Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
El sol se ocultaba, y el senador McAllen miró los eucaliptos, palmeras y grandes matas de adelfas que bordeaban la carretera y que ya escondían sombras en su interior.
—Es testarudo —comentó a su acompañante—. Es como un viejo rey y tiene formas y actitudes de tal. No nos pondrá las cosas fáciles.
—Lleva usted un mensaje del presidente de Estados Unidos, senador, y eso abre todas las puertas del país y las de la mayoría del resto del mundo.
—No, John; no necesariamente la de David Davis —se quejó McAllen—. En realidad Davis se cree que el presidente le debe el puesto a él. Y lo proclama sin ningún rubor.
—Puede ser cierto.
—Lo sea no, el caso es que Davis espera que el presidente siga sus instrucciones y no viceversa.
—¿Es la Torre Blanca más poderosa que la Casa Blanca? ¿Está el rey por encima del presidente?
—Para Davis, este país es una monarquía; él, el rey, y el presidente, su primer ministro. —McAllen suspiró.
La limusina y los cuatro motoristas de la policía que la escoltaban pararon frente a la gran verja de hierro que daba acceso al rancho. Las cámaras de seguridad observaron al grupo atentamente.
Cuando las puertas se abrieron, se encontraron con dos hombres, en traje, rodeados de guardas, también en traje y sosteniendo fusiles automáticos, esperándoles. Parecía un pequeño ejército en formación.
McAllen sabía que no estaba todo a la vista e instintivamente buscó con su mirada a los tiradores dispuestos entre los espesos arbustos del jardín. No pudo ver a ninguno.
Las puertas se cerraron, y uno de los Pretorianos se dirigió a la ventanilla del senador.
—Bienvenido, senador McAllen. Es un placer verle aquí de nuevo.
—Gracias, Gus. Conmigo viene el señor Beck.
—Un placer, señor Beck —saludó Gutierres a través de la ventanilla—. Le esperábamos también a usted.
—Placer —repuso Beck sucinto.
—Senador, ya conoce usted las costumbres de la casa. Me temo que su escolta y su coche tendrán que quedarse aquí. Mi colega acompañará a su comitiva al edificio de recepción, donde serán bien atendidos.
—Bien, bien —gruñó McAllen mientras hacía una seña a Beck para que bajara del coche.
Otro coche se detenía en aquel momento frente a ellos, y el conductor bajó, dirigiéndose sin preámbulos a Beck.
—Estoy seguro de que el señor Beck, dada su profesión, lo entenderá —dijo Gutierres mientras el pretoriano empezaba a cachear al hombre sin demasiados miramientos—. Es el procedimiento de rutina.
El guardaespaldas encontró el revólver que buscaba pero nada más y, quitándoselo sin pronunciar palabra, lo guardó en algún lugar de su amplia chaqueta.
—Naturalmente le devolveremos su «amiguito» a la salida, señor Beck. Disculpe las molestias —le consoló Gutierres. Luego se dirigió a McAllen—. Imagino que como de costumbre el senador no va armado. ¿No es así, señor?
—No voy armado —confirmó McAllen con cierto fastidio.
—Gracias, senador. Podemos subir al coche.
El trayecto fue de pocos minutos, siguiendo una carretera de un solo carril por sentido y flanqueada por altas palmeras y hermoso césped. Más lejos se veían grupos de árboles y jardines.
Bordearon una cerca en cuyo interior se encontraban caballos y al fondo se veían unos edificios que debían de ser las caballerizas. Al fin llegaron a los jardines del edificio principal; una amplia y bella casona de estilo colonial español, donde el coche se detuvo.
Beck pensó que no se parecía demasiado a las típicas construcciones modernas de Los Ángeles que con madera, azulejos y estuco imitaban el estilo. Aquello parecía auténtico y con más de un siglo de antigüedad. Debía de haber sido la gran casa de uno de los ranchos del sur de California, en tiempos de España y luego de México.
Gutierres les condujo al interior y luego a uno de los grandes salones laterales. Era una biblioteca construida en caoba y nogal, donde los libros llegaban hasta un techo decorado con artesonados de madera trabajada. El fuego saltaba alegre en la chimenea de piedra esculpida con motivos platerescos, dando a la gran sala un aspecto acogedor y familiar.
En abierto contraste con la aristocrática decoración, Davis contemplaba un lienzo de pared con seis grandes monitores de televisión, sintonizados a otros tantos canales.
Davis se levantó del sillón al anunciar Gutierres la llegada del grupo. Con un solo gesto del mando a distancia, los televisores enmudecieron, se apagaron, y un panel de madera que parecía tan antiguo como el resto de la biblioteca se deslizó en silencio, cubriendo los monitores.
McAllen se adelantó para estrechar efusivamente la mano de Davis.
—¿Cómo estás, David? Es un placer verte de nuevo. —El grandullón y carirrojo McAllen producía un cómico contraste de tamaño y aspecto con el pequeño y enjuto Davis.
