Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
—Sí, con referencia al programa de rotación de posiciones claves. ¿Lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo, pero ¿qué tiene que ver conmigo? ¿Quieres cambiarme el puesto?
—No, hombre. Resulta que tengo al candidato ideal para tu área. Pero debe ser ascendido a supervisor principal, claro. Tú tienes la posición por cubrir.
—¿Ah, sí? —Jaime estaba intrigado—. ¿Quién es?
—Posee formación contable de primera y ha trabajado como auditor y supervisor. Tiene entusiasmo, buen criterio, responsabilidad y trabaja duro. —Douglas ponía fuerza en sus palabras—. Nuestro jefe está impresionado por su buen trabajo y seguro que aprobará su ascenso.
—Seguro que sí. Pero dime quién es.
—Hace tres años y medio que trabaja para la Corporación y obtuvo su graduación en la UCLA con notas excelentes —continuó sin contestar—. Lleva dos años como supervisor y ha demostrado que sabe liderar equipos.
—¿Quién es? —Aunque sabía ya la respuesta, Jaime insistió fingiendo cansancio.
—Es Linda Americo, una gran profesional.
—¿No era la chica que salía de tu despacho?
—Sí.
—Parecía acalorada, como si hubierais tenido una discusión. ¿No intentarás pasarme un problema?
—En absoluto —respondió contundente—. Linda es una excelente subordinada. Pero te contaré.
—Cuéntame.
—Ya sabes cómo son algunas de las mujeres del tipo muy competitivo; trabajan mucho, pero a veces tienen choques temperamentales con otras mujeres de las mismas características. Tengo otra jefe de equipo un poco más veterana, y los problemas son constantes; me están haciendo la vida imposible.
—Vaya, hombre. —Jaime fingió simpatía.
—Linda me contaba su último altercado. Está harta de esta situación y desea trabajar en armonía. Os llevaréis a la perfección y ella se sentirá muy motivada contigo.
—Deja que lo piense. No tenía planes para cubrir ese puesto por el momento.
—Jaime, lo consideraré un favor personal.
—¡Bien, hombre! Déjame ver qué posibilidades hay. ¡Después de todo es una guapa mujer! Espero que sea profesionalmente tan buena como dices.
—Verás cómo es incluso mejor.
—¿Algo nuevo sobre la muerte del viejo? —Jaime cambió al asunto de su interés.
—Al parecer Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad han llamado a un periódico reivindicando el asesinato.
—¡Hijos de puta! ¿Quiénes son y qué quieren esos locos?
—Lo que todos. Respeto y reconocimiento para su raza en películas y series de televisión. Según eso todos los psicópatas y malos de las películas debieran ser hombres rubios y de ojos azules.
—Los extremistas y fanáticos son un verdadero peligro.
—Ya verás, un día saldrá un grupo de amigos tuyos hispanos haciendo algo semejante. —Douglas sonreía.
—¿Y por qué deberían de hacerlo? —replicó Jaime, molesto. —Ya sabes, todo rebaño tiene ovejas negras. Descontrolados.
—A veces las ovejas descontroladas son rubias.
—Vamos, hombre, no te enfades; bromeaba. —Douglas le dio una palmada en la espalda.
—Bien, debo volver al trabajo.
—De acuerdo. Gracias por la visita. ¿Cuándo me dices algo sobre Linda?
—Pronto. Pronto. —No le apetecía en absoluto comprometerse.
—Dime algo mañana. ¿De acuerdo?
—Veremos. Hasta luego.
Jaime regresó a su despacho malhumorado. ¡Qué forma tan zafia de pedir un favor!
Laura estudió, por encima de sus gafas, su expresión al regresar. No dijo nada, pero sonrió divertida.
Había resistido bien la mañana, pero ahora el recuerdo de Karen volvía una y otra vez. Jaime se acercaba a la ventana, y sus pensamientos corrían como perros vagabundos tras los coches que, cruzando el bulevar, se perdían hacia algún lugar desconocido. Y ella estaba siempre al final del trayecto.
No recordaba cuándo fue la última vez que pasó un rato tan agradable con alguien, y la tentación de invitarla a salir era ya irresistible; pero habían pasado sólo unas horas y no quería llamarla tan pronto. Ella se daría cuenta de inmediato de que él necesitaba verla. Entonces sonó su teléfono directo.
—¿El vicepresidente de auditoría, por favor?
A Jaime le dio un vuelco el corazón.
—¿Karen?
—La misma de la hamburguesería. —La voz sonaba risueña.
—¡Ah!, sí, Karen. —Decidió fingir indiferencia. Se aprovecharía de que era ella quien llamaba—. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Necesitas que te audite algo?
—Muy gracioso el señor vicepresidente —continuó ella con voz cantarina—. Tendré que hablar con mi abogado sobre el tono que usted ha usado al ofrecerme su auditoría.
—Yo no tengo abogado. ¿Me podrías recomendar alguno en caso de que esto llegue a pleito?
—Conozco a una buena abogado, pero cuesta cara.
—¿Cuánto?
