Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
White asintió con la cabeza, pero no abrió la boca.
—Creo que merezco alguna credibilidad frente a esa chica, que no es más que jefe de Auditoría y que lleva poco tiempo en la Corporación. Es mi palabra frente a la suya.
—No importa lo que nosotros creamos, Daniel —dijo lentamente Andersen—. Lo que cuenta es lo que un jurado decidiría si Linda nos llevara a juicio. Y siempre le darían la razón a ella. No es como ella lo ha contado.
—Lo siento, no podemos permitir el escándalo de que la Corporación vaya a los tribunales por acoso sexual.
—Charles, dijiste que hablarías con Davis. Él conoce mi trabajo y mi fidelidad de todos estos años.
—Lo he hecho —dijo moviendo la cabeza negativamente.
—Quiero hablar personalmente con él.
—Ya está todo hablado —repuso Andersen—. Ha dado instrucciones muy claras. No quiere saber más y no te va a ver.
—¿Qué quieres decir con eso? —La alarma sonaba en su voz.
—A estas alturas debieras saberlo tan bien como nosotros. —Andersen bajó la voz—. Tu relación con la Corporación ha terminado.
—¿Así, sin más? Hace sólo tres días que Linda entró en tu despacho con esa historia y hoy, domingo, me echáis —exclamó subiendo la voz.
—¡Daniel, por Dios! —repuso Andersen elevando también su voz al tiempo que daba una palmada encima de la mesa—. Se ha llevado a cabo una investigación a fondo e imparcial. Tú has expuesto tus puntos y ella los suyos. Hemos entrevistado a testigos. Dime ¿puedes negar que te has acostado con ella?
Douglas permaneció callado.
—Claro que no puedes negarlo —continuó Andersen—. Ella tiene todas las pruebas posibles de vuestra relación y testigos que declaran que tú la presionabas continuamente. Y mantiene que has forzado su voluntad gracias a tu posición jerárquica.
—Pero Charly —dijo Douglas dirigiéndose al otro hombre—, tiene que haber otra solución. Lo nuestro fue una relación entre adultos, libremente consentida por ambos. Completamente libre. Lo juro. Además, tengo una familia con cuatro hijos, que no van aún a la universidad, y necesito el dinero.
—Lo siento, Daniel —repuso Andersen—. No lo pongas más difícil. Yo no puedo hacer nada, y Charles tampoco. Tú sabías los riesgos que tomabas. Participas en el plan de acciones de la compañía, y su valor ha subido mucho últimamente; podemos recomprar tus acciones a precio de mercado. Además, a ti no te interesa el escándalo, ya que vamos a dar buenas referencias tuyas en cuanto al desempeño de tu trabajo y te será fácil encontrar otro empleo.
Daniel bajó la cabeza, abatido. Los otros dos hombres intercambiaron una mirada en silencio y luego volvieron su atención hacia él.
—Es injusto —se lamentó al cabo de un rato—. ¿Qué va a ocurrir con ella?
—Va a mantener su empleo.
—Pero ¿por qué esa discriminación? Ella continúa tan feliz, y yo, en la calle. Es totalmente injusto.
—Te voy a decir el porqué, aunque ya debieras saberlo —repuso fríamente Andersen—. Si la despedimos, ella será la víctima de un complot
y
de una venganza sexista. Mala publicidad para la Corporación. Además, tú eras su jefe, tenías poder sobre ella a causa de tu posición y, por lo tanto, eres el responsable. —Abrió las manos y las dejó caer sobre la mesa como dando por terminada la conversación—. Lo siento, Daniel, pero es así.
—Pero ese tipo de cosas ocurren cada día en los propios estudios Eagle y en las demás agencias y estudios que trabajan para ellos; es algo normal en el
show business.
—Puede ser. Quizá vaya con los artistas, su glamour, sus ambiciones y lo que pagan por ellas. Los productores sabrán cómo manejan esas situaciones para protegerse de acciones legales contra el estudio. Aquí, en este edificio y en la Corporación, ésta es nuestra política, no sólo como protección legal, sino porque Davis lo quiere así. —Andersen se levantó de la silla y miró su reloj para dejar claro que la entrevista había terminado—. Tengo que irme. —Y señaló en dirección a la puerta—. Buena suerte. Fuera os espera un guarda de seguridad que os acompañará.
Los dos hombres anduvieron en silencio por los deshabitados pasillos de la planta vigésimo primera hacia el ascensor.
Un soleado domingo por la mañana como éste mantenía el edificio prácticamente desierto. Sólo empleados con asuntos urgentes o de alta motivación y ambiciones acudían a trabajar en un día festivo. Los que lo hacían vestían informalmente, nada que ver con el estricto código de trajes de los días laborables. Parecía que querían autoconvencerse: «Será sólo un ratito y luego iré a disfrutar del fin de semana.» En algunos casos el ratito se convertía en todo el día.
Daniel llevaba bajo el brazo unas cajas de cartón recogidas en el despacho de Andersen para transportar sus efectos personales. Ambos conocían el ritual.