—Muy bien, gracias Richard —dijo Davis, que no se había movido de su lugar y se erguía como para aumentar de estatura—. Te veo bien.
—Sí, gracias. Te presento a John Beck. Ya te anticipé que vendría conmigo. —Señor Beck.
—Un placer conocerlo, señor Davis.
—Igualmente digo. ¿Quieren sentarse, por favor? —Davis señaló unos sillones enfrente del suyo.
Los dos hombres se sentaron, y también lo hizo en silencio Gutierres.
—David, quiero expresarte mis sentidas condolencias y las de todos tus amigos de Washington por la muerte de Steve.
—Asesinato.
—Exacto, asesinato. Y aunque ya te lo expresaron por teléfono, y el gobernador los representó en el funeral, el presidente, el vicepresidente y sus esposas te envían sus condolencias.
—¿Por qué no ha venido contigo el vicepresidente?
—¿El vicepresidente? —McAllen se puso a la defensiva.
—Sí —confirmó Davis—. Si el motivo de tu visita es tan importante, era de esperar que al menos el vicepresidente hubiera venido personalmente a verme.
—Bien, David, el tema es ciertamente importante, pero hoy se trata de hablar de asuntos técnicos. Estoy seguro de que el vicepresidente y el propio presidente estarán encantados de escuchar lo que tengas que decir después de esta reunión.
—¿Asuntos técnicos? Yo no acostumbro tratar temas técnicos.
—Pero éstos en particular debes tratarlos tú personalmente, David. Tienen que ver con tu propia vida y con el futuro de la Corporación.
—Te escucho.
—Como sabes, el señor Beck ocupa un alto cargo en el FBI. El departamento que él dirige está especializado en la investigación de grupos de presión política o económica que no se mueven por los cauces habituales.
—¿Te refieres, Richard, a los grupos de presión que nosotros no controlamos? —ironizó Davis.
—Son grupos de ideologías políticas extremas —continuó McAllen dándose por enterado del comentario con una escueta sonrisa parecida a una mueca— o sectas religiosas que persiguen el poder dominando a sus discípulos. Grupos que usan la violencia física o psíquica y están al borde o fuera de los límites de nuestra Constitución.
—Tiene usted un trabajo interesante, Beck. Quizá un día podamos llegar a un acuerdo para que nos escriba el guión de una película. Pero ¿de qué nos sirve ahora?
—El inspector Ramsey ha pedido ayuda para identificar a los grupos que reivindicaron el asesinato del señor Kurth —intervino Beck—. En el FBI tenemos localizados a más de ochocientos grupos antigubernamentales organizados. Más de cuatrocientos de ellos son milicias entrenadas y expertas en armas y explosivos. Pero no tenemos constancia de los que reivindicaron el asesinato. El éxito obtenido y los métodos empleados son demasiado sofisticados para que sean una simple pandilla de locos o un grupo que se esté iniciando ahora. Creemos que la reivindicación es una cortina de humo para esconder a alguien bien organizado y con poder que está atacando a su Corporación. Opinamos que el asesinato es sólo el inicio y que es una pieza de un plan más sofisticado y ambicioso.
—Si niega la existencia de los grupos que reivindicaron el asesinato— interrumpió Gutierres—, ¿cómo explica que hayamos recibido durante más de un año sus amenazas?
—Los asesinos lo planearon con tiempo.
—Y tenemos buenos motivos para creer que lo van a intentar contigo la próxima vez, David —intervino McAllen—. El presidente quiere que extremes las medidas de seguridad.
—Dile al presidente que le agradezco su preocupación, pero que mi seguridad, como has podido comprobar, es francamente buena.
—El presidente quiere que prepares la sucesión en la Davis Communications. Sabes mejor que nadie cuán poderosa es la Corporación. Tenéis algunos de los periódicos y revistas líderes y uno de los mayores grupos editoriales del país. Controláis una de las cuatro mayores cadenas de televisión, además de canales temáticos, y los estudios Eagle son siempre el primero o el segundo en taquilla en el mundo. Y hay que añadir que vuestra producción televisiva lanza cada temporada nuevos programas que alcanzan máxima audiencia. La Davis Communications posee un importante valor estratégico para la seguridad del país.
—Querrás decir para la seguridad de vuestra victoria electoral, ¿verdad?
—Vamos, David, sabes bien que la importancia estratégica de la Corporación en el mundo es casi tan grande como la de la flota del Pacífico.
—Te equivocas. La importancia de la Corporación es hoy, a finales del siglo, mucho mayor que la de la flota. En especial para que el vicepresidente pueda reemplazar al presidente en las próximas elecciones.
