en favor de aquél. En cambio, si el rey saliera derrotado, nadie sabía lo que podría ocurrir. Se estremeció sobre el frío suelo de piedra.
El rey estaba delante, con una nueva indumentaria blanca y una vela en la mano. En el momento de la consagración, la vela se rompió, apagándose su llama. William tembló atemorizado. Era un mal presagio. Un sacerdote le llevó una nueva vela y retiró la rota. Stephen sonrió indiferente; pero la sensación de terror sobrenatural siguió embargando a William y, al mirar en derredor, pudo comprobar que otros sentían lo mismo.
Después del oficio, el rey se puso la armadura ayudado por un paje. Tenía una cota que le llegaba a la rodilla, confeccionada en cuero y que llevaba cosidos unos anillos de hierro. De cintura para abajo, se abría por delante y por detrás para que le permitiera cabalgar. El paje se la ajustó con fuerza a la garganta. Luego, le puso un ceñido casquete al que iba unido un largo capirote de malla que le cubría el pelo leonado y le protegía el cuello. Sobre el casquete llevaba yelmo de hierro. Sus botas de cuero llevaban guarniciones de malla y espuelas puntiagudas.
Mientras se ponía la armadura, los condes se agolparon a su alrededor. William, siguiendo el consejo de su madre, se comportó como si fuera ya uno de ellos, abriéndose paso entre el gentío para poder incorporarse al grupo que rodeaba al rey. Después de escuchar durante un momento, comprendió que intentaban persuadir a Stephen de que se retirara, dejando a Lincoln en poder de los rebeldes.
—Poseéis un territorio más extenso que el de Maud... Podéis formar un ejército más numeroso —le aconsejaba un hombre ya de edad en quien William reconoció a Lord Hugh—. Id al sur, obtened refuerzos y luego regresad con un ejército que les supere en número.
Después del augurio de la vela rota, el propio William se sentía casi inclinado a la retirada. Pero el rey no tenía tiempo para semejantes charlas.
—Ahora somos lo bastante fuertes para derrotarlos —dijo en tono animoso—. ¿Dónde está vuestro espíritu?
Se ciñó un cinto con la espada a un lado y una daga en el otro, ambas armas enfundadas en vainas de madera y cuero.
—Los ejércitos están demasiado equilibrados —advirtió un hombre alto, de pelo corto y rizado y una barba muy recortada, el conde de Surrey—. Es, por tanto, arriesgado en exceso.
William sabía que aquel argumento era muy flojo para Stephen. El rey era ante todo un caballero.
—¿Demasiado equilibrados? —repitió con desdén—. Prefiero un combate justo.
Se puso los guanteletes con malla en el dorso de los dedos. El paje le entregó un largo escudo de madera, recubierto de cuero. El monarca puso la correa alrededor del cuello y lo empuñó con la mano izquierda.
—Si nos retiramos, tenemos poco que perder en estos momentos —insistió Hugh—. Ni siquiera poseemos el castillo.
—Perdería la oportunidad de enfrentarme a Robert de Gloucester en el campo de batalla —respondió Stephen—. Durante dos años me ha estado evitando. Ahora que se me presenta la ocasión de habérmelas con ese traidor de una vez por todas, no voy a retroceder sólo porque nuestras fuerzas estén equilibradas.
Un mozo de cuadra le llevó su caballo, ensillado con esmero. Cuando Stephen estaba a punto de montarlo, hubo señales de gran actividad en la puerta del extremo oeste de la catedral. Un caballero llegó corriendo a través de la nave, cubierto de barro y sangrando. William tuvo la fatídica premonición de que las noticias que traía eran muy malas. Al inclinarse ante el rey, William lo reconoció como uno de los hombres de Edward que fueron enviados a defender el vado.
—Llegamos demasiado tarde, señor —anunció el mensajero con voz ronca y resollando con fuerza—. El enemigo ha cruzado el río.
Era otra mala señal. De repente, William se quedó frío. Ahora sólo había campo abierto entre el enemigo y Lincoln.
Stephen también se mostró abatido por un instante. Pero recuperó en seguida la compostura.
—¡No importa! —clamó—. ¡Así tardaremos menos en encontrarnos!
Montó su caballo de guerra.
Llevaba el hacha de combate sujeta a la silla. El paje le entregó una lanza de madera con punta de hierro brillante, completando de ese modo sus armas. Stephen chasqueó la lengua y el caballo emprendió obediente la marcha.