Hasta hacía unos minutos Douglas era un alto ejecutivo y merecía toda confianza. En su despacho había horas y horas de, datos en papel y disquetes. Información confidencial, vital.
De repente, después de quince años de trabajo para la Corporación, se había convertido en un individuo sospechoso que podía ofrecer sus secretos a competidores o a personas aún más peligrosas.
Allí estaba su ex jefe, White, con un guarda de seguridad esperando en el pasillo para vigilar que lo que se llevara en las cajas fueran efectos estrictamente personales. Después de muchos años trabajando juntos, de salir de la oficina ya entrada la noche, de compartir problemas y confidencias, la situación era difícil para ambos y muy violenta para White.
—Ella es una vulgar puta, Charles —dijo una vez depositados los marcos de las sonrientes fotos de su esposa e hijos en una caja—. Es una vulgar puta, que me buscó y me provocó. No lo pude evitar, fui un estúpido. Y merezco este castigo de Dios por haber caído en la tentación y haber usado su maldito coño. —Continuó recogiendo sus cosas y al cabo de un rato prosiguió—. Espero que Dios y mi esposa me perdonen —dijo deteniendo su trabajo y mirando de frente a White. Luego levantó la voz—. En cuanto a la Corporación, que me debe tanto tiempo trabajado extra y jamás pagado, desvelos, preocupaciones y horas perdidas de sueño, ¡que la jodan!
—Vamos, Daniel, cálmate. —White se alegraba de que el asunto se resolviera en domingo, evitando así un posible escándalo público.
—Y a ti y a Andersen, que también os jodan —exclamó Douglas con crispación—. No me habéis ayudado para nada. Yo esperaba de ti y de los demás amigos un apoyo que no he recibido. —Se estaba encarando a su ex jefe, apuntándole con el dedo índice entre los ojos.
White se puso rígido, irguió su enorme cuerpo y respondió con firmeza, arrastrando las palabras, mirándole a los ojos y elevando su fuerte voz:
—Daniel, contrólate. Sé lo difícil que es para ti, pero has jugado a un juego peligroso y has perdido. Compórtate ahora como un hombre. Tú tenías poder sobre ella y ella denuncia que tú has usado tu poder para obtener sus favores sexuales. Los conseguiste, engañando a tu mujer y cometiendo pecado de adulterio. —Luego hizo una pausa y evaluó la actitud hostil de Douglas—. He hablado con Davis, he hecho todo lo posible. Sabes bien que bajo ningún concepto deseo que te vayas, pero Andersen ha presentado a Davis mil y un argumento legales. Él es el responsable de tu despido. Él y tu propio pecado. Cálmate y asúmelo. El guarda de seguridad que nos espera en el pasillo tiene instrucciones de Andersen de echarte sin más del edificio si causas problemas. Imagino que quieres salir dignamente por la puerta. —Hizo una pausa y añadió—: Además, tus amigos no te abandonaremos.
Douglas no dijo nada y continuó llenando las cajas. Cuando terminó, preguntó:
—¿Cómo me despido de mis subordinados y compañeros?
—Les diré que has presentado tu renuncia, si alguien quiere saber más, que te llame. Es lo recomendado por Andersen y lo que Davis ordena. Tú les puedes dar la versión que quieras. La Corporación no dará ningún detalle. Seguridad no te dejará pasar si vienes sin que alguien autorizado te cite. Esperamos que no llames por teléfono a nadie, salvo a mí o Andersen.
—¿Qué más falta por hacer? —preguntó Daniel con sequedad.
—Necesito la tarjeta de seguridad de acceso al edificio, la de crédito de la Corporación, tu última nota de gastos y las llaves del coche de la compañía. ¿Está aparcado en tu plaza de garaje?
—Sí —contestó abriendo su billetera y lanzando encima de la mesa las tarjetas. Luego hizo lo mismo con las llaves del coche—. La nota de gastos te la mandaré por correo.
—De acuerdo. Una vez comprobados los gastos, se te enviará un cheque a casa por lo que se te debe. ¿Alguna pregunta?
—Ninguna.
De regreso de los secuoyas, Karen dormía apoyando su cabeza sobre el hombro de Jaime. En algún recodo de la carretera el sol, de camino al ocaso, lo deslumbraba a pesar de la protección de sus gafas. El paisaje era hermoso, pero sus inquietos pensamientos le impedían apreciarlo con plenitud. ¿Qué significaba lo vivido en las últimas horas? ¿Por qué aquellas ideas lanzadas por los cátaros al aire transparente del bosque se clavaron en su mente como flechas en un blanco?
Aquellas gentes no eran lo que querían aparentar. ¿Cuál sería el papel de Karen en el grupo?
El coche, de cambios automáticos, y la carretera sin curvas cerradas le permitieron apoyar su mano derecha en la rodilla de su compañera. Agitándose un poco, ella puso su mano sobre la de él.
—¿Cómo estás, Jaime? —preguntó.
—Bien, cariño. ¿Y tú?
—Excelente. Me había quedado dormida.
—Lo he notado. Y con mi hombro de almohada.
—Me gusta. Dime, ¿cómo has pasado el día?
—Contigo, estupendo.