—Con la muerte de Kurth, tu sucesor natural ha desaparecido. —McAllen obvió el comentario de Davis—. El accionariado de la Corporación está constituido de tal forma que, aunque tus herederos vendieran tus acciones, el control no estaría claro para ningún grupo. Y el valor de la compañía es tan grande que hace casi imposible un
buy-out
. Así pues, el poder que puedan ejercer los grupos de altos ejecutivos en la Corporación sería determinante para controlarla, aun sin tener casi ningún peso en el accionariado.
—Veo que has hecho tus deberes antes de venir a verme. —Davis forzó una sonrisa—. Pero ¿en qué me afecta a mí todo eso?
—La Davis Communications es la obra de tu vida. Tiene tu tilo y refleja tus ideales de libertad, que coinciden con nuestra visión de un mundo tolerante, sin la influencia de la religión en la vida civil. Esto puede cambiar dramáticamente si tú desapareces sin dejar asegurada tu sucesión. Tu obra moriría, y esa tremenda máquina de comunicación podría caer en manos de alguien que la usar en sentido contrario como tú la has conducido hasta ahora influenciando al público hacia unas ideologías o religiones concretas.
—Richard, creo que la obsesión por manteneros en el poder os hace tener pesadillas.
—No son pesadillas —repuso McAllen. Luego se dirigió a Beck—. John, explíqueselo al señor Davis.
—Tenemos informadores e infiltrados en casi todas las sectas y especialmente en las más activas. Se sorprendería de lo poderosas que son algunas y de los contactos que tienen gracias a que unos adeptos ayudan a otros a escalar posiciones de poder.
—En ese caso estará perfectamente enterado de la última donación que he hecho a mi sinagoga, ¿verdad, Beck? —bromeó Davis enseñando los dientes en lugar de sonreír.
—Algunas de esas sectas son particularmente cerradas y acometen actividades que muy pocos adeptos del grupo conocen —continuó Beck sin detenerse ante el humor ácido de Davis—. O a veces un grupo más radical dentro de la misma secta toma una iniciativa extremista sin el conocimiento del cuerpo central. La investigación en esos casos es muy difícil. Sin embargo, puedo asegurarle que existe una poderosa secta que está infiltrándose desde hace tiempo en Davis Communications. Varios de sus empleados pertenecen a ese grupo y algún ejecutivo importante podría ser adepto secreto.
—Beck, no dé usted más rodeos. Indíqueme quiénes son y actuaremos.
—No es tan fácil. Aunque tenemos sospechas fundadas de una secta en concreto, varios miembros de grupos distintos han sido identificados en la corporación 4, no podemos demostrar aún su relación con el asesinato.
—Necesitamos pruebas fehacientes, Beck —intervino Gutierres—. No podemos permitir que se diga que en la Corporación perseguimos una religión o secta. Simples sospechas no sirven.
—Los nombres, Beck —insistió Davis.
—No puede dártelos por ahora —terció McAllen—, pero estamos seguros de que el asesinato ha sido un paso importante en los planes para la toma del control por parte de una secta. Y van a continuar, David, y tú estás en su camino. —El senador hizo una pausa para continuar con un mayor énfasis—. Hemos decidido que el agente especial Beck se haga cargo de la investigación a partir de hoy. Así estarás más protegido y…
—Un momento, Richard. —La voz de Davis denotaba su irritación—. Venís con la historia de una secta y un complot para toar el poder, pero no queréis concretar qué secta es y no habéis podido establecer su relación con el asesinato. No me dais los nombres de los empleados sospechosos. No aportáis ninguna prueba. ¿Y con esa excusa quieres poner a esta lumbrera del FBI a dirigir la investigación para que meta en mis asuntos sus narices conectadas por Internet con Washington? ¿Os creéis que soy un jodido recién nacido? Cada día mis estudios rechazan diez guiones mejores que éste.
La roja cara de McAllen estaba pálida.
—Por favor, David, sé razonable. Pretendemos tu seguridad y la de la Corporación.
—Bien, señor Beck —continuó Davis sin hacer caso a McAllen—, ya que está usted tan enterado, ¿qué opina del explosivo que usaron los Defensores de América? Por cierto, vaya nombre más estúpido; de superhéroe de cómic.
—No he discutido aún los detalles con Ramsey ni con el laboratorio que realizó los análisis.
—Pero sí cree que puede venir a darme unos cuantos malditos consejos —le increpó con una dura mirada—. Díselo, Gus; dile lo que era.
—RDX, un explosivo usado por los servicios secretos. —Sí, los servicios secretos —continuó Davis—. Pues yo opino de los servicios secretos lo que opina usted de las sectas. Sé que lo habrá hecho alguno de ellos, pero no sé cuál. Senador, ¿podría ser quizá nuestro propio servicio secreto?
—Por favor, David —McAllen se escandalizó—. ¿Cómo puedes decir tal cosa?
—El señor presidente de Estados Unidos de América está preocupado por mi sucesión —continuó Davis sin hacer el menor caso al tono quejumbroso de McAllen—. ¿Ya tiene candidato? ¿Quién es, Richard?