—Una hamburguesa griega.
—Bien. Podríamos llegar a un acuerdo. —Se sentía Humphrey Bogart y no quería mostrar prisa—. ¿Qué tal mañana jueves?
—Imposible, tengo otro compromiso —respondió ella—. Propongo la noche del viernes.
Jaime sintió que perdía su pretendida ventaja. Quedó por un momento callado por la sorpresa. La noche del viernes era obviamente un compromiso más serio que la del jueves, lo cual le encantaba. Sin embargo tendría que cancelar su cita con Mary-Anne. Su entrenamiento como negociador le decía que para recuperar su posición debía contestar que él estaba ocupado el viernes y ofrecerle el próximo lunes. Definitivamente el lunes.
—Mejor el sábado —se oyó decir. Esperar hasta el lunes le había producido un pánico repentino.
—¡Oh! Lo siento, pero el sábado no puedo.
—Bien, acepto el viernes. —Era una rendición, pero confiaba en que no se notara—. Pero tú invitas en compensación a un preaviso tan corto.
—Dejemos que nuestros abogados lo discutan en la cena —dijo Karen—. Por cierto, al mío le apetece más ir a un restaurancito en New Port llamado
The Red Gull
. ¿Te parece bien?
—Pero ¿no querías una hamburguesa?
—Sí, me apetece, pero otro día. Estamos hablando de un viernes noche. ¡No seas tan agarrado, hombre! —Reía.
Pero has sido tú la que… —Jaime se dio cuenta de que tenía poco que argumentar—. Bien, de acuerdo —aceptó.
Recógeme en mi casa a las ocho. —Karen le dio la dirección—. Hasta entonces, cariño.
Jaime se quedó mirando el auricular, deseando besarlo.
Pasaban siete minutos de las ocho cuando Jaime detuvo su coche frente a la barrera de acceso al complejo de apartamentos. Había dado un par de vueltas para llegar tarde y esperaba que Karen estuviera algo molesta, pero no lo suficiente para estropear la noche.
Desde la garita un enorme guarda con aspecto de pocos amigos le interrogaba en silencio.
—Karen Jansen.
El guarda no contestó y, tomando el teléfono, marcó un número sin perder a Jaime de vista.
Las ocho y nueve minutos, no era su intención llegar tan tarde, pero estaba seguro de que ella también planeaba hacerlo esperar.
El guarda soltó una carcajada, iluminando su rostro oscuro y serio con una gran sonrisa de dientes blanquísimos. Colgando el auricular se dirigió a Jaime. ¿El señor Berenguer?
—Sí.
—En el primer cruce gire a la derecha, por favor. —El hombre continuaba sonriente—. A cien metros encontrará a su izquierda una zona de aparcamiento ajardinada. Puede dejar el coche allí. La señorita Jansen vive en el edificio D, piso tercero B.
—Gracias —contestó Jaime, sorprendido e intrigado por la repentina amabilidad del hombre. Éste le respondió con un gesto amistoso.
La zona contenía edificios de media altura de estilo colonial sureño, con clase. El espacioso césped y los crecidos árboles de los jardines estaban ya iluminados para la noche.
Se preguntó cuál sería el edificio D, pero no tuvo tiempo de averiguarlo; ella avanzaba a través del jardín, y Jaime se dijo que habría salido de su apartamento justo al colgar el teléfono tras hablar con el guarda. Sintió un toque de remordimiento por su retraso intencionado.
Abrigo negro, bolso y zapatos de tacón a juego. Los ojos azules y los labios más rojos que de costumbre le sonreían en una cálida bienvenida. Estaba muy, muy hermosa.
Bajó del coche y quedaron a treinta centímetros uno de otro.
—Hola, Jim.
—Hola, Karen. —A pesar del riesgo de herir el feminismo de la chica, lanzó el piropo—. Estás muy guapa.
—Gracias —respondió ella como encantada por el cumplido—. Y tú, muy atractivo.
A Jaime le sorprendía la actitud relajada y feliz de Karen, que no mostraba el menor rastro de agresividad. No era lo que él anticipaba. Después de un instante de vacilación se apresuró a abrirle la puerta del coche.
—Gracias —repitió ella sentándose y, cuando el abrigo se abrió, dejando ver unas hermosas y largas piernas bajo una falda escueta, no se dio ninguna prisa en cubrirlas.
Jaime tragó saliva, cerró con cuidado la puerta y dio la vuelta al coche pensando que era la primera vez que le veía tanta pierna. Hasta el momento, para él las piernas habían sido una parte de la anatomía de Karen inexistente. Y de repente habían pasado a ser una acuciante realidad.
Arrancó el coche dominando la tentación de echar otro vistazo a su fascinante descubrimiento.
Karen correspondió al saludo entusiasta del guarda.
—Hasta luego, Was.
El hombre, aún sonriente, mostraba su revólver.
Jaime no entendía aquello.
—Karen —preguntó finalmente—, ¿qué le dijiste al guarda por teléfono cuando llegué?