—¿Y qué opinas de mis amigos?
—Sorprendentes.
—¿Por qué?
—Porque son algo más que un grupo de amigos. ¿De qué se trata? ¿Una secta religiosa? ¿Qué pretenden? ¿Por qué me invitaste a la reunión?
—Son mis amigos, Jaime, y tú también. He querido que los conocieras. ¿No es lo normal? —Karen se había incorporado y ahora le miraba al hablar.
—Sí, pero ellos no son unos amigos normales. Tienen una forma común de ver la vida. Y parece que un programa. Y una religión. No es lo que uno espera de un grupo de amigos.
—¿Y por qué no? Tenemos creencias comunes y eso nos hace ser afines en muchas cosas, luego somos un grupo de gente unida y, por lo tanto, amigos.
—Bien, ¿y qué me dices de los discursos de vuestros gurús? Kevin Kepler ha hablado de disciplina. ¿Era eso una reunión de amigos o la promoción de una secta?
—Los que tú llamas «nuestros gurús» son gente que tiene cosas que decir que interesan al resto. Y se les escucha con respeto. ¿Qué problema hay en compartir principios y creencias? ¿Es que es mejor que nos reunamos para comentar el último partido de béisbol o el último modelo de coche de importación? ¿O que nos citemos en el bar de moda para hablar de cuánto hemos ganado en la bolsa? Creí que te interesaban temas más profundos, Jaime; por eso te invité. Parece que me he equivocado. Si es así, lo siento. —Con expresión seria Karen apartó su mano de la de Jaime.
Él se alarmó, no quería estropear el día con una discusión; su mano abandonó la rodilla de ella para regresar al volante. Tardó unos minutos en contestar.
—No; no te has equivocado, y te agradezco que me presentaras a tus amigos y la oportunidad que me ofreces de saber más de ti. Sólo que no es lo que yo esperaba.
—Por lo que tú me contaste, creí que te interesaría.
—Algo de lo tratado me interesa, y lo cierto es que siento un vacío que no puedo llenar. —Jaime decidió desactivar el conflicto y confiarse—. He renunciado a mis utopías de juventud, sin tener nada que las reemplace. Y también siento como si traicionara la tradición que te conté de mi familia.
—¿La historia de tu abuelo y de tu padre? ¡Cuéntame algo más de ellos!
Jaime se sintió aliviado al ver de nuevo la sonrisa de Karen. Era como si, al iniciarse el ocaso de aquella tarde de invierno, estuviera amaneciendo un sol mucho más bello.
—La historia es larga.
—También el camino a casa es largo.
—Intentaré resumir.
Karen se acomodó en el asiento, mirándolo como el niño pequeño al que le van a contar un cuento maravilloso.
—Mi abuelo paterno luchó en una vieja guerra civil europea por su libertad, la de sus hijos y la de su pequeña patria. Murio sin conseguir nada de ello. Lo único que logró fue dar su ejemplo a su hijo, mi padre. Le hizo prometer que sería un hombre libre, que no se dejaría pisar y que siempre lucharía por sus ideales.
»Mi padre, Joan, emigró a Cuba, donde durante muchos años trabajó para su tío, instalado en La Habana, y con su ayuda fundó un comercio floreciente. Pasado el tiempo, ya con un buen patrimonio, se casó con una señorita de la sociedad. Allí nací yo. Mi padre simpatizaba con la revolución de Castro e incluso la ayudó clandestinamente.
» En la Nochevieja de 1959 los revolucionarios entraban en La Habana, y Batista y los suyos huyeron. A pesar de la consternación del resto de la familia, en casa de mis padres se brindó alegremente por el futuro y por la nueva vida en libertad.
» Muy pronto mi padre se desencantó. El nuevo año trajo una nueva forma de dictadura. Las tensiones con los norteamericanos llevaron a Castro a apoyarse en los rusos, y pronto se prohibió el comercio con Estados Unidos.
» Eso arruinó a mi padre económicamente. Y fue también un gran golpe moral, ya que él había puesto su pequeña aportación para aquel cambio. Había creído en el mensaje de libertad, y ahora perdía gran parte de la suya. Mi madre le dijo: "Joan, esto va de mal en peor. Ese Castro nos hace comunistas a todos. Vayámonos mi amor, antes de que la situación se estropee más."
» Vendieron lo que pudieron y con algún dinero ahorrado embarcaron hacia Estados Unidos. Podíamos haber ido a España, donde la familia de mi padre nos ofrecía su ayuda para instalarnos, pero Joan proclamó que no viviría más en una dictadura y que escogíamos la libertad. Y de nuevo se confió al mar como el ancho camino hacia su utopía.
» Desde el barco vimos la estatua de la Libertad al entrar en el puerto de Nueva York. Yo era demasiado joven para recordarlo, pero mi madre lo cuenta. Mi padre me cogió en brazos y, sujetándome con su brazo derecho, puso el izquierdo en los hombros de mi madre. Luego desde la cubierta del barco, contemplando aquel maravilloso símbolo, nos dijo solemnemente: "Ésta es la patria de los libres. Llegamos a la libertad."