Mientras avanzaba por la nave de la catedral, los condes, barones y caballeros montaron a su vez y lo siguieron. Salieron del templo en procesión. Una vez fuera, se les unieron los hombres de armas. Y entonces fue cuando empezaron a sentirse atemorizados, buscando una oportunidad para alejarse. Pero su digno desfile, y el ambiente casi ceremonioso ante los ciudadanos que los contemplaban, no facilitaba la evasión de quienes se acobardaran. Sus filas engrosaron con un centenar o más de ciudadanos, panaderos gordos, tejedores cortos de vista y cerveceros de rostros congestionados, armados con gran pobreza y cabalgando en sus jacas y palafrenes. Su presencia demostraba la impopularidad de Ranulf.
El ejército no podía pasar por delante del castillo porque habría quedado expuesto a los disparos de los arqueros desde las murallas almenadas. Por tanto, hubieron de salir de la ciudad por la puerta Norte, la llamada Newport Arch, torciendo hacia el oeste. Allí era donde habría de librarse la batalla.
William estudió el terreno. Aun cuando la colina, por la parte sur de la ciudad, descendía abrupta hasta el río, allí en el lado oeste había una larga serranía que bajaba suavemente hasta la llanura. William comprendió de inmediato que Stephen había elegido el lugar perfecto para defender la ciudad; ya que, por doquiera que el enemigo se acercara, siempre se encontraría por debajo del ejército del rey.
Cuando Stephen se encontraba más o menos a un cuarto de milla de la ciudad, dos ojeadores ascendieron por la ladera cabalgando veloces. Divisaron al rey y se dirigieron a él. William trató de acercarse para oír su informe.
—El enemigo se acerca rápidamente, señor —dijo uno.
William miró a través de la llanura. Desde luego podía divisar a lo lejos una masa negra que se movía con lentitud en dirección a él. Le recorrió un escalofrío de miedo. Trató de dominarse pero el temor persistía. Desaparecería cuando empezara la lucha.
—¿Cómo están organizados? —preguntó Stephen.
—Ranulf y los caballeros de Chester marchan en el centro, señor —explicó el ojeador—. Van a pie.
William se preguntó cómo podía saber eso el ojeador. Debía de haberse introducido en el campamento enemigo y escuchado mientras se daban las órdenes de marcha. Se necesitaba mucho valor.
—¿Ranulf en el centro? —dijo Stephen—. ¡Como si fuera el líder en lugar de Robert!
—Robert de Gloucester cubre su flanco izquierdo con un ejército de hombres que se llaman a sí mismos "Los Desheredados" —siguió diciendo el ojeador.
William sabía por qué utilizaban ese nombre. Habían perdido todas sus tierras desde que empezó la guerra civil.
—Entonces Robert ha dado el mando de la operación a Ranulf —murmuró pensativo Stephen—. Una lástima. Conozco bien a Robert, prácticamente hemos crecido juntos, y puedo adivinar sus tácticas. Pero Ranulf es un extraño para mí. No importa. ¿Quién está a su derecha?
—Los galeses, señor.
—Supongo que arqueros.
Los hombres del Sur de Gales tenían fama de ser unos insuperables arqueros.
—Éstos no —puntualizó el ojeador—. Son una manada de locos, con las caras pintadas, que entonan canciones bárbaras y van armados con martillos y clavas. Muy pocos de ellos tienen caballo.
—Deben ser del norte de Gales —musitó Stephen—. Supongo que Ranulf les ha prometido botín de pillaje. Que Dios ayude a Lincoln si llegan a atravesar sus murallas. ¡Pero no lo harán! ¿Cómo te llamas, ojeador?
—Roger—repuso el hombre.
—Por este trabajo te concedo cuatrocientas áreas de tierra.
—Gracias, señor —exclamó el hombre excitado.
—Y ahora veamos.
Stephen se volvió y miró a sus condes. Estaba a punto de tomar sus disposiciones. William se puso rígido, preguntándose qué papel le asignaría el rey, el cual preguntó:
—¿Dónde está mi Lord Alan de Brittany?
Alan hizo adelantarse a su caballo. Era el líder de unas fuerzas de mercenarios bretones, hombres desarraigados que luchaban por una paga y cuya lealtad era para sí mismos.
—Te colocarás en primera línea, a mi izquierda, con tus valientes bretones.
William comprendió aquella medida. Los mercenarios bretones contra los aventureros galeses. Los felones contra los indisciplinados.
—¡William de Ypres! —llamó Stephen.
—Mi rey y señor. —Un hombre moreno, con un caballo de guerra negro levantó su lanza. Aquel William era el líder de otra fuerza de mercenarios, estos flamencos, de los que se decía que eran algo más dignos de confianza que los bretones.
—Tú también a mi izquierda, pero detrás de los bretones de Alan.
Los líderes mercenarios dieron media vuelta y cabalgaron de nuevo hasta donde estaban las fuerzas, para organizar a sus hombres.
