Los mundos perdidos (40 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Sin embargo, para continuar con su búsqueda, Tiglari tenía que atravesar la cámara encantada. Sintiendo que un sueño de mármol podía descender sobre él atravesando el suelo, anduvo conteniendo el aliento y con pasos furtivos de leopardo. En torno a él, las mujeres conservaban su perpetua inmovilidad. Cada una parecía haber caído bajo el hechizo en el instante de una emoción en particular, fuese miedo, asombro, curiosidad, vanidad, cansancio, cólera o voluptuosidad. Su número era menor de lo que él había supuesto, y el propio cuarto, más pequeño; pero espejos metálicos, que forraban la pared, habían producido una ilusión de multitud e inmensidad.

En el extremo más lejano, apartó un segundo doble tapiz, y miró una cámara crepuscular iluminada vagamente por dos incensarios que despedían un brillo parcialmente coloreado. Los incensarios se levantaban sobre trípodes, uno frente al otro. Entre ellos se levantaba, bajo un baldaquín de algún material oscuro y humeante, con flecos bordados como el pelo de una mujer, una cama, de un color púrpura como la noche, bordeada con pájaros de plata que luchaban contra serpientes doradas.

Sobre la cama, con sombríos ropajes, había un hombre reclinado como agotado o dormido. La cara del hombre era vaga bajo las sombras en perpetuo titubeo; pero no pensó Tiglari que éste fuese otro que el sospechoso tirano a quien había venido a matar. Supo que éste era Maal Dweb, a quien ningún hombre había visto en carne y hueso, pero cuyo poder era manifiesto para todos: el gobernante oculto y omnisciente de Xiccarph; el soberano de los tres soles con todos sus planetas y sus lunas.

Como centinelas fantasmales, los símbolos de la grandeza de Maal Dweb, las imágenes de su terrible imperio, se levantaban para hacer frente a Tiglari. Pero la idea de Athlé era una roja niebla que todo lo borraba. Él se olvidó de sus extraños terrores, su temor del palacio mágico. La cólera del amante despojado, la sed de sangre del hábil cazador, despertaron en su interior. Se acercó al hechicero inconsciente; y su mano se apretó en la empuñadura del cuchillo, afilado como una aguja, que había sido mojado en el veneno de las víboras.

El hombre descansaba ante él con los ojos cerrados y un cansancio secreto en su boca y en sus párpados. Parecía meditar más que dormir, como alguien que vagabundea por un laberinto de recuerdos remotos y profundos ensueños. En su torno, las paredes estaban decoradas con adornos funerarios, decorados con figuras oscuras. Sobre él, los incensarios daban un brillo nublado, y difundían por todo el cuarto el soporífero olor de la mirra, que hacía que los sentidos de Tiglari flotasen en una extraña vaguedad.

Agazapado como un tigre, se preparó para atacar. Entonces, controlando el sutil vértigo del perfume, se levantó; y su brazo, con el movimiento como de un dardo de una pesada pero ágil serpiente, golpeó fuertemente el corazón del tirano.

Era como si hubiese intentado atravesar una muralla de piedra. En mitad del aire, delante y sobre el mago tumbado, el cuchillo chocó con una sustancia invisible pero impenetrable, y la punta se rompió y cayó con un sonido metálico a los pies de Tiglari. Sin comprender, confuso, miró al ser al que había intentado dar muerte. Maal Dweb no se había movido ni había abierto los ojos; pero su expresión de secreto cansancio estaba hasta cierto punto mezclada con un aire de tenue y cruel diversión.

Tiglari extendió la mano para verificar una curiosa idea que se le había ocurrido. Tal y como sospechara, no había ni un baldaquín ni una cama entre los incensarios..., sólo una superficie vertical, ininterrumpida, muy pulida, en la cual la cama y su ocupante, aparentemente, estaban reflejados. Pero, para mayor confusión suya, él mismo no se reflejaba en el espejo.