—Le dije que no se llega tarde a la primera cita —respondió ella con tranquilidad—, y que te pegara un tiro en la cabeza si te entretenías un segundo más.
—Pues el sujeto tenía aspecto de no importarle el hacerlo. —Jaime encajó la broma—. Pero hubiera sido un castigo excesivo.
—Naturalmente que lo habría hecho y, además, encantado de la vida. —Luego el tono de Karen se hizo severo—. ¿Así tratáis los latinos a las señoritas en vuestra primera cita?
—No siempre. Sólo cuando son exitosas ejecutivas —respondió él con sorna.
—¡Ah, no! —protestó ella con un divertido acaloramiento—. Los fines de semana no trabajo y exijo mis derechos femeninos; ni se te ocurra discriminarme, sería anticonstitucional.
—Vaya, ya sale la abogado.
La miró a los ojos. Ambos sonreían. No pudo evitar, visitar con su mirada aquellas piernas; le atraían como un imán. Sabía que ella lo había notado y se maldijo por su incontinencia.
Pero luego pensó que Karen le había pedido que no discriminara.
¡Habría que cumplir la Constitución del país!
The Red Gull era un romántico restaurante de estilo marinero con música suave, poca luz ambiente y velas rojas en la mesa.
La conversación progresó rápidamente de la intrascendencia de los
hobbies
a áreas más profundas. Ambos exploraban con avidez las zonas desconocidas del otro, descubriendo las propias.
—Mi abuelo paterno murió en una vieja guerra, en Europa, luchando por la libertad —contaba Jaime—. Y mi padre abandonó su primera patria, emigró a Cuba, donde después apoyó a los castristas para luego tener que huir de la isla y venir aquí, también en busca de la libertad.
—Pues ya la ha encontrado —concluyó Karen—. Será un hombre feliz.
—No creo que él esté muy seguro de haberla encontrado.
—¿Por qué?
—Porque libertad es un concepto cambiante, una utopía que evoluciona. ¿Es la idea de libertad que tú y yo tenemos la que buscaban los padres de la Constitución de Estados Unidos? ¿O es la de la Revolución Francesa?
—Bueno, no llevar cadenas, poder ir a donde te plazca y votar a tus gobernantes ayuda a ser libre, ¿no crees? —argumentó Karen—. Pero a veces todos tenemos que hacer cosas que no deseamos. Para poseer una libertad total deberías tener el poder total.
—Demasiada filosofía. Temo que voy a aburrirte y no aceptarás otra cita.
—Te equivocas. —Sus ojos brillaban a la luz de las velas—. El tema me interesa. Me hablaste en la hamburguesería sobre el vacío de ideologías de nuestro tiempo, ¿verdad?
—Sí. Creo que los idealismos han muerto. La búsqueda de la libertad ha terminado.
—Ésa es la razón por la que no acepté salir contigo el sábado.
—Que ése es el motivo por el que te dije que no podía salir contigo mañana sábado. La libertad.
—¿Y qué tiene que ver con que tú y yo salgamos? —Jaime estaba sorprendido—. ¿En qué limita tu libertad salir conmigo el sábado? ¿Tengo aspecto de esclavista?
Karen rió alegremente, disfrutando de la confusión de Jaime.
—No podía salir mañana contigo porque quedé con unos amigos para ir a una conferencia en la UCLA sobre la libertad y el poder en nuestro tiempo. Como ves, la libertad es la razón final de mi negativa.
—Muy lista.
—Cierto, pero ahora soy yo la que te invita a salir mañana. Siempre que vengas a la conferencia, claro. —Y luego añadió divertida—: Creo que puedes alcanzar el nivel intelectual requerido.
—Gracias por el aprobado, doctora, pero te recuerdo que fuiste tú quien me propuso salir hoy.
—Lo niego categóricamente —exclamó ella ampliando su sonrisa—. Jamás he pedido a un hombre que salga conmigo. Son ellos los que me lo piden a mí.
La mano de Karen estaba sobre la mesa, y Jaime sólo tenía que tender la suya para tocarla. Lo deseaba intensamente, pero pensó que quizá fuera prematuro y que podría estropear la velada. No quería cometer errores.
—Eres una simpática desvergonzada.
—Quizá —respondió ella con una picara mirada.
Jaime se preguntaba si lo estaría provocando premeditadamente.
Llegaron tarde a la conferencia, esta vez Karen le hizo esperar casi una hora. Jaime estuvo a punto de quejarse pero finalmente decidió no hacerlo.
Unas trescientas personas, en su mayoría de aspecto universitario, escuchaban con atención. Vestían de forma informal y algunas estaban sentadas en el suelo cerca del orador. Ellos se acomodaron en unos asientos vacíos al fondo de la sala.
—El gran logro moderno es que la inmensa mayoría de los dominados y expoliados no se dan cuenta de ello. Y se creen libres. —El hombre que hablaba habría superado ya los treinta y cinco, lucía perilla y usaba sus manos para dar mayor énfasis a las palabras—. ¿Estamos caminando hacia ese famoso mundo feliz?