William se preguntaba dónde iba a colocarlo a él. No deseaba en modo alguno encontrarse en primera línea. Ya había hecho suficiente para sobresalir llevando consigo a su ejército. Ese día le vendría muy bien una posición en retaguardia, segura y sin sobresaltos.
—Mis lores de Worcester, Surrey, Northampton, York y Hertford formarán en mi flanco derecho.
William comprobó una vez más la sensatez de las disposiciones de Stephen. Los condes y sus caballeros, en su mayoría a caballo, harían frente a Robert de Gloucester y los nobles desheredados que lo apoyaban, los cuales, en su mayoría, irían también a caballo. Pero William se sintió decepcionado al no hallarse incluido entre los condes. Estaba seguro de que el rey no le había olvidado.
—Yo defenderé el centro, desmontado y con soldados de a pie —dijo Stephen.
Por primera vez, William se sintió contrario a aquella decisión. Siempre que se pudiera, era preferible seguir montado. Pero se decía que Ranulf iba a pie en cabeza del ejército adversario; y el excesivo sentido del juego limpio de Stephen le impulsaba a encontrarse con el enemigo en un plano de igualdad.
—Conmigo en el centro, tendré a mi izquierda a William de Shiring con sus hombres —manifestó el rey.
William no supo si sentirse excitado o aterrado. Era un gran honor el ser elegido para presentar batalla junto al rey. Su madre estaría muy contenta; pero a él le colocaba en la situación más peligrosa. Y lo que todavía era peor, tendría que ir a pie. Y también significaba que el rey podría verle y juzgar su actuación, lo cual le obligaría a mostrarse arrojado y tomar la iniciativa llevando la lucha a las filas enemigas, en lugar de mantenerse alejado de los puntos de combate y pelear tan sólo cuando se viere obligado. Esta última táctica era su preferida.
—Los leales ciudadanos de Lincoln formarán la retaguardia —decidió Stephen.
Aquello era una mezcla de comprensión y excelente sentido militar. Los ciudadanos no serían muy útiles en parte alguna; pero, en la retaguardia, no crearían demasiadas dificultades y sufrirían pocas bajas.
William alzó el pendón del conde de Shiring. Era otra idea de madre. Desde un punto de vista estricto, no tenía derecho a ondear el estandarte, ya que todavía no era conde; pero los hombres que le acompañaban estaban acostumbrados a seguir el estandarte de Shiring... Eso era lo que él alegaría en el caso de que se le interpelase al respecto. Y, si la batalla la ganaban ellos, era muy posible que antes de terminar el día fuera conde.
Sus hombres se agolparon alrededor de él. Walter estaba a su lado como siempre, una presencia firme, tranquilizadora. Y también Gervase, Hugh y Miles. Gilbert, a quien mataron en la cantera, había sido sustituido por Guillaume de St. Clair, un muchacho de rostro juvenil con una vena depravada.
William miró en derredor y se sintió acometido por la ira al ver a Richard de Kingsbridge vistiendo una centelleante armadura nueva y a lomos de un magnífico caballo de guerra. Estaba con el conde de Surrey. No había llevado consigo un ejército para el rey como hizo William; pero su aspecto era impresionante. Un rostro juvenil, vigoroso y valiente. Si en ese día acometía grandes hazañas, podía ganarse el favor real. Las batallas eran imprescindibles. Y los reyes también.
Cabía también la posibilidad de que Richard resultara muerto. Menudo golpe de suerte sería. William lo deseó más de lo que jamás había deseado a mujer alguna.
Miró hacia el lado oeste. El enemigo estaba ya más cerca.
Philip se encontraba en el tejado de la catedral y podía divisar la ciudad de Lincoln, extendida a sus pies como si fuera un mapa. La parte vieja rodeaba la catedral en la cima de la colina. Tenía calles rectas y jardines bien cuidados. El castillo se alzaba en el lado suroeste. La zona más suave, ruidosa y atestada de gente, ocupaba la empinada ladera del lado sur, entre la ciudad vieja y el río Witham. Ese distrito solía bullir de actividad comercial; pero aquel día, un temeroso silencio la cubría como un sudario, y las gentes se encontraban en pie en sus tejados para ver la batalla. El río llegaba del Este, corría al pie de la colina y luego se ensanchaba hasta convertirse en un gran puerto natural llamado Brayfield Pool, lleno de muelles, naves y embarcaciones pequeñas. A Philip le habían dicho que un canal llamado el Fosdyke iba hacia el Oeste desde Brayfield Pool hasta desembocar en el río Trent. Al contemplarlo desde aquella altura, Philip quedó maravillado de lo recto que era su curso durante millas. La gente decía que su cauce fue construido en los viejos tiempos.