Se dio la vuelta, pensando que Maal Dweb debería estar en algún otro lugar del cuarto. Incluso mientras se daba la vuelta, los adornos funerarios se apartaron con un susurro, sedoso y siniestro, como movidos por manos invisibles. La cámara recibió de repente una iluminación cegadora; los muros parecieron retroceder de una manera ilimitada; y gigantes desnudos, cuyos miembros y torsos marrón oscuro brillaban como untados con aceite, estaban de pie en posturas amenazadoras por todas partes. Sus ojos brillaban como los de las criaturas de la selva, y cada uno de ellos tenía un enorme cuchillo del cual se había roto la punta.

Esto, pensó Tiglari, era una taumaturgia terrible; y se puso en cuclillas, receloso como un animal enjaulado, para esperar el ataque de los gigantes. Pero estos seres, agazapándose simultáneamente, imitaron sus movimientos. Se dio cuenta de que lo que veía era su propio reflejo, multiplicado en los espejos.

Se dio la vuelta. El baldaquín con flecos, la cama de color púrpura oscuro, el soñador reclinado, todo había desaparecido. Sólo quedaban los incensarios, levantándose frente a una pared cristalina que devolvía, como las otras, el reflejo del propio Tiglari.

Confuso y aterrorizado, sintió que Maal Dweb, el mago que todo lo veía, todopoderoso, estaba jugando con él, engañándole con elaboradas burlas. Temerariamente en verdad, Tiglari había enfrentado su simple fuerza y sus conocimientos del bosque contra un ser capaz de semejantes artificios demoníacos. No se atrevía a moverse, apenas se aventuraba a respirar. El monstruoso reflejo parecía contemplarle como un gigante que vigila a un pigmeo cautivo. La luz, que parecía venirse desde lámparas ocultas en los espejos, adquirió un brillo más despiadado y alarmante. Los extremos del cuarto parecieron alejarse; y en las lejanas sombras vio amontonarse vapores con rostros humanos que parecían derretirse y volver a tomar forma inmediatamente y nunca volvían a ser el mismo. Continuamente, el extraño brillo se volvió más brillante; continuamente, la niebla de las caras, como un humo infernal, se deshacía para volverse a formar detrás de los gigantes inmóviles, en las perspectivas que se alargaban. Cuánto esperó Tiglari, no supo decirlo; el brillante horror congelado de aquel cuarto era algo que estaba apartado del tiempo.

De repente, en el aire iluminado, una voz comenzó a hablar; una voz que no tenía tono ni cuerpo, que era decidida, ligeramente despectiva, un poco cansada, ligeramente cruel. Estaba tan cercana como el latido del corazón del propio Tiglari... y, sin embargo, infinitamente lejana.

—¿Qué buscas, Tiglari? —dijo la voz—. ¿Crees que puedes entrar con impunidad al palacio de Maal Dweb? Otros, muchos otros con idénticas intenciones, han venido antes que tú. Pero todos han pagado el precio de su temeridad.

—Busco a la doncella Athlé —dijo Tiglari—. ¿Qué has hecho de ella?

—Athlé es muy hermosa. Es voluntad de Maal Dweb hacer un cierto uso de su belleza. Ese uso no debe preocupar a un cazador de bestias salvajes... No eres sabio, Tiglari.

—¿Dónde está Athlé? —insistió Tiglari.

—Ella ha ido a encontrarse con su destino en el laberinto de Maal Dweb. No hace mucho, el guerrero Mocair, quien la había seguido hasta mi palacio, salió, según mi sugerencia, para seguir en su búsqueda entre esos rincones inexplorables de ese laberinto que nunca se agotará. Vete ahora, Tiglari, y búscala también. Hay muchos misterios en mi laberinto; y entre ellos quizá hay uno que estás destinado a resolver.

Una puerta se había abierto en la pared decorada con espejos.

Saliendo de los espejos, dos de los esclavos metálicos habían aparecido. Más altos que los hombres vivientes, y brillando de la cabeza a los pies con el brillo implacable de las espadas bruñidas, avanzaron sobre Tiglari. El brazo derecho de cada uno estaba equipado con una gran guadaña. Apresuradamente, el cazador salió por la puerta abierta, y escuchó detrás suyo el arisco estrépito de puertas cerrándose.

La breve noche del planeta Xiccarph aún no había terminado; y todas las lunas habían bajado. Pero Tiglari vio ante él el principio del fabuloso laberinto, iluminado por brillantes frutas globulares que colgaban como linternas de arcos de ramaje. Guiándose sólo por sus luces, entró en el laberinto.

Al principio, parecía un lugar de fantasías de cuento. Había encantadores senderos, bordeados con árboles graciosos, enrejados con las caras de extravagantes orquídeas que miraban traviesas, que conducían al observador a ocultos y sorprendentes jardines de duendes. Era como si toda esa parte exterior del laberinto hubiese sido planeada por completo para atraer y encantar.

Entonces, con una graduación imprecisa, parecía que el estado de ánimo del diseñador había empeorado, se había vuelto más ominoso y maligno. Los árboles que se alineaban a los lados del camino eran Lacoontes de esfuerzo y de tortura, iluminados por hongos enormes que parecían encender cirios blasfemos. El sendero se dirigía a macabras piscinas iluminadas por fuegos de San Telmo que las envolvían, o ascendía por escalones malignamente inclinados por medio de cavernas de densa hojarasca que brillaban como si fuesen escamas de dragón de bronce. Se dividía a cada giro; las divisiones se multiplicaban, y, hábil como era en la sabiduría de la jungla, le habría resultado imposible a Tiglari volver sobre los pasos de su vagabundeo.

Continuó, con la esperanza de que la casualidad le conduciría junto a Athlé; y muchas veces la llamó por su nombre, pero sólo fue contestado por ecos remotos y burlones o por el aullido dolido de alguna bestia invisible.

Ahora estaba ascendiendo por crecimientos como de malignas hidras que se encogían y estiraban tumultuosamente a su paso. El camino se volvía cada vez más iluminado; las flores y los frutos, que brillaban de noche, estaban tan pálidos y enfermizos como los cirios agonizantes de un aquelarre de brujas. El más temprano de los tres soles había salido, y sus rayos, amarillos como la gutazamba, se filtraban por entre las parras, venenosas y escaroladas.

Lejos, y pareciendo caer desde una altura oculta en el laberinto frente a él, escuchó un coro de voces de bronce que eran como campanas parlantes. No podía distinguir las palabras, pero los tonos eran los de un anuncio solemne, cargado de una decisión de gran importancia. Se detuvieron; y no hubo otro sonido más que el susurro y el crujido de las plantas oscilantes.

Mientras Tiglari avanzaba, parecía que cada uno de sus pasos estaba predestinado. Ya no era libre de elegir su propio camino; porque muchos de los senderos estaban cubiertos por cosas que habían crecido sobre ellos, y él prefería no hacerles frente; y otros estaban bloqueados por horribles barricadas de cactus; o terminaban en estanques abarrotados de sanguijuelas mayores que atunes. El segundo y el tercer sol se pusieron, aumentando, con sus rayos esmeralda y carmín, el horror de la extraña red que inevitablemente se cerraba en torno suyo.

Ascendió por escaleras ocupadas por parras reptilescas; por cuestas llenas de aloes que se movían y chocaban. Raramente podía ver los pisos inferiores, o los niveles hacia los que ascendía.

En algún lugar del camino sin salida, se encontró con uno de los hombres mono de Maal Dweb: una oscura criatura salvaje, lisa y brillante como una nutría mojada, como si se hubiese bañado en uno de los estanques. Pasó junto a él con un ronco gruñido, apartándose como los demás se habían apartado de su cuerpo repugnantemente untado... Pero en ningún lugar pudo encontrar a la doncella Athlé o al guerrero Mocair, quien le había precedido en el laberinto.

Ahora, llegó a un curioso y pequeño pavimento de ónix, oblongo y rodeado por flores enormes, con tallos como de bronce, y grandes copas inclinadas que podrían haber sido las bocas de quimeras, abriéndose como para mostrar sus rojas gargantas. Avanzó hasta el pavimento a través de un extraño hueco en este singular seto, y se quedó mirando las flores apiñadas sin saber que hacer; porque aquí parecía terminar el camino.

El ónix bajo sus pies estaba húmedo con alguna sustancia desconocida y pegajosa. Una rápida sensación de peligro se despertó dentro de él, y se dio la vuelta para volver sobre sus pasos. A su primer movimiento en dirección a la apertura por la que había entrado, un largo tentáculo rápido como un relámpago se estiró desde el tallo de bronce de cada una de las flores y se enroscó en torno a sus tobillos. Se quedó atrapado e impotente en el centro de esta tirante red. Entonces, mientras se revolvía impotente, los tallos empezaron a inclinarse en su dirección, hasta que las rojas bocas de sus capullos estuvieron cerca de sus rodillas, como un círculo de monstruos que le abanicase.

Se acercaron más, casi tocándole. De sus labios salió un líquido, claro e incoloro, goteando lentamente al principio, y, entonces, corriendo en pequeños chorros, descendió en sus pies, tobillos y en sus canillas. Su carne tembló de una manera indescriptible bajo él; hubo una insensibilidad pasajera; entonces notó un escozor furioso como el mordisco de innumerables insectos. Bajo las cabezas de las flores que lo cubrían, vio que sus piernas habían sufrido un cambio misterioso y horripilante. Su natural vellosidad había aumentado, asumiendo una densidad como la de la piel de los monos; las propias canillas habían encogido y los pies se habían alargado, con los dedos de los pies como torpes dedos de la mano, como los poseídos por los animales de Maal Dweb.

En un paroxismo de alarma sin nombre, sacó su cuchillo de punta rota y empezó a atacar a las flores. Era como si hubiese atacado a la cabeza con armadura de dragones, o si golpease campanas de hierro resonante. La hoja se rompió por la empuñadura. Entonces, los capullos, levantándose terriblemente, estaban apoyados en su cintura, bañando sus caderas y sus muslos en su delgado y maléfico babeo.

Con la sensación de alguien que se ahoga en una pesadilla, escuchó el asustado grito de una mujer. Sobre las flores inclinadas, contempló una escena que el hasta aquel momento impenetrable laberinto revelaba como por arte de magia. A unos cincuenta pies de distancia, al mismo nivel del pavimento de ónix se levantaba un estrado de piedra, blanca como la luna, en cuyo centro la doncella Athlé, saliendo del laberinto por una calzada elevada de pórfido, se había parado en una actitud de asombro. Ante ella, en las garras de un inmenso lagarto de mármol, se levantaba sobre el estrado un espejo redondo de metal semejante al acero sostenido en posición vertical. Athlé, como fascinada por alguna extraña visión, estaba mirando el disco. A medio camino entre el pavimento y el estrado, una fila de delgadas columnas de bronce se elevaban a anchos intervalos, coronadas con cabezas de bronce como una demoníaca frontera.

Tiglari habría llamado en voz alta a Athlé. Pero en ese momento, ella dio un único paso adelante hacia el espejo, como si hubiese sido atraída por algo que veía en sus profundidades; y el disco apagado pareció brillar con una oculta llama incandescente. Los ojos del cazador fueron cegados por los afilados rayos que fueron despedidos en aquel instante, envolviendo y transfigurando a la doncella. Cuando la ceguera se aclaró en manchas de color que se movían, vio cómo Athlé, en una postura rígida como la de una estatua, aún miraba el espejo con ojos sorprendidos. Ella no se había movido; el asombro estaba congelado en su rostro; y Tiglari se dio cuenta de que era como las mujeres que dormían su sueño encantado en el harén de Maal Dweb. Incluso mientras se le ocurría esta idea, escuchó el resonante coro de voces metálicas que parecían partir de las demoníacas cabezas talladas, colocadas sobre las columnas.

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